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Sinvivir

9/1/2020

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A finales del pasado año, el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, aseguró que subir el salario mínimo interprofesional a 1.000 euros era una «barbaridad». En este asunto, hay cuestiones técnicas que, al no ser economista, se me escapan. No puedo hacer un análisis sobre cuál sería el impacto en el mercado laboral o en  el tejido empresarial subir el SMI hasta esas cifras, pero lo que sí que puedo asegurar es que con menos no se puede tener una vida aseada en España. Cuando los políticos hablan de la baja natalidad, me entra la risa. Los que con sueldos de mileuristas tienen críos me parecen unos héroes. A veces pienso en que adoptemos un perro y, sin aún haberlo metido en casa, ya estoy pasándolo mal por si un mes vienen mal dadas a ver cómo lo mantendremos. Honestamente, me resulta ofensivo que los empresarios estén muy preocupados porque, según ellos, no pueden pagar un mínimo de 1.000 o 1.200 euros a una persona que tienen empleada a jornada completa.

Por el mismo tipo de vivienda (un par de habitaciones, entre sesenta y noventa metros cuadrados y situada en un barrio normalito de Madrid), hace cinco años se pagaba entre 300 y 400 euros menos que ahora. El mismo piso podía costar 670 euros mensuales en 2014, unos 850  en 2017 y 1.000 (o algo más) con la entrada de 2020. El encargado de gestionar la vivienda en la Comunidad de Madrid, David Pérez, ha rechazado limitar el precio del alquiler, algo que apoya la presidenta Isabel Díaz Ayuso.  No sé qué tipo de pirómanos nos gobiernan. 

A las personas corrientes no nos han subido el sueldo acorde al precio del alquiler. En las empresas grandes, incluso se permiten el lujo de congelártelo si, pese a tener ganancias al final del ejercicio, no llegan a lo que aspiraban. La situación es retorcida, porque uno sigue haciendo el mismo trabajo y ve cómo su poder adquisitivo en mercados como el del alquiler de viviendas cae sin que nadie en el poder tome medidas de sentido común. Puedes apretarte el cinturón, pero llega un momento en el que ya no quedan agujeros y en algún sitio tienes que vivir. 

En ciudades como Madrid, la gente  pudiente puede vivir, si así lo desea, en zonas céntricas o, en su defecto, alejadas pero bien conectadas tanto con el norte como con el sur.  Los demás nos la vamos jugando. Dependiendo del precio, te mueves más al norte o más al sur. Vas haciendo encaje de bolillos hasta que, de pronto, cambias de trabajo (para ganar algo del poder adquisitivo que has ido perdiendo, no para hacerte millonario) y tu nuevo puesto queda a algo más de una hora de tu casa. En ese momento, tienes dos opciones: o buscas un nuevo piso o, haciendo de tripas corazón, echas un poco más de dos horas en el transporte público de manera diaria. 

Buscar piso es una aventura que puede ser desagradable. Llegas  a una cita para ver uno que te ha gustado en el anuncio y el casero te dice con pesar que tuvo la desdicha de comprarlo durante la burbuja inmobiliaria. Ahora bien: el cabrón (en el momento pensé algo más fuerte) no ha dudado en subirse a otra burbuja, la del alquiler, a la hora de poner el precio de la mensualidad. Vas a otro piso y el dueño te cuenta que está todo a estrenar, que lo ha comprado tirado a una entidad bancaria porque los anteriores dueños no pudieron pagarlo (ni estrenarlo). Dice que le gusta tener bien cuidados los pisos  (en plural) que tiene en alquiler  y que nos prefiere a mi pareja y a mí más que a otra chica que tiene un perro pequeño. El desgraciado (en el momento pensé algo mucho más fuerte que cabrón), además de estar haciendo negocio con el mal ajeno y con un bien de primera necesidad, discrimina a posibles inquilinos por tener un animal. Ni los perros escapan ya de las envestidas del mercado inmobiliario. 

Sin excesiva confianza en que las cosas cambien en un corto espacio de tiempo, miro con algo de esperanza al nuevo Gobierno en lo que a este asunto se refiere. Espero que se tomen medidas y que sean de calado (aunque, en última instancia, las competencias están transferidas a las comunidades). Mientras tanto, no sé dónde ni cómo vamos a vivir, pero seguiremos buscando. Sin desesperar, aunque sea un sinvivir.
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    Sin clasificar es un blog escrito por Ivan Castillo Otero, periodista por vocación que tuvo la suerte de nacer en San Sebastián. En este rincón entra todo, es un cajón de sastre, un cuaderno de bitácora de reflexiones. 

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