Este tipo de terrorismo ha golpeado de nuevo en París y también se ha hecho notar en otros lugares como Niza, Bruselas, Berlín o Estambul. Los ataques más recientes en suelo europeo los han vivido en Mánchester y Londres. Se han convertido en algo cotidiano. Desde el Viejo Continente siempre se observan con una desvergonzada frialdad los asesinatos que cometen el autodenominado Estado Islámico o Al Qaeda en lugares como Kabul, El Cairo o Bagdad, pero ahora incluso hemos entrado en una fase de desmovilización con los que ocurren cerca de nuestras casas.
No he podido evitar encontrar cierto paralelismo con la situación que vivimos durante décadas en el País Vasco con ETA. Llegó un momento en el que la clase política, los diferentes gobiernos y la ciudadanía en general asumimos que nuestro día a día incluía un atentado de vez en cuando. Existía algún pico de indignación como con Hipercor en Barcelona, el asesinato de Miguel Ángel Blanco o la bomba en la T4, pero luego la vida seguía. Lo habitual era que asesinaran a alguien, se emitieran muestras de condena desde las instituciones y todo terminara tras un multitudinario funeral.
Este problema está en vías de enquistarse. Vemos con inquietante naturalidad desayunar el miércoles con decenas de muertos en Afganistán y terminar la cena del sábado con otro atropello múltiple en el Reino Unido. Tras el último atentado de Londres, entre los políticos españoles se ha priorizado dar una amplia cobertura a la celebración de la Champions League lograda por el Real Madrid antes que a cualquier acto de condena. Un tuit y unas discretas declaraciones han sido sufiente, algo inimaginable en enero de 2015. Es razonable que el ciudadano medio se pregunte si existe un interés real en terminar con esta barbarie, pero también debería preguntarse si en realidad no somos todos un poco cómplices.