Una mirada lenta al sudeste de Asia
Texto por Vanessa Power Matteo. Fotografías de Luis Maldonado Moncada. Publicado en el número 10 (noviembre 2017).
Todavía recuerdo la sensación al bajarme de aquel avión cuyo trayecto parecía interminable. Pisé el aeropuerto de Bangkok y una ráfaga de clima tropical y desorden de ese llamado tercer mundo invadió todos mis sentidos. Me vi confundida, me peleaba entre la nostalgia de sentir ese calor húmedo del trópico donde nací y la alegría desbordada de cumplir un sueño que llevaba años retumbando en nuestras cabezas: Luis y yo estábamos por fin en Asia.
Atrás había quedado el escritorio de oficina al cual estuvimos atados por muchos años, los muebles de una casa que fue nuestro hogar y que al final terminaron siendo solo eso, muebles. Solo teníamos una mochila de catorce kilos a cuestas y unas ganas rabiosas de recorrer el mundo y no rendirle cuentas a nadie. El hogar lo llevábamos dentro y más adelante entenderíamos que lo podíamos instalar en cualquier sitio.
Llegamos a Asia y se nos tambaleó el alma; teníamos frente a nosotros una libertad ansiada y un continente pasmosamente extraordinario. A partir de ese momento dejamos que nos guiara nuestra intuición, que la vida misma nos llevara de la mano y nos fuese alejando de rutinas y prejuicios.
Llegar a Tailandia fue toda una revelación a la vez que una contradicción: sentíamos todo tan lejano y a la vez tan cercano. Entender lo que nos decían era una tarea ardua; sin embargo, reconocíamos ese viento tropical, las flores de hibisco coloridas, el verde incansable y abundante que nos acompañaron por muchos años de nuestras vidas por allá cerca del mar Caribe.
Veíamos nuestras raíces en cada fruta, sentíamos el olor característico de esos lugares donde reinan el calor y las flores salvajes. Allí, en el otro lado del mundo, fuimos a reencontrarnos, sin saberlo, con mucho de lo que ya conocíamos, aunque allí haya ojos achinados y vocablos imposibles. Tailandia, durante sesenta días, nos habló de budismo, de una estética impecable y de gente que parece tener la sonrisa tallada en el rostro.
Recorrimos el país budista de norte a sur, pasando por selvas tupidas, ciudades caóticas y llenas de templos. Nos subimos a sus trenes de catorce horas de recorrido, navegamos por el mar de Andamán en un barco al que le crujía cada esquina y atravesamos la anarquía de las calles de Bangkok en buses donde todos sus pasajeros gritaban en tailandés. Rápidamente declaramos nuestro amor a Tailandia y aún hoy el olor de su curry con leche de coco nos acompaña.
Un par de meses más tarde, llegaba el momento de cruzar la frontera hacia Malasia. Malentendidos en medio de sellos, pasaportes, largas colas y un calor abrasador nos llevaron a pensar por unas horas que el segundo país de nuestra ruta asiática no nos abriría las puertas. Una tailandesa musulmana de sonrisa pacífica y velo en el pelo se convirtió en nuestra heroína sin nombre.
Pisamos Malasia y nos enamoramos perdidamente de su diversidad, sus calles que albergan templos chinos a la vez que mezquitas musulmanas. Durante los más de noventa días que lo recorrimos, ese país nos enseñó que no importa cuán abierta tengamos la mente, siempre hay cabida para abrirla un poco más. En Malasia aprendimos que hablar malayo puede no ser tan complicado, que el té negro con leche condensada es adictivo, que hay inciensos del tamaño de una persona y que las Torres Petronas emocionan a cualquiera.
Vivimos el año nuevo chino rodeados de luces, dragones danzantes, lámparas rojas de papel y gente contenta. Quedamos pasmados ante los treinta y siete metros de estatua que erigieron para la diosa Kuan Yin en la isla de Penang. Vivimos de cerca el ramadán y la fe musulmana a la par que disfrutamos con gente local de los banquetes de comida que empezaban justo cuando el sol se ocultaba. Nos perdimos entre enormes plantaciones de té que nos regalaron un verde intenso que jamás olvidaremos.
