El primer asalto de la Supercopa, que se jugó en el Camp Nou, lo ganaron los blancos por 1-3. El estadio estaba repleto de turistas que celebraban los goles visitantes, y el Real Madrid jugó de verde. El fútbol moderno es un circo con el que es difícil sentirse identificado. El resultado ha quedado relegado a un segundo plano, puesto que lo que más comentarios ha suscitado ha sido la expulsión de Cristiano Ronaldo. El portugués, tras ver la tarjeta roja, empujó al árbitro. No entro a valorar si fue más o menos fuerte, pero el empujón existió. Muchos gacetilleros deportivos han salido a defenderlo. Que si fue fruto del calor del partido, que si no fue para tanto, que si le tienen manía.
A mí de pequeño me enseñaron que no se pegaba a nadie y menos aún a esas figuras que representan la autoridad cuando eres un niño. No empujé a mis padres o a mis profesores, y tampoco lo hice con los árbitros que dirigían los partidos entre colegios. Podemos discutir si la sanción es más o menos justa, pero no podemos defender una agresión.
Hace unos meses, todo el país se echaba las manos a la cabeza cuando saltaron a todos los telediarios los vídeos en los que se podía ver a padres que se pegaban durante los partidos de fútbol escolar de sus hijos. Tal vez debamos hacer una reflexión más profunda que esa espontánea indignación social que se creó. Periodistas defendiendo una agresión a un árbitro cegados por unos colores no es el mejor caldo de cultivo. Tertulias que son máquinas de generar odio entre aficiones, tampoco.