Me he retirado al noroeste peninsular para cumplir los treinta años. No ha sido algo premeditado, ya que en 2020 las cosas van pasando sin planearlas demasiado. A comienzos de año, otro escenario rondaba mi cabeza para estas fechas, pero, pandemia mediante, la vía gallega ha sido un gran alternativa. No recuerdo sentir nada fuera de lo común cuando cumplí veinte y una década después estoy en las mismas. Por aquel entonces, estaba en el ecuador de la carrera y disfrutaba de la vida universitaria en Bilbao. Ahora vivo en Madrid, llevó tiempo largo en el mercado laboral y me reconozco un tipo feliz.
Hace diez años todo era más despreocupado (no por ello mejor) y, desde entonces, he desarrollado la capacidad de preocuparme más por todo. Como consecuencia, creo que también he aprendido a estar triste de vez en cuando. Supongo que es ley de vida.
Si miro un poco más hacia atrás, ahora tengo las ideas más claras y la sangre menos caliente. Como más conservas de bote de cristal que de lata. Tengo un oído más generoso con estilos musicales que antes no entraban en mi radio de atención (lo mismo me pasa con el cine y los libros). Estoy menos esbelto y lozano y también salgo menos de copas (esto último lo digo sin ninguna pena). Creo que tengo más inquietudes, que es algo que me gusta.
Me fue entrando el sueño, me terminé durmiendo y no anoté mucho más. Solo fue un breve desvelo.