Twin Peaks: no vamos a hablar sobre Judy
Texto por Fran Sospedra. Publicado en el número 10 (noviembre 2017).
"Si está atrapado en el sueño de El Otro, estás jodido" (Derrida)
Voy a establecer unas pocas pautas para llevar a término este artículo: hablar de la tercera temporada sin romper el velo de los spoilers. Es algo difícil que obliga a una aproximación sigilosa, oblicua, basada en acertijos al estilo de un ente de la logia, basada en sensaciones, impresiones. No tanto por respeto a los golpes de efecto de la trama (?), sino por respeto a las voladuras controladas con dinamita en la narrativa tradicional que lleva a cabo Lynch.
La segunda pauta es la opuesta: nada acerca del viejo Twin Peaks, incluyendo la película; queda fuera del campo, se da por sabido. Aunque tal vez no debe tenerse por seguro, ya que el nuevo acontecimiento reescribe en parte ese pasado, en ocasiones literalmente. ¿Es este el pasado, o es el futuro?
Tampoco vamos a referirnos mucho a ese pasado ya que la propuesta es radicalmente distinta. Aunque tanto el capítulo final de la serie como "Fuego camina conmigo" pueden considerarse el capítulo 0 de la nueva serie.
La última y tercera pauta es simple: queda prohibida la nostalgia. Es algo que, aparentemente, el dúo Lynch-Frost ha seguido. Tal vez, de las dieciocho horas de metraje, haya a lo sumo media hora de fan-service, tal vez menos. Se trata de una obra tremendamente rompedora, valiente, actual, iconoclasta, que dialoga con su pasado pero también con sus vástagos audiovisuales y que tiene un espíritu muy concreto: subvertir la televisión desde dentro frustrando continuamente nuestras expectativas e ideas preconcebidas, incluidas las nuevas expectativas que la propia serie va generando.
En ese sentido, comparte la agenda oculta de la serie madre que subvertía géneros desde sus propios códigos, pero lo lleva mucho más lejos, adaptado a un panorama histórico y audiovisual que ha mutado, y contando con un margen mayor de libertad para la radicalidad. Y tal vez sirviendo un deber de ejercer esa radicalidad, algo tan raro como encontrar una rosa azul.
Partiendo de la más pura subjetividad, para mí esta temporada gira en torno a temas como el mal, su expansión sutil y global, la identidad, la imagen especular, la profunda extrañeza que irrumpe en la realidad cotidiana, la imposibilidad de habitar el pasado, de quedar atrapado por él o escapar al bucle, y acerca de la propia naturaleza de lo real, lo narrado, lo percibido. Tenemos que pensar dos veces ante lo que vemos: ¿estamos ante el pasado o ante el futuro, o es una estructura circular cual cinta de Moebius? ¿Se desenvuelven tramas aparentemente cronológicas en sutiles saltos temporales? ¿Qué reflexión arroja esta serie sobre la identidad, los döpelgangers o dobles? Más allá de la enorme expansión de la mitología supernatural, de la profundización en los temas esotéricos y oníricos, es la realidad la que nos produce una mayor desazón.
La serie supone un desafío continuo al espectador; comienza desplegando el mundo interior de Twin Peaks en un escenario globalizado, con multitud de escenarios, relegando a dicha localidad a un punto neurálgico y especial, pero no único, traicionando desde el principio a la legión de fans que querían más de los mismos personajes, con un mismo esquema narrativo de misterio atroz más costumbrismo mágico con resolución satisfactoria (Lynch sabe que no hay nada más insatisfactorio que una conclusión satisfactoria si queremos habitar en el misterio para siempre). Twin Peaks no permanece inerte, ha cambiado, y personalmente me preocuparía que no fuera así.
