De las tres grandes vueltas de tres semanas (Giro de Italia, Tour de Francia y Vuelta a España) solo me queda por ver en directo la ronda italiana. La vuelta la disfruté en Bilbao, en su regreso al País Vasco. Ganó Igor Antón en un final antológico en plena Gran Vía de la capital vizcaína. En el Tour he hecho un par de incursiones épicas. La primera fue en 1999, edición en la que Lance Armstrong ganaba la clasificación general por primera vez. Yo, un niño vestido por completo con la equipación de mis adorados ciclistas del equipo ONCE y con una pequeña ikurriña, pasé horas bajo el calor abrasador de París viendo todas y cada una de las vueltas que dan los corredores en la última etapa por las calles de la capital francesa. Era un 25 de julio y la etapa la ganó el australiano Robbie McEwen. Tuvimos un conato de trifulca con un par de amargados franceses que mezclaron la ikurriña que portaba yo, un renacuajo por aquel entonces, con ETA. Mi padre lo solucionó todo con diplomacia donostiarra. Eran años difíciles políticamente hablando y los sentimientos estaban a flor de piel en todo lo referido al conflicto vasco.
Años después, el 17 de julio de 2005, mi padre me llevó a los Pirineos a ver una etapa de montaña como premio a mis buenas notas. Viajamos de noche en un autobús organizado y llegamos bien temprano, sobre las seis de la mañana, a la parte baja del puerto Saint-Lary Soulan. Allí finalizarían horas después los ciclistas su jornada. Subimos a pie la montaña, parando para almorzar la tortilla que llevábamos desde Donosti, hasta llegar a la meta. Nos sacamos las fotos de rigor y bajamos unos kilómetros para encontrar una cuneta a nuestro gusto desde la que poder disfrutar de los héroes sobre dos ruedas. Ganó el estadounidense George Hincapie y el Tour fue para Lance Armstrong una vez más. Qué gran jornada de ciclismo pasamos. Bajando el puerto, recuerdo que Chechu Rubiera, ciclista asturiano, paró para sacarse una foto conmigo. Henchido como un pavo entré al bus con esa instantánea en mi cámara de cartón, de las de usar y tirar. Haciendo memoria, me acuerdo de que un muchacho de la organización del Tour me pidió tras la etapa mi camiseta del Euskaltel para una colección de zamarras de los aficionados que estaban haciendo. A cambio, me regaló una amarilla del Tour. Aún la tengo por casa del patriarca y la matriarca.
Eso sí, el héroe de mi vida ciclista ha sido Laurent Jalabert. Este muchacho, oriundo de Mazamet (Francia), corría para el conjunto de la ONCE. No era el mejor, pero subía sin problemas la media montaña y era un líder nato. Comenzó como hombre rápido en las llegadas masivas y terminó por ser un contrarrelojista soberbio y, ya con el equipo CSC, ganador del premio de la montaña del Tour dos veces. Antes, aún corriendo para la ONCE, se hizo con la Vuelta España 1995. Su palmarés es mucho más extenso (dos clasificaciones de la regularidad en el Tour y una en el Giro, campeón de Francia, Vuelta al País Vasco, París-Niza, Flecha Valona, Milán-San Remo, Tour de Romandía, Giro de Lombardía,...) , pero me gustaría subrayar que fue campeón del mundo de contrarreloj en el Mundial de 1997, disputado en Donostia. Eso estaba escrito que tenía que ser así.
Se preguntarán por qué les cuento yo todo esto. Es que ya estoy en modo Tour. El sábado que viene, 4 de julio, empieza la ronda gala. Estamos a días de que vuelvan, como todos los años, los mosaicos de los franceses en sus campos para que los helicópteros de la televisión francesa los capten, el hombre vestido de diablo animando a los bordes de la carretera, la etapa del 14 de julio en la que los ciclistas locales se desviven por ganar o esa afición vasca alentando siempre a todos los corredores sin importar su procedencia. Miren, sin ser nacionalista, de eso sí que podemos fardar como pueblo. Reconocidos en el mundo entero y por los ciclistas extranjeros como la afición. El ciclismo es un deporte diferente que inculca valores de compañerismo y sacrificio como pocos. Disfruten mucho de estas tres semanas. Vive le Tour!