Y con el pasar de los días te acabas olvidando de qué era eso que te arrastraba a las calles de Lisboa, en los últimos días de septiembre, cuando al verano aún le estaba costando despedirse. Después todo se vuelve conocido, recorrido, y entonces se pierden de vista esas primeras sensaciones que ya no lo son más. Pero llegan visitas, con las que recorres los mismos rincones de esos primeros días, y vuelves a recordar qué es eso tan realmente diferente de esta ciudad tan vencida por el tiempo y por los embates de una mala situación: la luz del sol, ¿tal vez por su posición en esta parte de la geografía?, como quieras llamar a esa bola que aviva los colores y que deja unos atardeceres que no he visto en ninguna otra ciudad.
Cuando la oscuridad se impone sobre Lisboa, sobre todo en días nublados o con lluvia, se convierte en una ciudad sucia y sombría, rebosante de charcos y con ríos de agua. Sin embargo, y parece que es lo más habitual, cuando el sol brilla en todo lo alto y el cielo es de un azul muy vívido, entonces es cuando te quieres quedar a vivir en esta ciudad ―he de hacer un alto para decir que soy del sur―. Porque esa luz tan brillante y resplandeciente se refleja en los azulejos que visten las casas, o en los colores con los que han sido pintadas, y entonces se produce un festival de verdes, amarillos, azules, blancos y rojos. Y solo apetece pasear, observar e indagar. Pero cuando llega el momento de una nueva puesta de sol, entonces es mejor pararse allí donde se esté y no perderse ni un detalle. Porque, no sé qué pasa, pero en ese momento en el que el día se recoge, cuando la quietud se apodera de las aguas del Tajo, el azul claro de los días soleados se ve envuelto por un naranja centelleante que acaba por ser una franja en el horizonte y que va menguando a medida que el sol se va escondiendo; hasta que al final, aun cuando no hay rastro del sol, este sigue reflejando ese naranja, ahora de un tono más apagado, hasta que la noche cae y envuelve completamente la ciudad. Sólo entonces, date la vuelta para ver un cielo tintado de rosáceo con una enorme luna llena al fondo. Y siempre con una vista coronada por ese puente rojo tan característico de la ciudad y el Cristo Rei en la otra orilla.
Cais do Sodré, ese paseo junto al Tajo que se entiende desde la estación del mismo nombre hasta Praça do Comerço, es el mejor lugar para ver los atardeceres lisboetas. Aunque, obviamente, cualquier mirador es una perfecta elección para disfrutar de este momento. El de Santa Catarina, en Bairro Alto, te acoge junto a un buen número de personas que ya seguro llevan horas allí apostadas bebiendo, charlando y fumando. En el barrio de Alfama, desde cualquiera de sus miradores, las vistas son más amplias y se ve cómo parte de la ciudad va perdiendo sus colores. Pero desde la otra orilla del río, en Cacilhas, junto a naves y edificios abandonados, ves en total calma cómo toda Lisboa se ennegrece y el puente se ilumina con un sinfín de puntitos amarillos.
Cuando la oscuridad se impone sobre Lisboa, sobre todo en días nublados o con lluvia, se convierte en una ciudad sucia y sombría, rebosante de charcos y con ríos de agua. Sin embargo, y parece que es lo más habitual, cuando el sol brilla en todo lo alto y el cielo es de un azul muy vívido, entonces es cuando te quieres quedar a vivir en esta ciudad ―he de hacer un alto para decir que soy del sur―. Porque esa luz tan brillante y resplandeciente se refleja en los azulejos que visten las casas, o en los colores con los que han sido pintadas, y entonces se produce un festival de verdes, amarillos, azules, blancos y rojos. Y solo apetece pasear, observar e indagar. Pero cuando llega el momento de una nueva puesta de sol, entonces es mejor pararse allí donde se esté y no perderse ni un detalle. Porque, no sé qué pasa, pero en ese momento en el que el día se recoge, cuando la quietud se apodera de las aguas del Tajo, el azul claro de los días soleados se ve envuelto por un naranja centelleante que acaba por ser una franja en el horizonte y que va menguando a medida que el sol se va escondiendo; hasta que al final, aun cuando no hay rastro del sol, este sigue reflejando ese naranja, ahora de un tono más apagado, hasta que la noche cae y envuelve completamente la ciudad. Sólo entonces, date la vuelta para ver un cielo tintado de rosáceo con una enorme luna llena al fondo. Y siempre con una vista coronada por ese puente rojo tan característico de la ciudad y el Cristo Rei en la otra orilla.
Cais do Sodré, ese paseo junto al Tajo que se entiende desde la estación del mismo nombre hasta Praça do Comerço, es el mejor lugar para ver los atardeceres lisboetas. Aunque, obviamente, cualquier mirador es una perfecta elección para disfrutar de este momento. El de Santa Catarina, en Bairro Alto, te acoge junto a un buen número de personas que ya seguro llevan horas allí apostadas bebiendo, charlando y fumando. En el barrio de Alfama, desde cualquiera de sus miradores, las vistas son más amplias y se ve cómo parte de la ciudad va perdiendo sus colores. Pero desde la otra orilla del río, en Cacilhas, junto a naves y edificios abandonados, ves en total calma cómo toda Lisboa se ennegrece y el puente se ilumina con un sinfín de puntitos amarillos.
Fotografía de Laura Basanta.