No es Juan Carlos I el único monarca europeo que se ha enfrentado a polémicas por actitudes poco decorosas. Recientemente, los reyes de los Países Bajos han tenido que pedir perdón por irse de vacaciones en plena pandemia y con el país sufriendo severas restricciones. Está justificado que el ciudadano común que no sufra síndrome de Estocolmo sienta que los reyes viven muy alejados de la plebe. Están instalados en otro mundo cazando elefantes en países lejanos o pasando días de vino y rosas mientras los mortales padecen una crisis económica desgarradora o no salen de casa por miedo a contagiarse en el contexto de una pandemia mundial.
De todo lo anteriormente relatado me acordé ayer, mientras disfrutábamos en casa de los dos primeros capítulos de la nueva temporada de The Crown. En el segundo, esta fantástica serie de Netflix sobre la familia real británica mostraba la primera visita de Margaret Thatcher al castillo de Balmoral (situado en Escocía, es propiedad de la realeza). En aquel momento, la recién nombrada primera ministra prepara sus planes de austeridad para hacer frente al desafío económico al que se enfrentaba el Reino Unido. En la serie, se ve como a ella le llevan los demonios por el tiempo que le hacen perder en frivolidades reales cuando lo que le gustaría hacer es estar trabajando. Mientras, se enseña a una familia real ajena a la situación de la nación y más preocupada por cazar a un ciervo de gran envergadura o disfrutar de juegos de sobremesa tras cenas de gala. Para alguien como yo, que estoy en las antípodas ideológicas de Thatcher y no puedo apoyar menos cualquier estrategia de un gobierno de ese pelaje, asusta terminar empatizando con la líder conservadora, que se desespera por tener desatendidas sus funciones por culpa de ese circo montado por los Windsor. No creo que a Isabel II le pueda gustar la imagen de despreocupación por lo que le ocurra a su pueblo que se da en la serie, aunque la verdad es que parece muy real (nunca mejor dicho).
Cuando un político mete la pata o actúa mal, siempre nos queda el consuelo de que podemos no volver a votarlo. En el caso de los reyes, al menos en España, solo nos queda por el momento esperar que el hijo sea menos malo que el padre. Qué panorama.