Desde la semana pasada, antes de que se instaurara el estado de alarma, solo he salido para ir a comprar víveres y fármacos. Hoy, por cuestiones de fuerza mayor, he tenido que salir del barrio para hacer trámites y, con el objetivo de minimizar el tiempo fuera de casa, he pedido un taxi. Esta charla que he tenido con el taxista ya la había tenido con otros grupos de amigos antes. Con razón y por el bien de todos, estamos encerrados en nuestras casas de manera casi indefinida. Debemos cuidar la mente y tratar de alejar el monotema un buen rato cada día.
Aunque a muchos les parezca raro, hay gente que no está dada de alta en plataformas como Netflix y HBO (ni ganas de estarlo), y otros, directamente, no tienen internet en casa. Muchos de los que no tienen acceso a la red en sus hogares son personas mayores y la televisión es una vía de escape durante las horas muertas. Tiene algo de sádico que los canales generalistas les estén bombardeando con el minuto y resultado del coronavirus, más aún cuando son el grupo que más lo sufre. Vamos: durante horas les recuerdan que, como se contagien, tienen todas las papeletas para morir.
Bromeaba hace unos días diciendo que el Gobierno debería incluir en las revisiones del decreto de estado de alarma que las teles programaran por las tardes tres o cuatro horas de contenidos de entretenimiento. Nuestros mayores lo agradecerían. Igual no es tan mala idea.