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Fuera de juego

20/10/2020

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Pasando la Navidad en Donosti, cogí el topo (así llamamos los guipuzcoanos a nuestro tren ligero que vertebra la provincia y llega hasta Bizkaia) bien temprano un día de estos que quedan entre Nochebuena y Nochevieja para ir a Errenteria a ver a mi sobrino jugar a fútbol. Participaba en un torneo de tropecientos equipos con partidos de veinte minutos. Llega un momento en el que no sabes en qué parcela de campo le toca ni a qué hora. Es un desorden organizado en el que los chavales echan el día.

Yo también fui , hace ya bastantes años, uno de esos chavales que hacía madrugar a su padre los sábados para ir a jugar un partido a algún rincón de la provincia. La época de primaria la recuerdo con cariño: jugábamos con el equipo del cole y éramos todos compañeros de curso. Había un ambiente sano y normalmente perdíamos. En un trimestre que nos tocaba jugar a baloncesto, recuerdo que caímos por 123 a 6 y salimos cantando de la cancha. Es posible que tengamos nosotros mejor recuerdo de aquel día que los que ganaron. 

Al entrar en secundaria, la cosa se «profesionaliza» un poco. En mi opinión, era demasiado pronto, pero es que ahora esa   «profesionalización »    del deporte de niños (que es lo que eres con 10, 11 o 12 años) llega mucho antes.  Mi sobrino, que estaba en sexto de primaria, ya llevaba tiempo compaginando los partidos con el equipo del cole con los del club del barrio. Yo llegué al club con el que jugué hasta cadetes  en primero de la ESO, que es cuando terminaba el deporte escolar (en ese en el que lo importante, en principio, es participar). 

Para mí, un chico extrovertido solo cuando está en confianza, llegar a un club en el que no conocía a nadie en el vestuario y en el que se podía ascender y descender de categoría en función de los resultados fue un choque bastante grande. La gran mayoría de padres de mis compañeros  de equipo pensaban que tenían a Rivaldo en casa y se dedicaban todo el partido a gritar y protestar desde la grada. A mí me generaba un poco de malestar todo aquello: la presión desmesurada por no bajar de división, los gritos, etc. Estaba, nunca mejor dicho, en fuera de juego.

Como era calladito, en mi primer año de infantil en el vestuario se me comían. Había algunos chicos que tenían un año más que yo (a esas edades, un mundo)  y se metían conmigo por cuestiones físicas, me quitaban alguna cosa de mi mochila cuando estaba en la ducha y demás putadas. Yo, como tenía muchas ganas de jugar a fútbol en el equipo del barrio, me aguantaba. En casa, ni palabra. En mi segundo año de infantil, yo había echado cuerpo y era de los veteranos del equipo. Al encontrarme más cómodo, mi rendimiento fue muy bueno y, al terminar la temporada, me ascendieron al cadete de primera para el siguiente curso.

Casi todos los que me habían tratado mal estaban en el cadete de honor (una división superior), así que me presenté tranquilo al primer entrenamiento en agosto.  Cuando faltaban un par de semanas para empezar la liga, en el club me dijeron a ver si quería ir con el equipo de división de honor a un torneo de pretemporada en Palencia. Deportivamente, era la leche, pero solo de pensar en pasar dos o tres días fuera de casa con esos salvajes me ponía malo. Cuando llegué a casa y conté la oportunidad que se me presentaba, mis padres no entendían que no quisiera ir. Recuerdo que me puse a llorar y les dije lo malos que eran esos chicos y lo desgraciados que habían sido conmigo. Me apoyaron en mi decisión de no ir y de cara al club nos inventamos algún evento familiar que coincidía con el viaje a tierras palentinas.

​Aquella temporada, luchamos hasta la última jornada por no bajar de primera cadete a segunda, pero no lo logramos. La del año siguiente fue mi última temporada jugando a fútbol con ficha y federado. Jugué de nuevo en primera cadete gracias a un convenio de mi club con otro de la ciudad por el que absorbimos su plaza en la categoría. Chanchullos de poca monta, vamos. Colgué las botas y me dediqué a otros menesteres porque  mis mejores compañeros habían ido quedándose por el camino y yo no aguantaba más aquel ambiente nocivo y machorro en el que la competitividad estaba desbocada y poco se fomentaban valores mucho más saludables en chavales aún menores de edad. 

Cuando estaba pasando un frío del quince en Errenteria viendo a mi sobrino, me fijé en que el padre-entrenador que grita desde la grada no se ha extinguido. También me fijé en que, al menos desde fuera, el ambiente entre compañeros parecía bastante más amistoso que el que yo viví años antes. Aquellas Navidades le pregunté dos o tres veces a mi sobrino qué tal era la gente en el vestuario y me dijo que todo bien, que iba contento y que a veces le daban pereza los partidos en sábados lluviosos y fríos. Él es bastante de dormir.  Yo también.
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    Sin clasificar es un blog escrito por Ivan Castillo Otero, periodista por vocación que tuvo la suerte de nacer en San Sebastián. En este rincón entra todo, es un cajón de sastre, un cuaderno de bitácora de reflexiones. 

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