Yo, microsiervo: precaridad en la pesadilla de Orwell
Por Mycroft. Publicado en el número 12 (diciembre 2019).
«¿Recuerdas cómo, en 1990, si usabas un teléfono celular en público, parecías un completo imbécil? Todos somos imbéciles ahora».
Douglas Coupland, JPod
Introducción
Durante unos años, un servidor se convirtió en nómada, temporero, mercenario y exiliado económico. Años de crisis y paro me llevaron a entrevistas de trabajo por Skype, envíos masivos de CV cual spam, entrevistas en ciudades extranjeras precedidas por noches en asépticos hoteles clónicos y esperas de trasbordos. Lo que descubrí después es que los trabajos que podía conseguir, especialmente los del Valle del Silicio deslocalizados, no hacían más que contribuir a hacer del mundo un lugar peor.
Si hoy es martes, usted está en México y tiene un problema
«La vista del mero viajero de los hombres y mujeres no es satisfactoria. Un hombre puede pasar su vida en trenes y restaurantes y no saber nada de la humanidad al final. Para saberlo, hay que ser actor y espectador. Uno debe cenar en casa, así como en restaurantes, debe abandonar el divertido juego de espiar en ventanas desconocidas para vivir tranquilamente, llanamente, sin entusiasmo en el interior».
Huxley
«Blake: ¡Deja ese café! El café es solo para los que cierran tratos».
David Mamet, Glengarry Glenn Rose
Mi primera experiencia laboral en el extranjero fue en Bruselas, y una de las cosas que aprendí es que Bruselas no es tan diferente de una diputación de provincias controlada por el cuñado del secretario del partido. Había un lobby en particular que ayudaba a empresas a conseguir subvenciones por proponer modelos de negocio «rompedores» para programas europeos (Horizonte 2020); the next big thing, el próximo Google, aunque tenía más visos de ser el próximo Terra o, glups, el próximo Growex.
Estos planes no los hacían personas, en el sentido tradicional del término, sino becarios organizados en red con la app Slack, de manera que ninguno tenía visión de conjunto, ni propósito o estrategia. Cada uno elaboraba una frase diseñada para encajar en lo que se quiere escuchar porque, de todos modos, era todo humo y espejos: parecer viable, no serlo.
Inmediatamente después entré en el fascinante mundo de la economía «colaborativa» (o autoexplotativa, más bien), en el sector de la atención al consumidor. Sector de la «hospitalidad». Digamos que a la compañía le asignaremos el alias Windvmv. La primera sesión del entrenamiento fue paradigmática. Nos hablaron de los valores de la empresa. Como empleado, «capitanea la misión», «has de ser tú mismo un anfitrión», «abraza la aventura» y otros principios New Age sometidos a copyright.
Fascinante. Pronto fue evidente que no se trataba de colaborar en nada o de ser hospitalario. Las clases medias que conservan propiedades pero quedan pauperizadas se ven abocadas a autoexplotar el único recurso que tienen. Lo hacen a menudo en un sistema paralelo al tradicional-legal porque, oh, sorpresa, se agarran a la tributación laxa y a la opacidad de tu socio, quien de todas formas tributa como corporación en los resquicios del sistema.
Las ciudades se vacían de personas reales y se llenan de «experiencias». Si hay un terremoto en México, es fácil que le digas por teléfono a un pobre estudiante que, bueno, la política de cancelación es la que es.
Pero centrémonos en la experiencia de vivir de cerca el entorno clónico de Silicon Valley con sueldos precarios, el mantra corporativo, los sistemas de pago y de comunicación digitales e impersonales, la evidencia de que el servicio de outsourcing perjudica al consumidor y diluye responsabilidades, minimiza gastos, se organiza en torno a métricas delirantes que son públicas en el departamento y dejan a cada uno como un empleado en competencia del Glengarry Glenn Rose, de Mamet, y llena hangares enteros de personal altamente formado que se quema rápidamente y que son, en términos de Edd Gent, los «trabajadores fantasma» de las empresas tecnológicas. Esa experiencia fue toda una revelación personal.
En las entrañas del Gran Hermano
«Cuidado con la invasión corporativa de la memoria privada».
Douglas Coupland, Microserfs
«Como ya no había un horizonte hacia el cual precipitarse, los inventarían falsos, horizontes sustitutos».
Paul Virilio, La bomba de información
Sin duda, la prueba de fuego del trabajador fantasma tecnológico es meterse de lleno en la boca del lobo, en la moderación de comentarios de redes sociales; en mi caso, anuncios comerciales (limitar el alcohol al público objetivo, retirar tratamientos milagro engañosos. ¿Suena razonable?
Lo suena, pero no es lo que parece), no una flagrante amenaza a la privacidad como otros compañeros sí alcanzaron. ¿Cómo he despertado con tamaños compañeros de cama? Uno ha de recordar la cita de Brecht: primero es comer, luego ya vendrá la política.
Diríjase a un país roto por la crisis, puesto de rodillas por la troika, un suburbio que podría ser Atenas, o Detroit, o Hong Kong. Sea alojado en una habitación de hotel a gastos pagados dos semanas. La corporación le pondrá en contacto con agentes inmobiliarios locales que parecen mobiliario de oficina; no harán nada por usted. Ponga al servicio de una gran corporación de redes sociales sus conocimientos, sus habilidades, sus potenciales.
En principio contratado para la salvaguarda de un civismo en los contenidos, pronto queda claro que los criterios son alarmantemente arbitrarios o, quizá peor, que responden a lógicas que no comprendemos. Y dese cuenta de que su trabajo no es etiquetar contenidos. Es enseñar a la IA (inteligencia artificial) cómo un ser humano etiqueta un contenido. Es una rata de laboratorio en su laberinto. ¿Es eso un pezón o una mancha? ¿Es esta palabra ofensiva o en ciertos países se ha incorporado a lo coloquial? ¿Está seguro de que no es un pezón? ¿Existe el porno de dinosaurios? ¿Deberíamos bloquearlo, o restringirlo a mayores de edad?
En su artículo de agosto de 2019 para BBC, Gent menciona el testimonio de Shawn Speagle, moderador de Facebook, empleado por el outsourcing Cognizant, uno de los jugadores más fuertes a un juego en que los salarios pueden ir, en función del contratante y del país de la deslocalización, de los 2 a los 40 dólares por hora: «Por 15 dólares a la hora, se enfrentaba a videos de tortura animal o pornografía infantil, y debía verlos completos, incluso aunque hubiesen saltado a su sistema en otras ocasiones, decenas de veces. Peor, inexplicables y aparentemente arbitrarios cambios de políticas significaban que quizá había que dejar el material online…». No pudo alertar jamás a las autoridades ni tiene constancia de que Facebook lo hiciera. Periódicamente, este tipo de compañías, según Gent, despide a cantidades ingentes de sus trabajadores por ser más fácil entrenar a nuevos reclutas que borrar la programación que han hecho en los antiguos. Personalmente, me ha hecho recapacitar acerca de las necesidades creadas y de las lógicas de captación de información minimizando mi presencia en la red.
Y toda la maquinaria va, y la empresa, pongamos que se llame CaraLibro, de Zack Muckenberg (recomiendo el documental El gran hackeo, de Karim Amer y Jehane Noujaim, con estrellas invitadas de la Alt-right), está en las noticias por filtrar datos, por geolocalizar perfiles de consumo, por participar en ataques selectivos de marketing armado transgrediendo sus propias normas y las normas de protección de datos de varias legislaciones.
Y mañana ya no estás viendo pezones, o marcas chinas falsas, a propuesta de los socios de CaraLibro, que quieren restringir la réplica. Estás decidiendo sobre casinos online, ferias de armas en USA, noticias clickbait sobre qué pasó a continuación de la matanza de unos turistas y, finalmente, y en base al criterio establecido por la matriz, decidiendo sobre anuncios de campañas políticas. Se suponía no poder caer más bajo. Hasta que...
Hemos venido aquí a jugar. ¡La caja! ¡Queremos la caja!
«… vamos, que es ideal cuando la propia víctima se alegra de que la lleven al matadero».
Fiodor Dostoievski, El Jugador
«Al apostar, muchos deben perder para que unos pocos ganen».
George Bernard Shaw
En Atenas, una ciudad devastada, tenía la maleta lista todo el tiempo durante aquellos seis meses de redes sociales, de etiquetar, de espionaje, de objetivos, de métricas y de criterios absurdos. El estado de la nación y sus gentes daría para otro artículo. Fui a Eleonas Camp con ánimo de hacer un reportaje fotográfico y me pudo el pudor y lo que parecía la intromisión a una dignidad por la que que había que luchar todos los días.
