Un museo a cielo abierto
Texto por Vanessa Power Matteo. Fotografías de Luis Maldonado Moncada. Publicado en el número 11 (diciembre 2018).
Para nadie es un secreto que en los últimos años las paredes de muchas ciudades del mundo lucen más coloridas y no estamos hablando de brochazos sin sentido o de un espray chorreado con mensajes reaccionarios. Hablamos de verdaderas obras de arte, estructuradas, armoniosas y que, muchas veces, han sido pensadas y planeadas durante meses dentro del taller de un artista.
Adornar las vías urbanas se ha convertido en una constante, o por lo menos así queremos creerlo los que amamos este tipo de arte. Estamos ante murales gigantes y diseños rompedores, ante dibujos que paralizan y colores que hipnotizan; estamos frente a todo un fenómeno cultural.
Hace unos cuantos años, cuando se hablaba de arte callejero, todo se resumía en grafitis, en artistas anónimos, en el controvertido Banksy o en Obey, que, aunque siguen siendo precursores y fichas claves dentro de este mundo de aerosoles, no son los únicos.
Muchos de los artistas que ahora vemos en las principales galerías de arte de una ciudad pasaron antes por las calles desafiando a la autoridad, luchando por mostrar lo que mejor saben hacer y, sobre todo, democratizando el arte. Sin embargo, esta no es siempre la regla. La calle se ha convertido en un centro artístico tan importante que muchos expertos que solo han pisado museos y galerías, que surgieron de escuelas y universidades, también quieren estar en ella y han cambiado los pulcros pasillos de un museo por vías llenas de smog y concreto.
Hoy en día, alcaldes, grandes empresas, dueños de tiendas, bares y todos los ciudadanos parecen estar en pro del arte urbano, en pro de ponerle color a nuestras calles y de darle un espacio a artistas para expresarse tal y como quieran. Ahora hay edificios completamente dedicados a mostrar obras, hay festivales y hasta documentales.
Nadie queda indiferente ante tanto acrílico y figuras bonitas. No obstante, no debemos banalizar el arte urbano ni olvidar que sigue siendo una manera de comunicar, de revolucionar, de hacerse escuchar. El objetivo no solo está en adornar, va mucho más allá. El buen arte urbano cuenta historias, critica desigualdades, trasmite emociones y mensajes.
No podemos dejar de lado el hecho de que sigue siendo un arte que nació en la calle, sin pretensiones, sin reglas. Un arte temporal y libre, con esencia. La gran mayoría de las veces, un mural que nace en la calle muere en la propia calle; es allí donde yace su carácter efímero. Una obra callejera está allí para dar vida, pero a su vez ella misma se llena de vida con la gente que la admira; una obra callejera es valiente y fuerte, está siempre a merced de todo lo que ocurra a su alrededor.
Es tanto el auge actual del street art que los artistas no solo rinden homenaje a su tierra natal, sino que buscan alargar sus brochazos cruzando fronteras y océanos. Al final, el lenguaje del arte es uno solo y se entiende en cualquier latitud.
Tal es el caso de Ze Carrion, quien ha viajado por toda Europa plasmando su obra. Este licenciado en Bellas Artes no deja de recordarnos las injusticias de la sociedad en la que vivimos; nos grita a través de acrílicos, muchas veces duros, que hay que despertar, abrir los ojos ante tanta desigualdad, reaccionar ante tanta alienación. Las obras de Ze Carrion no solo son un conglomerado de técnicas pictóricas llevadas a cabo a la perfección sino mensajes brutales, reivindicativos y tan necesarios en nuestros días.
Adornar las vías urbanas se ha convertido en una constante, o por lo menos así queremos creerlo los que amamos este tipo de arte. Estamos ante murales gigantes y diseños rompedores, ante dibujos que paralizan y colores que hipnotizan; estamos frente a todo un fenómeno cultural.