Al irnos de Malasia, le tocó el turno a Singapur, ese pequeño gigante que es moderno a rabiar, donde mascar chicle estuvo prohibido por años y las calles presumen de pulcritud. Los edificios batallan entre ellos por ganarse la medalla al más innovador y la lista de prohibiciones por parte de un gobierno autoritario es casi tan larga como su bahía.
Todavía nos encandilan las luces de sus edificios, las vitrinas de lujo y nos apabulla el recuerdo de aquel hotel de más de ocho billones de euros y 2500 habitaciones que parecía desplomarse encima de ti cuando te inclinabas para verlo. Sin embargo, también nos acompañan recuerdos de un Singapur auténtico, con profundas raíces chinas, con su barrio indio colorido y un chicken rice para chuparse los dedos.
Cruzamos el mar de Java y dejamos atrás el centro del sudeste asiático para encontrarnos con el país que nos removió el alma y que aún hoy, después de meses de haber salido de él, resuena en nuestros pensamientos y nos acelera el ritmo cardíaco. Indonesia nos tocó en lo más profundo; nos sirvió de catarsis, nos dio una bienvenida caótica que a su vez sirvió de preámbulo para uno de los recorridos más maravillosos que hemos tenido por el país que se convertiría en nuestro eterno favorito.
Allí nos sentimos minúsculos entre templos antiguos y volcanes que nos dejaron perplejos. Prambanan, un conjunto de templos hinduistas en medio del país con la población musulmana más extensa del planeta, te muestra no solo diversidad sino también lo que es capaz de construir el hombre con tal de enviarles un mensaje claro a sus dioses.
Cuando parece que nada pudiese ganarle a lo que acabas de ver, te topas con Borobudur, el templo budista más grande del mundo, el cual te hace hiperventilar y reafirmar que es mejor dejar que no te lo cuenten, verlo con tus propios ojos no se compara con nada.
En Indonesia conocimos e intimamos con gente nativa, reafirmando nuestra teoría de que donde hay amor no importa religión, idioma o creencia; el lenguaje de las sonrisas es universal. Nos despertábamos al son del llamado al rezo musulmán, le escribíamos cartas de amor a la isla de Bali y logramos sentirnos dueños por varios días de playas desiertas de color turquesa brillante. Caminábamos por las calles incrédulos ante tantos indonesios que, al vernos foráneos, nos pedían tomarse fotos con nosotros como si de dos actores hollywoodenses se tratara.
Subimos a la cima de un volcán para extasiarnos con el contraste de colores entre un lago azul y rocas de un amarillo casi fluorescente que ardían llenas de azufre. Describir la subida a la cima y la belleza que rodea al Kawah Ijen es prácticamente imposible. Ninguna foto le haría justicia y mucho menos una descripción escrita por muy poética que fuera.
Aunque maravillados con su hermosura aplastante, también conocimos de cerca la realidad de trabajadores explotados que bajan al cráter del volcán sin ningún tipo de protección, aspirando gases tóxicos para luego subir llevando a cuestas ochenta kilos de azufre en cada viaje hasta la cima. Nos sentimos ridículos al quejarnos de nuestras vidas o trabajos mientras estos seres humanos tienen una esperanza de vida de no más de cuarenta y cinco años y las espaldas deformadas antes de los treinta. Todo esto para que ese azufre llegue a parar en nuestras casas en forma de fertilizantes o insecticidas.
Dejando un trozo de corazón en el país de las 17.000 islas, nos fuimos a Filipinas en búsqueda de más agua salada. En Manila nos encontramos una Asia llena de vocablos españoles, iglesias católicas y restaurantes de comida rápida al más puro estilo made in USA. Recordamos la anarquía que reina en algunas ciudades de Latinoamérica y llegamos a creer por unos minutos que nuestro avión se había desviado al otro lado del mundo.
