Mi padre cumplió sesenta años en 2009 y mi madre pasó los cuatro años anteriores ahorrando como una hormiguita, euro a euro, para hacerle uno de los regalos que más ilusión le podía hacer: ir a ver el concierto de Año Nuevo a Viena. Pocas veces he visto a mi padre más emocionado que aquel 15 de noviembre cuando, después de soplar las velas, mi madre le entregó el sobre con el plan de viaje. Unos días después de Nochebuena, volamos a la capital austriaca para vivir una aventura que solo nos podíamos permitir gracias al esfuerzo de la matriarca, digno del encargado de las finanzas de un país próspero. El viaje era organizado por una agencia española e incluía cena de gala el 31 de diciembre en uno de los salones del palacio imperial de Hofburg. Allí vivieron, entre otros, Francisco José I de 1857 a 1916 y la emperatriz Sissi de 1854 a 1898.
Enfundados en nuestras mejores galas (mi padre y yo con esmoquin de alquiler y mi madre con un traje dorado y negro comprado para la ocasión), nos llevaron en un bus al grupo de españoles que teníamos mesa reservada en la lujosa cena. Todos eran empresarios de éxito de firmas muy conocidas o ricos de cuna, menos nosotros tres. Llegamos al palacio, emperifollado para la ocasión con toda la pompa posible, y nos sentamos con nuestros nuevos amigos pudientes.
La cena fue distendida y el menú bastante escaso en cantidad y calidad (¿los ricos austriacos no saben comer?), pero todo quedó eclipsado por la presencia de Valentino en la mesa de al lado. Mi padre, cuando se lo conté, dijo en alto girando la cabeza: «¡Il dottore!». Le tuve que aclarar sobre la marcha que era el modisto, no el piloto de motos. Se notaba entre el personal que todo el mundo quería acercarse a pedirle fotos y autógrafos (estos ricos...), pero nadie se atrevía por el qué dirán. Después de las doce y con los acordes de los primeros bailables sonando, Valentino se dispuso a abandonar el salón y, en un ataque farandulesco, intercedí en su camino y nos sacamos una foto. Fui el único que se llevó tal recuerdo de aquella cena. Fue extremadamente amable y educado y recuerdo que llevaba un esmoquin negro precioso.
¡Qué noche la de aquel día!
La prueba del delito: