En este sentido, difícilmente olvidaré la última que he hecho. Nos hemos mudado en pleno estado de alarma por la pandemia del coronavirus. Ha sido cuestión de fuerza mayor, puesto que todo estaba cerrado antes de que explotara el asunto y en la calle no nos íbamos a quedar. Así que no hubo manera de posponerla más y la hicimos. Dejando de lado cuestiones extraordinarias como los permisos que tuvimos que pedir por estar como está el país, todo fue bastante corriente. Lo mejor: no había nadie en la calle para cotillear cuántos enseres transladábamos.
Tampoco olvidaré la despedida del barrio en el que habíamos residido los últimos años, que fue fría e impersonal. No era la zona con más vida de la ciudad, pero desde mediados de marzo el movimiento, como en el resto suelo patrio, era nulo. Echo en falta, eso sí, poder ir a comprar al ultramarinos de David y Ángel. Es más: creo que es lo que más extraño del cambio de casa. Una de las últimas veces que hice la compra en su tienda, me pasé luego por la farmacia que hay al lado. Había dos hombres que se conocían entre ellos haciendo cola en la calle. Uno le preguntó al otro por su madre y este le respondió que había fallecido en la residencia de mayores en la que estaba interna. «Cuando todo esto pase, voy a llamar a la residencia por si se han confundido, por si sigue viva. Al no habernos podido despedir, no asimilo que se ha muerto, no me lo termino de creer», le confesó. Esa charla entre vecinos es uno de los momentos del confinamiento que tampoco olvidaré. Las despedidas pueden ser dolorosas o incómodas, pero cuando no las hay, como en esta situación, son insoportables.