En aquel disco había una canción que se llamaba Una pistola de verdad. En una entrevista que les escuché en una radio local, contaba uno de los integrantes del grupo que en un comercio había escuchado a un niño pidiéndole a su padre «una pistola de verdad» y no la de juguete que ya tenía. A partir de ahí, dejaron volar su imaginación y conformaron una historia sobre un asesino sanguinario: «Ahora tiene una pistola de verdad, tiene una pistola y la quiere utilizar (...) tiene una pistola y los cojones de matar».
Hace unas semanas, terminé de teletrabajar en pijama y me quedé tomando un café mirando por la ventana. En la terraza de los vecinos de enfrente, había unos chavales corriendo y los observé. Uno de ellos tenía un rifle de juguete e interpretaba el papel de asesino. El resto de niños, que no debían de tener más de 11-12 años, pedían clemencia antes de acabar muertos por el impacto de las balas imaginarias que disparaba el propietario del arma de plástico. Corrí a por la cámara para captar el instante. La masacre ficticia terminó cuando llamaron a merendar a los chiquillos.
Me resultó un juego ajeno (nunca mis padres me regalaron pistolas de mentira cuando era niño y eran bastante críticos con este tipo de juguetes y cualquier videojuego violento) y, de algún modo, también me incomodó verlo. Veo que pasan los años, los tiempos van evolucionando, y aún hay niños que piden pistolas y padres que se las compran. No tengo certezas de que sea un estímulo negativo para los menores, pero tampoco tengo dudas de que en el amplio abanico de juguetes existen opciones mejores. Desde luego, la escena era dantesca a la vista de los ojos de este adulto que la relata.