Puede decirse que tomé al vuelo una oferta muy sustanciosa en una plataforma de entretenimiento y apuestas online, en la atención al cliente, en Camden Town, Londres, con vistas a migrar a Ciudad del Cabo. ¿Cuán malo podía ser aquello? Simplemente eran passwords, pagos no aceptados y el tipo de asuntos que uno recibe en cualquier negocio.Error. En el curso, aquella gente encantadora confesaba una serie de extremos acerca del protocolo para amenazas de suicidio que me puso en guardia. De nuevo, en una amable cultura corporativa con sus valores, su «vendemos entretenimiento», su diferenciación del mundo de los adictos que tienen un problema y los jugadores sanos. En las pocas interacciones que tuve aquel mes, no vi ningún ejemplo de jugador sano. Fueron sin duda los clientes más difíciles que he atendido porque básicamente los principios eran los mismos que los de un narcotraficante: no hay dosis gratis. Y las que hay, tienen unas condiciones tales que hacen imposible convertirlas en dinero sin jugar un número de veces tan elevado que las probabilidades ya se encargan del resto.
Como microsiervo, estaba al otro lado de la pantalla de todos los solitarios hipnotizados por los ases de picas, los píxeles; personas con familia que se pasaban horas en tragaperras virtuales de suntuosos colores, con logos de las series del momento, al menos aquellos cuyas licencias estaban al alcance. Jubiladas cuyo único amigo era el sonido de un Las Vegas miniaturizado, colocado al alcance de un click y personalizado. Desempleados cuyas mañanas se componían de seguir cinco partidos en directo de deportes de los que nunca habían escuchado hablar, como el cricket, para que su apuesta combinada se convirtiera de pronto en un billete dorado de Willy Wonka.
Adivinen. No hay billete dorado. Dejé el trabajo mejor pagado que he tenido a la menor ocasión y me fui a ser un operario más de una de las mayores fábricas del mundo. No, no caí en las redes del villano Bond Bezos, sino en la competencia, con un nivel razonable de equilibrio entre el servilismo del trabajador digital vendiendo humo de la nube electrónica y el comercio auténtico honrado, justo y a la antigua usanza. Di con mis huesos en una vieja web de los 90 comprada por un gigante y por una vez no estaba vendiendo productos que no necesitamos, necesidades creadas o consumismo de viernes negro. Era intermediario entre gentes metidas en la industria de las piezas de motor.
Me había convertido en un tendero más o menos honrado de los coches usados norteamericanos. Era Frank el Honrado. Aunque deslocalizado, y con la contabilidad siendo improvisada en una oficina china, dedicándome más que nada a apagar fuegos digitales. Vivía en un país periférico de Europa disciplinado por la troika, pero más próximo, acogedor, humano. Aquellas noches lisboetas fueron mi última, hasta ahora, experiencia como temporero digital.
Douglas Coupland, JPod
Introducción
Durante unos años, un servidor se convirtió en nómada, temporero, mercenario y exiliado económico. Años de crisis y paro me llevaron a entrevistas de trabajo por Skype, envíos masivos de CV cual spam, entrevistas en ciudades extranjeras precedidas por noches en asépticos hoteles clónicos y esperas de trasbordos. Lo que descubrí después es que los trabajos que podía conseguir, especialmente los del Valle del Silicio deslocalizados, no hacían más que contribuir a hacer del mundo un lugar peor.
Si hoy es martes, usted está en México y tiene un problema
«La vista del mero viajero de los hombres y mujeres no es satisfactoria. Un hombre puede pasar su vida en trenes y restaurantes y no saber nada de la humanidad al final. Para saberlo, hay que ser actor y espectador. Uno debe cenar en casa, así como en restaurantes, debe abandonar el divertido juego de espiar en ventanas desconocidas para vivir tranquilamente, llanamente, sin entusiasmo en el interior».
Huxley
«Blake: ¡Deja ese café! El café es solo para los que cierran tratos».
David Mamet, Glengarry Glenn Rose
Mi primera experiencia laboral en el extranjero fue en Bruselas, y una de las cosas que aprendí es que Bruselas no es tan diferente de una diputación de provincias controlada por el cuñado del secretario del partido. Había un lobby en particular que ayudaba a empresas a conseguir subvenciones por proponer modelos de negocio «rompedores» para programas europeos (Horizonte 2020); the next big thing, el próximo Google, aunque tenía más visos de ser el próximo Terra o, glups, el próximo Growex.
Estos planes no los hacían personas, en el sentido tradicional del término, sino becarios organizados en red con la app Slack, de manera que ninguno tenía visión de conjunto, ni propósito o estrategia. Cada uno elaboraba una frase diseñada para encajar en lo que se quiere escuchar porque, de todos modos, era todo humo y espejos: parecer viable, no serlo.