Hace unos cuantos años, cuando se hablaba de arte callejero, todo se resumía en grafitis, en artistas anónimos, en el controvertido Banksy o en Obey, que, aunque siguen siendo precursores y fichas claves dentro de este mundo de aerosoles, no son los únicos.
Muchos de los artistas que ahora vemos en las principales galerías de arte de una ciudad pasaron antes por las calles desafiando a la autoridad, luchando por mostrar lo que mejor saben hacer y, sobre todo, democratizando el arte. Sin embargo, esta no es siempre la regla. La calle se ha convertido en un centro artístico tan importante que muchos expertos que solo han pisado museos y galerías, que surgieron de escuelas y universidades, también quieren estar en ella y han cambiado los pulcros pasillos de un museo por vías llenas de smog y concreto.
Hoy en día, alcaldes, grandes empresas, dueños de tiendas, bares y todos los ciudadanos parecen estar en pro del arte urbano, en pro de ponerle color a nuestras calles y de darle un espacio a artistas para expresarse tal y como quieran. Ahora hay edificios completamente dedicados a mostrar obras, hay festivales y hasta documentales.
Nadie queda indiferente ante tanto acrílico y figuras bonitas. No obstante, no debemos banalizar el arte urbano ni olvidar que sigue siendo una manera de comunicar, de revolucionar, de hacerse escuchar. El objetivo no solo está en adornar, va mucho más allá. El buen arte urbano cuenta historias, critica desigualdades, trasmite emociones y mensajes.
No podemos dejar de lado el hecho de que sigue siendo un arte que nació en la calle, sin pretensiones, sin reglas. Un arte temporal y libre, con esencia. La gran mayoría de las veces, un mural que nace en la calle muere en la propia calle; es allí donde yace su carácter efímero. Una obra callejera está allí para dar vida, pero a su vez ella misma se llena de vida con la gente que la admira; una obra callejera es valiente y fuerte, está siempre a merced de todo lo que ocurra a su alrededor.
Es tanto el auge actual del street art que los artistas no solo rinden homenaje a su tierra natal, sino que buscan alargar sus brochazos cruzando fronteras y océanos. Al final, el lenguaje del arte es uno solo y se entiende en cualquier latitud.
Tal es el caso de Ze Carrion, quien ha viajado por toda Europa plasmando su obra. Este licenciado en Bellas Artes no deja de recordarnos las injusticias de la sociedad en la que vivimos; nos grita a través de acrílicos, muchas veces duros, que hay que despertar, abrir los ojos ante tanta desigualdad, reaccionar ante tanta alienación. Las obras de Ze Carrion no solo son un conglomerado de técnicas pictóricas llevadas a cabo a la perfección sino mensajes brutales, reivindicativos y tan necesarios en nuestros días.
Pero el pintar las calles no solo deja huella en grandes ciudades desarrolladas. El arte urbano también está teniendo un gran impacto en sociedades más golpeadas; ha logrado llegar a comunidades más deprimidas, a países menos favorecidos. Además de esparcir cultura, los artistas promueven la unión entre ciudadanos, los invitan a colaborar y a que se hagan partícipes de todo el movimiento.
El colectivo Boa Mistura es un claro ejemplo de esta simbiosis entre arte, calle y ciudadanía. Este grupo nacido en Madrid ha ido regando brochazos de colores alrededor del mundo pasando por países como Colombia, India, México y Brasil. También ha recorrido ciudades de España incluyendo barrios marginales como la famosa Cañada Real de Madrid, donde ha ido dejando mensajes llenos de esperanza; desde pequeñas palabras que nos invitan a reflexionar en medio del caos urbano hasta fragmentos de grandes obras literarias, como ese bonito «Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos» del gran Julio Cortázar que hace ya algún tiempo adorna la estación de metro de Chamartín, también en Madrid.