Huimos despavoridos de la capital para ir a ver con nuestros propios ojos lo generosa que ha sido la naturaleza con Filipinas al regalarle unos paisajes de escándalo, de esos que no se te borran de la retina ni queriendo. Comíamos mangos a cualquier hora del día, atravesábamos islas en buses minúsculos, sin aire acondicionado, atestados de vendedores ambulantes y de filipinos que se reían al ver que nuestras largas piernas no estaban hechas para sus medios de transporte.
En Filipinas nos costó sentir una conexión real con el lugar, todo dejó de fluir como lo venía haciendo hasta que la vida y alguna que otra causalidad se encargaron de mostrarnos una isla que hasta el sol de hoy nos saca largas sonrisas y suspiros. Mucho nos costará olvidar esos días de aguas transparentes, donde el trabajo diario era contar medusas y estrellas de mar; donde los niños recogían erizos, nos los daban a probar para luego mantener largas conversaciones en idiomas inventados.
En este país insular nos reencontramos con el pan, ese eterno ausente en gran parte de Asia. Pedíamos chicken adobo en cada carindería visitada, nos reíamos ante los carteles de “mais con yelo”, tomábamos helado morado de un tubérculo llamado ube y saltábamos de isla en isla sin poder decidir cuál era más paradisíaca.
Con los dedos arrugados de tanta agua y cansados de macerarnos en sal y arena, dimos un salto hacia la selva con más biodiversidad del planeta. En la isla de Borneo brincamos de alegría al ver por primera vez en nuestra vida orangutanes sin rejas de por medio. Nos maravillamos viendo a monos narigudos y presenciando el encuentro entre el mar, la montaña y los bosques en el parque nacional Bako. Nos perdimos en las profundidades de una selva salvaje y majestuosa. Esa selva que por negligencia del ser humano hoy se ve amenazada y podría desaparecer en el año 2020 si no paramos la barbarie y hacemos algo por cambiar las estadísticas de espanto.
Todavía nos encandilan las luces de sus edificios, las vitrinas de lujo y nos apabulla el recuerdo de aquel hotel de más de ocho billones de euros y 2500 habitaciones que parecía desplomarse encima de ti cuando te inclinabas para verlo. Sin embargo, también nos acompañan recuerdos de un Singapur auténtico, con profundas raíces chinas, con su barrio indio colorido y un chicken rice para chuparse los dedos.
Cruzamos el mar de Java y dejamos atrás el centro del sudeste asiático para encontrarnos con el país que nos removió el alma y que aún hoy, después de meses de haber salido de él, resuena en nuestros pensamientos y nos acelera el ritmo cardíaco. Indonesia nos tocó en lo más profundo; nos sirvió de catarsis, nos dio una bienvenida caótica que a su vez sirvió de preámbulo para uno de los recorridos más maravillosos que hemos tenido por el país que se convertiría en nuestro eterno favorito.
Allí nos sentimos minúsculos entre templos antiguos y volcanes que nos dejaron perplejos. Prambanan, un conjunto de templos hinduistas en medio del país con la población musulmana más extensa del planeta, te muestra no solo diversidad sino también lo que es capaz de construir el hombre con tal de enviarles un mensaje claro a sus dioses.
Cuando parece que nada pudiese ganarle a lo que acabas de ver, te topas con Borobudur, el templo budista más grande del mundo, el cual te hace hiperventilar y reafirmar que es mejor dejar que no te lo cuenten, verlo con tus propios ojos no se compara con nada.
En Indonesia conocimos e intimamos con gente nativa, reafirmando nuestra teoría de que donde hay amor no importa religión, idioma o creencia; el lenguaje de las sonrisas es universal. Nos despertábamos al son del llamado al rezo musulmán, le escribíamos cartas de amor a la isla de Bali y logramos sentirnos dueños por varios días de playas desiertas de color turquesa brillante. Caminábamos por las calles incrédulos ante tantos indonesios que, al vernos foráneos, nos pedían tomarse fotos con nosotros como si de dos actores hollywoodenses se tratara.
Subimos a la cima de un volcán para extasiarnos con el contraste de colores entre un lago azul y rocas de un amarillo casi fluorescente que ardían llenas de azufre. Describir la subida a la cima y la belleza que rodea al Kawah Ijen es prácticamente imposible. Ninguna foto le haría justicia y mucho menos una descripción escrita por muy poética que fuera.
