Aquellos últimos días antes de que todo se derrumbase (que es como lo describe Agus Morales en su más que recomendable catarsis pandémica en forma de libro) los recuerdo bien. Estaba visitando a mis padres y demás familia el fin de semana del 8 de marzo y yo creo que casi ni hablamos de aquel virus que había estallado en China y que estaba generando muchos problemas en el norte de Italia. Fui a la manifestación feminista de Donosti sin tener sensación de riesgo y el ambiente era normal.
Aprovechando una libranza en el trabajo, el lunes cogí un tren para volver a Madrid. Había más ruido, pero todo transcurría más o menos normal. El martes ya se empezó a enrarecer todo. En el metro la gente cruzaba miradas de desconfianza y había cierta tensión (no se guardaban especialmente las distancias porque tampoco éramos conscientes de que hubiera que hacerlo). Recuerdo despedirme ese día de mis compañeros de la academia de inglés al terminar la clase con la impresión de que el jueves ya no nos veríamos. No sé en el resto del país, pero en Madrid el miércoles fue el primer día de un confinamiento adelantado al oficial. La víspera, bastantes empresas pidieron a sus trabajadores que se llevaran el ordenador a casa y esa jornada muchos comenzaban a familiarizarse a la fuerza con el teletrabajo. Los niños y adolescentes no terminaron la semana en sus respectivos centros educativos, la universidades también se vaciaron y el fin de semana se cerró el país. Qué tremendo sonaba lo de «estado de alarma» aquel domingo 15 de marzo y qué normalizado lo tenemos ahora.
En aquel momento, la gran mayoría no éramos conscientes de la que se estaba liando. Estábamos más o menos entretenidos con actividades online de todo tipo, limpiezas de armarios, los aplausos a los sanitarios, las videollamadas, el vermú digital, etc. Mientras tanto, lo de los hospitales y las residencias de mayores era de peli de terror. Las autoridades se esforzaron en que no supiéramos demasiado porque ya se sabe: ojos que no ven, corazón que no siente. Tras los primeros 10-15 días encerrados en casa, creo que el descontento y la preocupación fueron ganando espacio al ocio y los vídeos divertidos. A mí me preocupaba que mis padres estuvieran bien. Sabía que se cuidaban de no contagiarse, pero no sabía qué tal iban a llevar el hecho de estar confinados, aislados. Por suerte, se llevan bien.
La primavera fue devastadora. Fuimos acumulando semanas de cifras insoportables de fallecidos; el ambiente político se endureció sobremanera (hasta límites que no son admisibles); y la unidad con la que el país afrontó el inicio de la pandemia se evaporó.
En la actualidad, a las puertas del verano, tener familiares y amigos vacunados ha pasado de ser noticioso a común, y espero con ansia que me toque pronto a mí también el primer pinchazo. Miraba con cierto optimismo al 2021 porque pensaba que peor que el 2020 no podía ser, y miro ahora con esperanza al 2022. Creo que, después de mucho sufrimiento e incertidumbre, puede ser el año en el que volvamos a planear a largo plazo sin miedo. Ojalá.