A mi madre no le gusta Lisboa. La encuentra demasiado cochambrosa y derruida. Y no le falta razón. Prefiere, por ejemplo, París; tan de postal, tan románticamente impuesta por el cine, tan bonita, tópica y típica. Y sigue sin faltarle razón. Pero es que Lisboa no es para eso. No es para hacerle turismo, no es para sentirse como en un decorado lleno de clichés al que hacerle fotos sin parar. Lisboa es para vivirla. Siempre que visito una ciudad me hago la pregunta de si la elegiría para vivir en ella algún día. Cuando vine hace ya algunos años no es que me invadiera un sí inmediato, sino que quise huir, saltarme la parte de la cámara de fotos al cuello y venirme enseguida con mis maletas. Ahora ya estoy aquí.
No sé lo que tanto me atrae de esta ciudad. Si me esfuerzo en mirarla desde los ojos de mi madre entiendo lo que quiere decir, la sensación que produce ver cientos de fachadas con los azulejos caídos; entonces yo también quiero irme a hacerle fotos a París. Pero lo que ella no sabe es que guarda cierta semejanza con mi infancia, hay muchos lugares y situaciones que me recuerdan a cuando era niña, a cuando ir hasta el barrio más lejano de mi pueblo me parecía la mejor de las aventuras. Junto a mi casa hay una pequeña tienda con el mostrador de madera en la que un señor vende productos… ¿de higiene? Creo. Dos diminutas ventanitas que hacen las veces de escaparate acogen un cuidadoso muestrario de peines, fregonas, esponjas de ducha, cremas y un sinfín de artículos que parecen llevar una eternidad en la misma posición. El cartel de la puerta dice que lleva abierta cien años. Eso es demasiado tiempo. Y es solo un ejemplo, pues Lisboa está llena de establecimientos en los que no limitarse tan solo a escoger algo y pagarlo, sino que hay que pedir, preguntar y charlar; como cuando era pequeña y la señora de un pequeño ultramarinos me preguntaba por mi abuela y yo me moría de la vergüenza.
Pero lo que más me chocó, lo que la mayoría de las veces me saca de quicio, pero que a la vez me hace cuestionarme en qué nos hemos convertido, es la información en Internet. Me explico: en este país no es tan fácil encontrar información sobre dónde hay una tienda de algo muy específico, o cuál es el horario de un bar, o cómo solicitar un curso de portugués para extranjeros que el propio ayuntamiento propone. La primera vez que me encontré con una página tipo años 90, plana, con colores estridentes y topitos que parpadeaban casi me caigo de espaldas. No, sino que hay que preguntar, indagar, patear la ciudad en busca y captura. Pero tampoco quiero exagerar, pues casi cualquier negocio está presente en las redes sociales y siempre es una esperanzadora vía de contacto.
Lisboa, al fin y al cabo, tiene un deje antiguo, de tiempos pasados: sus destartalados eléctricos, el desorden al conducir, los coches momentáneamente aparcados aun cortándole el paso a los tranvías, el poder dejar la basura en la puerta de casa o en la esquina de cualquier calle (lo que, en según qué situaciones, no es muy salubre), pequeñas nubes de mosquitos sobre las cajas de fruta del mercado cuando hace calor…, y ni qué decir tiene que se pueda seguir fumando en los bares, aunque parece que poco a poco se va eligiendo no hacerlo. En definitiva, esta ciudad tiene como una capa de polvo de la que parece no querer deshacerse.
PD: mis sensaciones darán paso en breve a pequeñas muestras de rincones lisboetas, por eso de que este blog no sirva para sacar al lector un “es cierto” (o todo lo contrario) tras la vuelta del viaje sino para coger algunos apuntes antes de preparar la mochila.
No sé lo que tanto me atrae de esta ciudad. Si me esfuerzo en mirarla desde los ojos de mi madre entiendo lo que quiere decir, la sensación que produce ver cientos de fachadas con los azulejos caídos; entonces yo también quiero irme a hacerle fotos a París. Pero lo que ella no sabe es que guarda cierta semejanza con mi infancia, hay muchos lugares y situaciones que me recuerdan a cuando era niña, a cuando ir hasta el barrio más lejano de mi pueblo me parecía la mejor de las aventuras. Junto a mi casa hay una pequeña tienda con el mostrador de madera en la que un señor vende productos… ¿de higiene? Creo. Dos diminutas ventanitas que hacen las veces de escaparate acogen un cuidadoso muestrario de peines, fregonas, esponjas de ducha, cremas y un sinfín de artículos que parecen llevar una eternidad en la misma posición. El cartel de la puerta dice que lleva abierta cien años. Eso es demasiado tiempo. Y es solo un ejemplo, pues Lisboa está llena de establecimientos en los que no limitarse tan solo a escoger algo y pagarlo, sino que hay que pedir, preguntar y charlar; como cuando era pequeña y la señora de un pequeño ultramarinos me preguntaba por mi abuela y yo me moría de la vergüenza.
Pero lo que más me chocó, lo que la mayoría de las veces me saca de quicio, pero que a la vez me hace cuestionarme en qué nos hemos convertido, es la información en Internet. Me explico: en este país no es tan fácil encontrar información sobre dónde hay una tienda de algo muy específico, o cuál es el horario de un bar, o cómo solicitar un curso de portugués para extranjeros que el propio ayuntamiento propone. La primera vez que me encontré con una página tipo años 90, plana, con colores estridentes y topitos que parpadeaban casi me caigo de espaldas. No, sino que hay que preguntar, indagar, patear la ciudad en busca y captura. Pero tampoco quiero exagerar, pues casi cualquier negocio está presente en las redes sociales y siempre es una esperanzadora vía de contacto.
Lisboa, al fin y al cabo, tiene un deje antiguo, de tiempos pasados: sus destartalados eléctricos, el desorden al conducir, los coches momentáneamente aparcados aun cortándole el paso a los tranvías, el poder dejar la basura en la puerta de casa o en la esquina de cualquier calle (lo que, en según qué situaciones, no es muy salubre), pequeñas nubes de mosquitos sobre las cajas de fruta del mercado cuando hace calor…, y ni qué decir tiene que se pueda seguir fumando en los bares, aunque parece que poco a poco se va eligiendo no hacerlo. En definitiva, esta ciudad tiene como una capa de polvo de la que parece no querer deshacerse.
PD: mis sensaciones darán paso en breve a pequeñas muestras de rincones lisboetas, por eso de que este blog no sirva para sacar al lector un “es cierto” (o todo lo contrario) tras la vuelta del viaje sino para coger algunos apuntes antes de preparar la mochila.
Fotografía de Laura Basanta.