Aunque maravillados con su hermosura aplastante, también conocimos de cerca la realidad de trabajadores explotados que bajan al cráter del volcán sin ningún tipo de protección, aspirando gases tóxicos para luego subir llevando a cuestas ochenta kilos de azufre en cada viaje hasta la cima. Nos sentimos ridículos al quejarnos de nuestras vidas o trabajos mientras estos seres humanos tienen una esperanza de vida de no más de cuarenta y cinco años y las espaldas deformadas antes de los treinta. Todo esto para que ese azufre llegue a parar en nuestras casas en forma de fertilizantes o insecticidas.
Dejando un trozo de corazón en el país de las 17.000 islas, nos fuimos a Filipinas en búsqueda de más agua salada. En Manila nos encontramos una Asia llena de vocablos españoles, iglesias católicas y restaurantes de comida rápida al más puro estilo made in USA. Recordamos la anarquía que reina en algunas ciudades de Latinoamérica y llegamos a creer por unos minutos que nuestro avión se había desviado al otro lado del mundo.
Huimos despavoridos de la capital para ir a ver con nuestros propios ojos lo generosa que ha sido la naturaleza con Filipinas al regalarle unos paisajes de escándalo, de esos que no se te borran de la retina ni queriendo. Comíamos mangos a cualquier hora del día, atravesábamos islas en buses minúsculos, sin aire acondicionado, atestados de vendedores ambulantes y de filipinos que se reían al ver que nuestras largas piernas no estaban hechas para sus medios de transporte.
En Filipinas nos costó sentir una conexión real con el lugar, todo dejó de fluir como lo venía haciendo hasta que la vida y alguna que otra causalidad se encargaron de mostrarnos una isla que hasta el sol de hoy nos saca largas sonrisas y suspiros. Mucho nos costará olvidar esos días de aguas transparentes, donde el trabajo diario era contar medusas y estrellas de mar; donde los niños recogían erizos, nos los daban a probar para luego mantener largas conversaciones en idiomas inventados.
En este país insular nos reencontramos con el pan, ese eterno ausente en gran parte de Asia. Pedíamos chicken adobo en cada carindería visitada, nos reíamos ante los carteles de “mais con yelo”, tomábamos helado morado de un tubérculo llamado ube y saltábamos de isla en isla sin poder decidir cuál era más paradisíaca.
Con los dedos arrugados de tanta agua y cansados de macerarnos en sal y arena, dimos un salto hacia la selva con más biodiversidad del planeta. En la isla de Borneo brincamos de alegría al ver por primera vez en nuestra vida orangutanes sin rejas de por medio. Nos maravillamos viendo a monos narigudos y presenciando el encuentro entre el mar, la montaña y los bosques en el parque nacional Bako. Nos perdimos en las profundidades de una selva salvaje y majestuosa. Esa selva que por negligencia del ser humano hoy se ve amenazada y podría desaparecer en el año 2020 si no paramos la barbarie y hacemos algo por cambiar las estadísticas de espanto.
Salimos del Borneo malasio rumbo a Camboya para encontrarnos con sus calles repletas de polvo, pobreza por doquier y un pueblo que pide a gritos que no se eche al olvido su historia y toda la masacre llevada a cabo por los Jemeres Rojos. Escuchamos testimonios de gente que lo perdió todo, que vivió la crudeza de un ejército sin piedad pero también presenciamos las ganas que tiene el camboyano de seguir luchando, de perdonar pero no olvidar.
En Camboya nos topamos con una de las joyas más relucientes de todo el planeta: la ciudad antigua de Angkor. La recorrimos durante tres días subidos a una bicicleta que rechinaba, andando por caminos interminables bajo un sol inclemente; pero es que nada es demasiado duro cuando de experimentar la magia de Angkor se trata. Ese lugar donde durante años la naturaleza sirvió de protectora para una arquitectura perfecta y que despide tanto misticismo y grandeza; te pone la piel de gallina.
