Recuerdo cómo allá por septiembre abandonaban los cuerpos de seguridad sus localidades de origen entre vítores y jolgorio para acomodarse en el barco de Piolín. "A por ellos, a por ellos", gritaban deleitosas las masas. Luego vinieron los palos del 1 de octubre. La población civil se llevó la peor parte mientras unos parecían gozar con la violencia ("se lo han buscado", pensarían) y otros se frotaban las manos viendo que la actuación policial era propaganda gratis para la causa más allá de los Pirineos. Con las declaraciones de independencia (sí, hubo exactamente dos, ¿se acuerdan?) pasó algo similar. Ambas partes sabían que el 155 era casi de aplicación inmediata y un servidor, una vez más, veía cómo de algún modo todos salían ganando. Por el lado catalán se hacían fuertes con el argumento de que el Estado no respetaba el resultado de un referéndum democrático. En frente, el ejecutivo español utilizaba un artículo de la Constitución que parecía excitar mucho a la extrema derecha, a la derecha moderada y a las viejas glorias del socialismo patrio.
Luego vinieron los encarcelamientos, la convocatoria de elecciones autonómicas y las huidas al extranjero. En el soberanismo catalán, muchos (sobre todo los que no duermen en prisión) aparentemente disfrutan con el argumento central para la campaña: los denominados presos políticos. A Carles Puigdemont parece rentarle su estatus de pseudoexiliado en Bélgica y al Gobierno de España le sale a cuenta fardar de su mano dura con los disidentes. Algunos medios de comunicación llevan la cuenta de las empresas que han abandonado Cataluña con cierto tono burlón y jocoso. Cuentan las iniciativas que promueven el boicot a los productos catalanes como si fuera una victoria. En esta exaltación del deleite, el rey Felipe VI logró colarse en prime time antes de Nochebuena y Gabriel Rufián vive en un estado continuado de euforia entre sus chascarrillos de dudoso ingenio en Twitter y sus actuaciones en el Congreso de los Diputados.
En algo más de un mes tendremos comicios catalanes. Nos quedan semanas de deleite, deleite y más deleite. ¿Y luego? Si nada cambia, habrá más pitadas a Piqué por los campos de España, Julian Assange seguirá creyéndose el nuevo Lluís Companys y Mariano Rajoy esperará a que, de una vez por todas, el tema se resuelva solo. Perdonen la negatividad, pero qué panorama.