Tampoco podemos olvidar que detrás de cada aerosol y cada brocha hay verdaderos catedráticos. Dentro de esta corriente artística encontramos a grandes maestros de la técnica, como Gonzalo Borondo, que te deja helado con la forma en la que domina el espacio pintado. A metros de distancia su obra grita su nombre y es difícil creer cómo es que muchas de sus creaciones no estén dentro de los espacios de un museo. Su duro realismo te deja perplejo a la vez que sonriente. Sus obras son deleite puro para el alma y nunca pasarán desapercibidas.
Si hablamos de arte urbano en España, no podemos dejar de lado a Óscar San Miguel, más conocido como Okuda. Sus obras de colores estridentes migraron desde lugares abandonados hasta llegar a importantes localizaciones como una iglesia entera convertida en un skatepark en Asturias, una estación de metro dedicada a Paco de Lucía y la fachada del Château de La Valette en el Valle del Loira en Francia, entre otros.
Es enriquecedor ver cómo en cada rincón del mundo el arte callejero va mutando; se va adaptando y mimetizando. En Malasia, por ejemplo, es muy común que los artistas busquen retratar la cultura propia del país. Rinden constante homenaje a su gente, a sus tradiciones y a su entorno, tal y como lo hace Julia Volchkova, rusa de nacimiento y una eterna enamorada del país asiático.
El colectivo Boa Mistura es un claro ejemplo de esta simbiosis entre arte, calle y ciudadanía. Este grupo nacido en Madrid ha ido regando brochazos de colores alrededor del mundo pasando por países como Colombia, India, México y Brasil. También ha recorrido ciudades de España incluyendo barrios marginales como la famosa Cañada Real de Madrid, donde ha ido dejando mensajes llenos de esperanza; desde pequeñas palabras que nos invitan a reflexionar en medio del caos urbano hasta fragmentos de grandes obras literarias, como ese bonito «Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos» del gran Julio Cortázar que hace ya algún tiempo adorna la estación de metro de Chamartín, también en Madrid.
Tampoco podemos olvidar que detrás de cada aerosol y cada brocha hay verdaderos catedráticos. Dentro de esta corriente artística encontramos a grandes maestros de la técnica, como Gonzalo Borondo, que te deja helado con la forma en la que domina el espacio pintado. A metros de distancia su obra grita su nombre y es difícil creer cómo es que muchas de sus creaciones no estén dentro de los espacios de un museo. Su duro realismo te deja perplejo a la vez que sonriente. Sus obras son deleite puro para el alma y nunca pasarán desapercibidas.
Si hablamos de arte urbano en España, no podemos dejar de lado a Óscar San Miguel, más conocido como Okuda. Sus obras de colores estridentes migraron desde lugares abandonados hasta llegar a importantes localizaciones como una iglesia entera convertida en un skatepark en Asturias, una estación de metro dedicada a Paco de Lucía y la fachada del Château de La Valette en el Valle del Loira en Francia, entre otros.
Es enriquecedor ver cómo en cada rincón del mundo el arte callejero va mutando; se va adaptando y mimetizando. En Malasia, por ejemplo, es muy común que los artistas busquen retratar la cultura propia del país. Rinden constante homenaje a su gente, a sus tradiciones y a su entorno, tal y como lo hace Julia Volchkova, rusa de nacimiento y una eterna enamorada del país asiático.
Da gusto perderse en sus obras, en esos colores tierra que se funden con las paredes craqueladas y raídas por el tiempo. Volchkova declara su amor a la cultura malaya observándola con cuidado, retratándola en sus lienzos al aire libre y mostrándosela al resto del mundo.
La mayoría de su trabajo se concentra en la isla de Penang, todo un santuario de arte urbano. La capital de la isla, Georgetown, celebró en 2012 un festival al cual fueron invitados artistas de distintas partes del mundo para que interviniesen las paredes. Tal fue el éxito de dicho festival que ahora esta ciudad gira prácticamente en torno a sus murales. Los turistas hacen fila para retratarse con las obras e interactuar con ellas.
