Echo gasolina y voy a la caja. Delante tengo a un hombre: alto, canoso, de unos 60 años, buena percha, camisa de cuadros, pantalón de pinzas. Está pagando. «Menos mal que ayer no nos quitaron el descuento en el Congreso», le dice a la persona que le está cobrando. Este asiente. «Ya viste quién nos salvó...», continúa. El hombre de la gasolinera asiente sin decir nada y con cara de incomodidad. Ambos parecen estar librando una batalla interior: descuento bien, pero Bildu mal. Creo que gana el descuento. Es algo retorcido, pienso: durante décadas nos hemos hartado de pedirles a las personas alineadas con la izquierda abertzale y a las ambiguas (o abiertamente favorables) en lo que se refiere al terrorismo que el camino era dejar las armas y presentarse a las elecciones. Ahora, que respetan las reglas del juego, no quieren dejarles jugar.
Aquellos tiempos eran en los que también se oía de vez en cuando eso de «vascos sí, ETA no». Eran los años en los que los vascos teníamos que aguantar de forma recurrente que allende nuestras fronteras autonómicas nos relacionan con ETA por el mero hecho de ser de Euskadi. Me acordé de este detalle hace unos días, mientras veía una prueba deportiva internacional en la que los rusos juegan sin bandera. Ahora los rusos no pueden ser rusos en público. Es la solución simplista de la que nos hemos dotado ante un problema complejo para dar la sensación de que estamos realmente comprometidos con el pueblo ucraniano. Algún iluminado incluso está haciendo boicot a los restaurantes rusos de su ciudad, según contaba una pobre mujer en un informativo al poco de empezar la invasión. Más papistas que el papa (segunda alusión a Francisco; perdóneme, Your Holiness).
Entro en una cafetería que está a unos metros de la gasolinera. Me pido una Coca-Cola «normal» y un pincho de tortilla. «¿La tortilla también normal?», bromea el camarero. Yo le río la gracia porque soy muy agradecido, como Rosendo. Entra otro tipo y pide un café con leche. Cuando se lo sirven, se agarra un cabreo del carajo. Que si eso no es café con leche, que eso es leche con café y que a él no lo engañan. El mismo camarero que me ha hecho la broma no da crédito. Le cambia el café casi sin rechistar porque, aunque sea haciendo mil aspavientos y de malas formas, nos hemos repetido tantas veces eso de que el cliente siempre tiene la razón que... en fin.
Termino mi tortilla y Coca-Cola normales y me marcho. Carretera y manta, que decía mi abuela Juana.