Una nueva Lisboa se está haciendo hueco entre los vestigios que la vieja se esforzó tanto en levantar. El dinero que tiene Portugal está en la calle, se gasta en el día a día, en los cafés y en los pequeños caprichos que cada cual considere, pero en ningún caso se está invirtiendo en nuevas infraestructuras, en levantar la nueva ciudad o en reformar la vieja. Los edificios señoriales que un día hacían brillar sus azulejos impolutos están ahora deslucidos y ajados, pero lo que se empieza a guardar en ellos no tiene nada que ver con la capa de polvo que reina en sus fachadas, sino que nuevos e interesantes proyectos se nutren de esas “características” que los hacen más baratos y accesibles. Pero hay que tocar al timbre para conocer lo que desde hace un tiempo vienen guardando viejos inmuebles, fábricas en desuso o grandes depósitos olvidados. Como el Museo de la Electricidad, que utiliza la gran antigua central termoeléctrica a orillas del Tajo y que mantiene algunas de sus instalaciones como parte de la exposición permanente. Pero no me refería a este tipo de iniciativas, no a las que nacen con un buen montante de dinero de alguna gran empresa privada, sino a esos proyectos que surgen de la nada y que están conformados por gente como tú y como yo que “trabaja” a cambio de buenos momentos y no de un sueldo.
Las tripas de Lisboa rugen en carcasas carcomidas por el tiempo. Y todo está mezclado. Todo se confunde. Los jóvenes siguen disfrutando de las tradiciones que dejaron sus mayores y estos a su vez no se extrañan de lo nuevo, sino que lo hacen suyo. Porque señoras mayores, esas de edad indefinida y aspecto cansado, meriendan en cafeterías nuevas con aires de cadena inglesa. Mujeres de casi 50 años se unen a jóvenes de 25 para sacar adelante las más variopintas muestras culturales en un viejo almacén de las afueras que ellos mismos han reformado. Porque veo cada día a unos modernos subir y bajar en mi edificio pero al asomarme por la ventana un señor transporta un saco en su hombro mientras canta fado a pleno pulmón. Y porque los bares de la esquina atestados de parroquianos y con manteles de cuadros rojos son la primera e imprescindible elección de cualquier turista.
Lisboa es como una serie de muñecas rusas rellenas de diferentes esencias y ambientes. Y todo está permitido. Grafitis incluidos. Porque la ciudad está atestada de ellos y es el propio ayuntamiento quien promueve esta iniciativa: vecinos y propietarios pueden revitalizar sus fachadas, muros o paredes con la ayuda de estos artistas siempre que se comprometan a dejar las obras durante al menos tres meses. Todos salen ganando. Y si algún grafiti surge de la nada, entonces dicho departamento se encarga de catalogarla y archivarla. Y los hay mejores y peores. Porque todo vale. Porque cualquiera tiene un hueco en esta ciudad que tanto se mantiene fiel a sus raíces y que ha marcado un gran punto rojo en el oeste europeo como ciudad abierta, barata, acogedora, soleada, permisible y un largo etcétera de adjetivos que aún estoy tratando de descubrir.
Las tripas de Lisboa rugen en carcasas carcomidas por el tiempo. Y todo está mezclado. Todo se confunde. Los jóvenes siguen disfrutando de las tradiciones que dejaron sus mayores y estos a su vez no se extrañan de lo nuevo, sino que lo hacen suyo. Porque señoras mayores, esas de edad indefinida y aspecto cansado, meriendan en cafeterías nuevas con aires de cadena inglesa. Mujeres de casi 50 años se unen a jóvenes de 25 para sacar adelante las más variopintas muestras culturales en un viejo almacén de las afueras que ellos mismos han reformado. Porque veo cada día a unos modernos subir y bajar en mi edificio pero al asomarme por la ventana un señor transporta un saco en su hombro mientras canta fado a pleno pulmón. Y porque los bares de la esquina atestados de parroquianos y con manteles de cuadros rojos son la primera e imprescindible elección de cualquier turista.
Lisboa es como una serie de muñecas rusas rellenas de diferentes esencias y ambientes. Y todo está permitido. Grafitis incluidos. Porque la ciudad está atestada de ellos y es el propio ayuntamiento quien promueve esta iniciativa: vecinos y propietarios pueden revitalizar sus fachadas, muros o paredes con la ayuda de estos artistas siempre que se comprometan a dejar las obras durante al menos tres meses. Todos salen ganando. Y si algún grafiti surge de la nada, entonces dicho departamento se encarga de catalogarla y archivarla. Y los hay mejores y peores. Porque todo vale. Porque cualquiera tiene un hueco en esta ciudad que tanto se mantiene fiel a sus raíces y que ha marcado un gran punto rojo en el oeste europeo como ciudad abierta, barata, acogedora, soleada, permisible y un largo etcétera de adjetivos que aún estoy tratando de descubrir.
Fotografías de Eli Torres.