Era tradición que la víspera, el día 19, el premiado cenara en Gaztelubide, sociedad que tenía vetada la entrada a las mujeres (algo no tan extraño hace décadas). Pilar Miró cenó en un restaurante con la mujer del alcalde, Ramón Labayen (este sí fue a Gaztelubide). Dos años después, en 1989, el premiado fue el poeta Gabriel Celaya y tampoco acudió. Se negó a ir sin su pareja.
2018 es, entre otras cosas, el año del feminismo. Parece que este movimiento se ha quitado ya esa fama negativa que arrastraba (como si se tratara de lo contrario al machismo). La mayoría de grupos políticos presentes en el Ayuntamiento de Donostia seleccionaron, de entre todas las propuestas ciudadanas para el Tambor de Oro 2019, a cinco mujeres. Querían tener un gesto con ellas, que están en clara desigualdad en el palmarés (68 hombres frente a 7 mujeres). Huelga decir que no todo el mundo lo tomó como un gesto, y se han producido duras críticas por una supuesta discriminación hacia los hombres. Cuando oigo o leo este argumento, miro el palmarés y me da la risa floja.
La ganadora ha sido Rosa García, activista de Stop Desahucios. En las palabras de descontento de algún conciudadano noto cierta doble moral. Si hubiera estado trabajando con una ONG en África o con la Vicente Ferrer en la India es probable que tuviera mayor aceptación. Sería una cooperante a la que todos querrían en sus fotos. Stop Desahucios, desde un punto clasista, les sabe a poco. Las otras candidatas eran solventes, reputadas en sus ámbitos y merecedoras del galardón: la escritora Dolores Redondo, la artista Esther Ferrer, la bailarina Alicia Amatriain y la actriz Ane Gabarain. Es evidente que, por ejemplo, una Premio Nacional de las Artes Plásticas como Ferrer, o Amatriain, que tiene el Benois de la Danse (entregado en el Teatro Bolshoi de Moscú y considerado el Oscar de la danza) merecen el reconocimiento de San Sebastián, su ciudad.
Como sociedad, hemos hecho tanto de menos a las mujeres que no entiendo semejante drama por darles el protagonismo absoluto un año.