Me toca al lado un muchacho que está en la treintena, lleva unos auriculares grandes, pelo corto, una sudadera ancha y perilla. También lleva gafas, como un servidor, pero, cuando nada más arrancar se baja la mascarilla, le recuerdo que debe llevar tapada la nariz. Se la tapa sin mediar palabra. Nuestra relación termina ahí.
Llevaba cuatro meses sin ir a Donosti a ver a mi familia. Quiso la casualidad que el fin de semana del 7 y 8 de marzo fuera a visitarlos. Luego, todo se precipitó, nos confinaron y lo demás es historia. Pensaba que entre los madrileños existía cierta laxitud a la hora de guardar las distancias y llevar mascarilla, pero la verdad es que en Donosti a veces soy el único que la lleva puesta en toda la calle. Incluso tengo la sensación de que me miran con extrañeza.
Igual que hice el sábado 7 de marzo, voy a contarme el pelo a donde Emily, que es mi peluquera desde que era un crío. Me cuenta que las ha visto de todos los colores pagando el alquiler y gastos varios durante dos meses sin ingresos. Dice que trabajó en jornadas de doce horas sin parar cuando les dejaron volver al tajo, pero que aquello ya pasó y que la gente ha empezado a recortar el gasto de peluquería. Que a menos ocio, menos necesidad de arreglarse la cabellera tiene el personal, y que la sensación de que nos pueden confinar de nuevo hace que muchos clientes se ahorren ese gasto y guarden los duros por si las moscas.
Me paso por los puestos callejeros del mercado de la Bretxa y hay bastante movimiento. No todos los vendedores llevan mascarilla, pero a estas alturas ya estoy curado de espanto. Camino hasta Lagun para preguntar por un par de libros. También estuve aquel fin de semana de marzo, el último de la vieja normalidad, pero ahora no me paro a mirar en las estanterías. La dependienta me dice que uno lo tienen y el otro no. Me cobra y, en nuestro afán por mantener todas las medidas de seguridad posibles, terminamos tocándonos una mano cuando me da el recibo. Reímos nerviosos. Yo seguro, ella creo que también por la expresión de sus ojos, que es lo único que le veo de la cara.
De charla en casa con mis padres, los encuentro muy concienciados. Ellos tienen bastante vida social y han cortado todo lo que han podido para no exponerse. Le tienen respeto al coronavirus y le quieren a la vida. Están un poco apurados por la insolidaridad de sus conciudadanos con el tema de la mascarilla y las distancias y los únicos planes que han hecho desde que se levantó el estado de alarma son ver a mis hermanas, pasear y tomar un par de vinos o tres en alguna terraza.
Me vuelvo a Madrid con más dudas que certezas. No sé si el mes que viene podré verlos en carne y hueso. No sé si todos estos rebrotes son algo normal con lo que tenemos que convivir sin perder la calma. No sé si son el preludio de otro encierro. Honestamente, me da la sensación de que los que tienen la responsabilidad de tomar las decisiones tampoco tienen muchas certezas. No me gustaría estar en su pellejo.