Inmediatamente después entré en el fascinante mundo de la economía «colaborativa» (o autoexplotativa, más bien), en el sector de la atención al consumidor. Sector de la «hospitalidad». Digamos que a la compañía le asignaremos el alias Windvmv. La primera sesión del entrenamiento fue paradigmática. Nos hablaron de los valores de la empresa. Como empleado, «capitanea la misión», «has de ser tú mismo un anfitrión», «abraza la aventura» y otros principios New Age sometidos a copyright.
Fascinante. Pronto fue evidente que no se trataba de colaborar en nada o de ser hospitalario. Las clases medias que conservan propiedades pero quedan pauperizadas se ven abocadas a autoexplotar el único recurso que tienen. Lo hacen a menudo en un sistema paralelo al tradicional-legal porque, oh, sorpresa, se agarran a la tributación laxa y a la opacidad de tu socio, quien de todas formas tributa como corporación en los resquicios del sistema.
Las ciudades se vacían de personas reales y se llenan de «experiencias». Si hay un terremoto en México, es fácil que le digas por teléfono a un pobre estudiante que, bueno, la política de cancelación es la que es.
Pero centrémonos en la experiencia de vivir de cerca el entorno clónico de Silicon Valley con sueldos precarios, el mantra corporativo, los sistemas de pago y de comunicación digitales e impersonales, la evidencia de que el servicio de outsourcing perjudica al consumidor y diluye responsabilidades, minimiza gastos, se organiza en torno a métricas delirantes que son públicas en el departamento y dejan a cada uno como un empleado en competencia del Glengarry Glenn Rose, de Mamet, y llena hangares enteros de personal altamente formado que se quema rápidamente y que son, en términos de Edd Gent, los «trabajadores fantasma» de las empresas tecnológicas. Esa experiencia fue toda una revelación personal.
En las entrañas del Gran Hermano
«Cuidado con la invasión corporativa de la memoria privada».
Douglas Coupland, Microserfs
«Como ya no había un horizonte hacia el cual precipitarse, los inventarían falsos, horizontes sustitutos».
Paul Virilio, La bomba de información
Sin duda, la prueba de fuego del trabajador fantasma tecnológico es meterse de lleno en la boca del lobo, en la moderación de comentarios de redes sociales; en mi caso, anuncios comerciales (limitar el alcohol al público objetivo, retirar tratamientos milagro engañosos. ¿Suena razonable?
Lo suena, pero no es lo que parece), no una flagrante amenaza a la privacidad como otros compañeros sí alcanzaron. ¿Cómo he despertado con tamaños compañeros de cama? Uno ha de recordar la cita de Brecht: primero es comer, luego ya vendrá la política.
Diríjase a un país roto por la crisis, puesto de rodillas por la troika, un suburbio que podría ser Atenas, o Detroit, o Hong Kong. Sea alojado en una habitación de hotel a gastos pagados dos semanas. La corporación le pondrá en contacto con agentes inmobiliarios locales que parecen mobiliario de oficina; no harán nada por usted. Ponga al servicio de una gran corporación de redes sociales sus conocimientos, sus habilidades, sus potenciales.
En principio contratado para la salvaguarda de un civismo en los contenidos, pronto queda claro que los criterios son alarmantemente arbitrarios o, quizá peor, que responden a lógicas que no comprendemos. Y dese cuenta de que su trabajo no es etiquetar contenidos. Es enseñar a la IA (inteligencia artificial) cómo un ser humano etiqueta un contenido. Es una rata de laboratorio en su laberinto. ¿Es eso un pezón o una mancha? ¿Es esta palabra ofensiva o en ciertos países se ha incorporado a lo coloquial? ¿Está seguro de que no es un pezón? ¿Existe el porno de dinosaurios? ¿Deberíamos bloquearlo, o restringirlo a mayores de edad?
En su artículo de agosto de 2019 para BBC, Gent menciona el testimonio de Shawn Speagle, moderador de Facebook, empleado por el outsourcing Cognizant, uno de los jugadores más fuertes a un juego en que los salarios pueden ir, en función del contratante y del país de la deslocalización, de los 2 a los 40 dólares por hora: «Por 15 dólares a la hora, se enfrentaba a videos de tortura animal o pornografía infantil, y debía verlos completos, incluso aunque hubiesen saltado a su sistema en otras ocasiones, decenas de veces. Peor, inexplicables y aparentemente arbitrarios cambios de políticas significaban que quizá había que dejar el material online…». No pudo alertar jamás a las autoridades ni tiene constancia de que Facebook lo hiciera. Periódicamente, este tipo de compañías, según Gent, despide a cantidades ingentes de sus trabajadores por ser más fácil entrenar a nuevos reclutas que borrar la programación que han hecho en los antiguos. Personalmente, me ha hecho recapacitar acerca de las necesidades creadas y de las lógicas de captación de información minimizando mi presencia en la red.