Otras ciudades europeas no se quedan atrás. Importantes urbes tienen barrios enteros que se han convertido en verdaderos museos callejeros. En París, por ejemplo, está Belleville y La Villette, barrios vecinos, obreros y poco conocidos por las hordas de turistas que visitan la ciudad de la luz. Ambos quartiers son galerías a cielo abierto y la rue Denoyez, entre muchas otras, son parada obligada para cualquier amante del arte.
Rebuscando entre los muros residenciales de estos barrios nos encontramos con obras fantásticas como las de Alexandre Monteiro, también conocido como Hopare, un francés que también ha dejado su huella en la Tabacalera de Madrid, esa especie de templo de arte urbano de la capital española.
Yendo un poco más al norte de Europa, específicamente a Londres, nos encontramos con barrios como el East End y Shoreditch. La capital inglesa goza de una de las colecciones de obras callejeras más grandes del mundo y los locales saben cómo sacarle provecho. Como si Londres ya no tuviese suficientes reclamos turísticos, ver sus paredes pintadas ya está también en el top de imprescindibles de la ciudad.
En esta era, la gente ya no hace listas de monumentos o museos, sino de calles donde poder encontrar los mejores trabajos de los artistas. Los tiempos han cambiado y ahora contratamos tours, armamos sesiones de fotos y nos aprendemos los nombres de los autores de la calle.
No podemos negarlo, el street art que tanto nos gusta ha hecho que tu barrio sea ahora el mejor museo; y sí, también que los reyes del tan de moda postureo encuentren los mejores fondos para sus fotos de Instagram. Pero esa es otra historia.
La mayoría de su trabajo se concentra en la isla de Penang, todo un santuario de arte urbano. La capital de la isla, Georgetown, celebró en 2012 un festival al cual fueron invitados artistas de distintas partes del mundo para que interviniesen las paredes. Tal fue el éxito de dicho festival que ahora esta ciudad gira prácticamente en torno a sus murales. Los turistas hacen fila para retratarse con las obras e interactuar con ellas.
Otras ciudades europeas no se quedan atrás. Importantes urbes tienen barrios enteros que se han convertido en verdaderos museos callejeros. En París, por ejemplo, está Belleville y La Villette, barrios vecinos, obreros y poco conocidos por las hordas de turistas que visitan la ciudad de la luz. Ambos quartiers son galerías a cielo abierto y la rue Denoyez, entre muchas otras, son parada obligada para cualquier amante del arte.
Rebuscando entre los muros residenciales de estos barrios nos encontramos con obras fantásticas como las de Alexandre Monteiro, también conocido como Hopare, un francés que también ha dejado su huella en la Tabacalera de Madrid, esa especie de templo de arte urbano de la capital española.
Yendo un poco más al norte de Europa, específicamente a Londres, nos encontramos con barrios como el East End y Shoreditch. La capital inglesa goza de una de las colecciones de obras callejeras más grandes del mundo y los locales saben cómo sacarle provecho. Como si Londres ya no tuviese suficientes reclamos turísticos, ver sus paredes pintadas ya está también en el top de imprescindibles de la ciudad.
En esta era, la gente ya no hace listas de monumentos o museos, sino de calles donde poder encontrar los mejores trabajos de los artistas. Los tiempos han cambiado y ahora contratamos tours, armamos sesiones de fotos y nos aprendemos los nombres de los autores de la calle.
No podemos negarlo, el street art que tanto nos gusta ha hecho que tu barrio sea ahora el mejor museo; y sí, también que los reyes del tan de moda postureo encuentren los mejores fondos para sus fotos de Instagram. Pero esa es otra historia.
Me dejo en el tintero a muchos artistas, paredes y pinceladas a los que rendirle homenaje, pero no me alcanzan las páginas para todo el arte urbano que hoy nos rodea. Sigamos apoyándolo, admirándolo y, sobre todo, celebrándolo porque, por más que estén muy presentes, estos artistas y estos murales siguen necesitando refuerzos para ocupar el lugar que se merecen. Porque como bien reclama el británico Stik en una de sus obras más representativas, juntos somos más.