Se puede decir que estamos medio mudados desde finales de verano. Nos fuimos físicamente de una ciudad de la que, en realidad, llevábamos tiempo yéndonos de otras formas. Nunca había sido la amabilidad hecha urbe, pero en el último lustro el declive ha sido brutal. La pandemia, como para muchas otras cosas, fue la puntilla. Vimos la oportunidad de irnos y la cogimos con las dos manos. Ahora, estamos en la segunda y última fase de la mudanza. Toca vaciar por completo la que fue nuestra última casa de una lista demasiado larga para ser plenamente feliz. Cuando terminó la pasada década, la gente contabilizaba cuántas veces había hecho equis actividad en los últimos diez años. Los de mi quinta creo que preferimos no contar cuántas veces nos mudamos víctimas del mercado inmobiliario porque es mejor no hacer sangre.
Con el tiempo, seguro que alguna cosa concreta echaremos en falta, pero, de momento, ni ganas de mirar atrás. Nunca antes tuve esta sensación de agotamiento de una ciudad, de su forma de vida. Estos días que hemos ido para recoger nuestros enseres llegaba con ganas de irme. Las amistades, lo único que añoramos.
Escribo estas líneas por propia voluntad, pero hasta por escrito me está entrando algo de cansancio solo de hablar de ti. En fin, sin rencores, Madrid. Te tengo cariño y te lo tendré, pero ya no eres para mí. Aunque yo no los vea, te deseo tiempos mejores. Hace unos años, brillabas bastante más y ahora te veo en blanco y negro. Lo dicho, cuídate. ¡Salud!