Y toda la maquinaria va, y la empresa, pongamos que se llame CaraLibro, de Zack Muckenberg (recomiendo el documental El gran hackeo, de Karim Amer y Jehane Noujaim, con estrellas invitadas de la Alt-right), está en las noticias por filtrar datos, por geolocalizar perfiles de consumo, por participar en ataques selectivos de marketing armado transgrediendo sus propias normas y las normas de protección de datos de varias legislaciones.
Y mañana ya no estás viendo pezones, o marcas chinas falsas, a propuesta de los socios de CaraLibro, que quieren restringir la réplica. Estás decidiendo sobre casinos online, ferias de armas en USA, noticias clickbait sobre qué pasó a continuación de la matanza de unos turistas y, finalmente, y en base al criterio establecido por la matriz, decidiendo sobre anuncios de campañas políticas. Se suponía no poder caer más bajo. Hasta que...
Hemos venido aquí a jugar. ¡La caja! ¡Queremos la caja!
«… vamos, que es ideal cuando la propia víctima se alegra de que la lleven al matadero».
Fiodor Dostoievski, El Jugador
«Al apostar, muchos deben perder para que unos pocos ganen».
George Bernard Shaw
En Atenas, una ciudad devastada, tenía la maleta lista todo el tiempo durante aquellos seis meses de redes sociales, de etiquetar, de espionaje, de objetivos, de métricas y de criterios absurdos. El estado de la nación y sus gentes daría para otro artículo. Fui a Eleonas Camp con ánimo de hacer un reportaje fotográfico y me pudo el pudor y lo que parecía la intromisión a una dignidad por la que que había que luchar todos los días.
Puede decirse que tomé al vuelo una oferta muy sustanciosa en una plataforma de entretenimiento y apuestas online, en la atención al cliente, en Camden Town, Londres, con vistas a migrar a Ciudad del Cabo. ¿Cuán malo podía ser aquello? Simplemente eran passwords, pagos no aceptados y el tipo de asuntos que uno recibe en cualquier negocio.Error. En el curso, aquella gente encantadora confesaba una serie de extremos acerca del protocolo para amenazas de suicidio que me puso en guardia. De nuevo, en una amable cultura corporativa con sus valores, su «vendemos entretenimiento», su diferenciación del mundo de los adictos que tienen un problema y los jugadores sanos. En las pocas interacciones que tuve aquel mes, no vi ningún ejemplo de jugador sano. Fueron sin duda los clientes más difíciles que he atendido porque básicamente los principios eran los mismos que los de un narcotraficante: no hay dosis gratis. Y las que hay, tienen unas condiciones tales que hacen imposible convertirlas en dinero sin jugar un número de veces tan elevado que las probabilidades ya se encargan del resto.
Como microsiervo, estaba al otro lado de la pantalla de todos los solitarios hipnotizados por los ases de picas, los píxeles; personas con familia que se pasaban horas en tragaperras virtuales de suntuosos colores, con logos de las series del momento, al menos aquellos cuyas licencias estaban al alcance. Jubiladas cuyo único amigo era el sonido de un Las Vegas miniaturizado, colocado al alcance de un click y personalizado. Desempleados cuyas mañanas se componían de seguir cinco partidos en directo de deportes de los que nunca habían escuchado hablar, como el cricket, para que su apuesta combinada se convirtiera de pronto en un billete dorado de Willy Wonka.
Adivinen. No hay billete dorado. Dejé el trabajo mejor pagado que he tenido a la menor ocasión y me fui a ser un operario más de una de las mayores fábricas del mundo. No, no caí en las redes del villano Bond Bezos, sino en la competencia, con un nivel razonable de equilibrio entre el servilismo del trabajador digital vendiendo humo de la nube electrónica y el comercio auténtico honrado, justo y a la antigua usanza. Di con mis huesos en una vieja web de los 90 comprada por un gigante y por una vez no estaba vendiendo productos que no necesitamos, necesidades creadas o consumismo de viernes negro. Era intermediario entre gentes metidas en la industria de las piezas de motor.
Me había convertido en un tendero más o menos honrado de los coches usados norteamericanos. Era Frank el Honrado. Aunque deslocalizado, y con la contabilidad siendo improvisada en una oficina china, dedicándome más que nada a apagar fuegos digitales. Vivía en un país periférico de Europa disciplinado por la troika, pero más próximo, acogedor, humano. Aquellas noches lisboetas fueron mi última, hasta ahora, experiencia como temporero digital.