No había cogido un coche en mi vida y tuve que instruirme en el muy noble arte de la conducción desde cero. Lo primero que me llamó la atención en la carretera es la falta de consideración de una gran mayoría de conductores para con los coches de autoescuela. Acabé acostumbrándome. Con el paso de las semanas fui conociendo el funcionamiento de la máquina y terminé por aprender a conducir. Me presenté al examen y, tras pagar la novatada del comienzo (suspendí con todas las de la ley por un error tonto), comprendí que la importancia que tiene en esta prueba el examinador es mucho mayor a la de cualquier otra que hubiera hecho durante mi formación académica. Existen unos estándares de evaluación y ellos los interpretan según su gusto. Por si fuera poco, tienes que sentirte afortunado si no te toca uno que realiza continuos juicios de valor, hace comentarios de mal gusto o tiene unos dudosos modales de educación. Todo esto podría ser una anécdota que contar a amigos y familiares si no fuera por el agujero económico que supone cada suspenso para un ciudadano normal.
Finalmente, el pasado 13 de enero (viernes) a las 13:00 aprobé. No soy supersticioso, pero tampoco es algo que importe mucho cuando juegas a la ruleta rusa en forma de examen práctico que organiza la Dirección General de Tráfico. Aquella mañana me levanté temprano y fui al gimnasio. Estaban libres todas las taquillas cuando llegué, pero decidí depositar mis pertenencias en la número 13. De perdidos al río, pensé. No me fue nada mal: el examinador que me tocó era un hombre normal que se dedicó únicamente a evaluar mis aptitudes en la conducción.
Ahora que soy un conductor de pleno derecho, me gustaría mandar un mensaje de ánimo a los que se encuentran inmersos en el proceso. No desesperen. Un porcentaje demasiado alto de su éxito está en manos de otros.