En el país situado entre Tailandia, Vietnam y Laos, recorrimos pueblos rurales mientras aprendíamos a hacer vino y papel de arroz, comíamos dulces glutinosos con sabor a coco y reposábamos debajo de árboles plagados de los murciélagos más grandes del mundo. Hicimos amigos que nos llevaron en sus motos a recorrer pueblos y nos mostraban orgullosos la belleza que rodea su país. Llamábamos a la puerta de familias camboyanas para ver cómo hacían sus noodles caseros y pasábamos las tardes admirando la inmensidad del río Mekong.
Algunos meses han pasado desde nuestro recorrido y aún seguimos atormentando a amigos y familiares, disculpándonos por poner siempre la palabra Asia al inicio de cualquier conversación. Y es que parece que fue ayer cuando nos parábamos frente a aquel mapamundi pegado en nuestro apartamento del centro de Madrid, medíamos distancias con los dedos y veíamos cuánto mundo nos esperaba.
Un recorrido de nueve meses por el sudeste asiático puede que no te cambie la vida, pero a nosotros sí que nos cambió la manera en la que ahora vemos nuestra vida. Hallamos una satisfacción máxima al juntarnos con la gente de cada lugar, adoptando sus costumbres en la medida de lo posible y alejándonos de resorts y hoteles de “todo incluido”.
Aprendimos que el arraigo nos genera decepciones y ataduras. Encontramos que el moverse solo trae consigo amplitud y una lista muy larga de enseñanzas. Que no hay que irse lejos para encontrarse a uno mismo pero también que yéndonos lejos encontramos mucho sin apenas buscar. Que no es la cantidad de países que visites sino la manera de acercarte a ellos. Que seguiremos viajando lento, rápido, por tierra, por mar. Que no importa cómo, pero seguiremos viajando porque después de esto ya nunca seremos los mismos.
En Camboya nos topamos con una de las joyas más relucientes de todo el planeta: la ciudad antigua de Angkor. La recorrimos durante tres días subidos a una bicicleta que rechinaba, andando por caminos interminables bajo un sol inclemente; pero es que nada es demasiado duro cuando de experimentar la magia de Angkor se trata. Ese lugar donde durante años la naturaleza sirvió de protectora para una arquitectura perfecta y que despide tanto misticismo y grandeza; te pone la piel de gallina.
En el país situado entre Tailandia, Vietnam y Laos, recorrimos pueblos rurales mientras aprendíamos a hacer vino y papel de arroz, comíamos dulces glutinosos con sabor a coco y reposábamos debajo de árboles plagados de los murciélagos más grandes del mundo. Hicimos amigos que nos llevaron en sus motos a recorrer pueblos y nos mostraban orgullosos la belleza que rodea su país. Llamábamos a la puerta de familias camboyanas para ver cómo hacían sus noodles caseros y pasábamos las tardes admirando la inmensidad del río Mekong.
Algunos meses han pasado desde nuestro recorrido y aún seguimos atormentando a amigos y familiares, disculpándonos por poner siempre la palabra Asia al inicio de cualquier conversación. Y es que parece que fue ayer cuando nos parábamos frente a aquel mapamundi pegado en nuestro apartamento del centro de Madrid, medíamos distancias con los dedos y veíamos cuánto mundo nos esperaba.
Un recorrido de nueve meses por el sudeste asiático puede que no te cambie la vida, pero a nosotros sí que nos cambió la manera en la que ahora vemos nuestra vida. Hallamos una satisfacción máxima al juntarnos con la gente de cada lugar, adoptando sus costumbres en la medida de lo posible y alejándonos de resorts y hoteles de “todo incluido”.
Aprendimos que el arraigo nos genera decepciones y ataduras. Encontramos que el moverse solo trae consigo amplitud y una lista muy larga de enseñanzas. Que no hay que irse lejos para encontrarse a uno mismo pero también que yéndonos lejos encontramos mucho sin apenas buscar. Que no es la cantidad de países que visites sino la manera de acercarte a ellos. Que seguiremos viajando lento, rápido, por tierra, por mar. Que no importa cómo, pero seguiremos viajando porque después de esto ya nunca seremos los mismos.