Al día siguiente, festivo regional en Madrid, salí del trabajo para coger un vuelo a última hora de la tarde. El avión iba hasta arriba. El despegue se estaba demorando más de lo habitual, pero no le di demasiada importancia. Supuse que había un pico de tráfico aéreo, algo que no es inusual en un aeródromo como el de Barajas. La voz del piloto resonó por toda la nave para informarnos de que habían detectado una pieza defectuosa. Según él, podíamos realizar el viaje (de algo más de una hora) con esta pieza, pero preferían cambiarla. La demora podría ser de una hora (finalmente fueron unos tres cuartos de hora). Un contratiempo más para añadir a los de aquella semana en el trabajo.
Pensé que algún idiota protestaría en alto u organizaría algún numerito ridículo. Para mi sorpresa (y satisfacción), todo el mundo lo entendió y nadie dijo nada. Había cierta resignación en el ambiente, pero un tripulante de cabina se encargó de levantar el ánimo al personal. Era su último vuelo del día e iba a aterrizar en Santiago de Compostela, su lugar de procedencia. Lo sé porque era especialmente dicharachero y porque se encargó de alegrarnos la espera. «Tranquilos, chicos. Enseguida lo arreglan y despegamos. Yo también tengo ganas de llegar a casa. Ojalá tuviéramos un poco de empanada y orujo para la espera», bromeaba. Se ofreció a dejarle su móvil personal a un chico que se estaba quedando sin batería para que avisara del retraso a sus familiares. «Que no se escape nadie, que me la liáis», dijo riendo cuando abrió las puertas del avión para que corriera el aire. Finalmente, cambiaron la pieza y llegamos al destino sanos y salvos.
Nos hemos acostumbrado a que en los aeropuertos y en los aviones nos traten como a un número más y cuando alguien de la tripulación de cabina, que lleva horas trabajando de pie, lo hace con tanto cariño, uno se reconcilia con la humanidad.