Mes y pico después de aquella conversación, celebrábamos el 8 de marzo con la mosca detrás de la oreja. Al día siguiente, lunes, cogí un tren con destino a Madrid y todo fue normal. Comí en el vagón cafetería, cogí el metro y me fui a descansar a casa. El martes, 10 de marzo, lo recuerdo como el día en el que empezamos a ser conscientes de que habíamos restado importancia a lo que se venía. En el metro, nos mirábamos con desconfianza y cuando terminó mi clase en la academia de inglés nos despedimos como si el jueves igual no fuéramos a vernos. El miércoles, el teletrabajo estaba ya generalizado y a partir de ahí estado de alarma, confinamiento, contagios, muerte, miedo, sufrimiento e incertidumbre.
Ha pasado un año y en lo personal no tengo que lamentar pérdidas humanas ni interminables ingresos hospitalarios. Considero que en casa hemos sido disciplinados y hemos ido esquivando la enfermedad. A veces no ha sido sencillo, puesto que todos tenemos en nuestro entorno a gente que no ha sido tan obediente o que incluso nos ha animado a saltarnos las normas con triquiñuelas variadas. En la Unión Europea ya contamos con cuatro vacunas diferentes y el futuro cada vez tiene mejor color. Mientras tanto, esta primavera huele a último esfuerzo, a último sacrificio, o eso quiero pensar. La prioridad debe ser seguir evitando todas las muertes posibles mientras nos van vacunando («vacunarse», por favor). Parece que estamos llegando al final de todo esto, aunque lo digo con la boca pequeña.