Se percibe un inicial titubeo que necesita de tiempo para encontrar su ritmo y su tono debido a esa estructura altamente subversiva que se resiste a fórmulas y a que aúna elementos diversos de Fuego camina conmigo y de Twin Peaks, por lo que tarda en encontrar el lugar adecuado para el humor, pero alcanzándolo al poco, y siendo mucho más fiel a la aproximación de la película, explorando su cosmología, su dureza, su ambiente oscuro. Una manera de matar dos pájaros de una sola pedrada.
Excepto en contadas excepciones que no se añoran (Donna), algún caso en que sí (tengo cierta debilidad por Chester Desmond del FBI) y uno o dos casos con tramas altamente desconcertantes, los personajes no han sido borrados o marginados, ni siquiera por causa de muerte; hay suficiente presencia que nos conecta una red más vasta con el micromundo que conocíamos, y en algunos casos su presencia emociona o sorprende. Se le puede achacar en su arranque una frialdad natural si la comparamos con la emotividad exacerbada, la carga dramática y la conexión emocional con la víctima, con Laura, con lo trágico y lo truculento de su caso, una vinculación que se nos niega en gran parte.
No se trata de que Laura no impregne cada centímetro de metraje, pero en una serie que acabó con un cliffhanger de 25 años (How is Annie?) con el buen Cooper atrapado en la logia y Bob libre en el mundo, los distintos avatares de Cooper son los protagonistas absolutos, enfrentados en un juego de espejos y paralelos. Magritte es una enorme influencia, pero, más que una estética onírica, en su cualidad de preguntarse sobre el sentido y la identidad es lo que se impregna del artista belga cada fotograma. "No me pregunten quién soy ni me pidan que siga siendo el mismo", dijo Foucault. Es algo que podría aplicarse a la serie y al personaje, y tal vez a nosotros mismos.
Pero lo más interesante es la cualidad por la cual Lynch y Frost han ejercido una libertad tan completa que han dejado obsoleta gran parte de la ficción reciente. No se trata solo de que Twin Peaks: The Return se abra a múltiples capas de significado y de sensaciones a cada visionado, sino que reescribe y resignifica su pasado. Si volvemos sobre episodios de series de narrativa clásica que hoy se saludan como rompedoras, su sentido unívoco nos provoca una y otra vez las mismas sensaciones, con el efecto sorpresa perdido, y por comparación son decididamente convencionales. Aquí cada visionado nos sorprende, mueve diferentes elementos en nosotros. Si algo debemos saber sobre Lynch es que él no necesita, quiere. No necesita satisfacer al espectador, quiere provocarlo.
En el gran podcast The Deer Meadow se comparaba esta temporada con el talmud. La Torá, en la tradición judía, es la palabra divina, cerrada. El talmud, en cambio, es un texto vivo de interpretaciones y discusiones, y cada cuestión viaja a través suyo por toda una gama de posibilidades.
Respecto del mundo angustioso de la familia americana, pasamos a reinterpretar el horror del incesto y del atormentado personaje de Leland en una temporada en que la figura materna es recuperada, figura que había estado casi enteramente ausente del drama, simplemente enajenada, y que es restaurada en el tríptico familiar.
La autoría total de ambos genios en libreto y dirección nunca había alcanzado tal nivel de compatibilidad. Lynch con su mundo interior, su intuición, su talento para lo visual. Frost como maestro de lo cotidiano, también como atento visualizador de algunos de los shows deudores de sus mundos, mientras Lynch permanece impermeable a modas. Pero también Frost como ufólogo aficionado capaz de juntar las visiones místicas de Lynch en una cosmología completa. No me extrañaría que el creador de la muy mundana Hill Street Blues tuviera algún grimorio de Aleister Crowley y relacionase los seres ultraterrestres con la magia, tal como hiciera Kenneth Grant (imposible no recordar su "zona malva"). Tal vez la física cuántica, el Tibet, los asesinos a sueldo y la tarta de cerezas tengan un lugar común en esta realidad.
Qué es lo real. Qué es el sueño. Twin Peaks es en cierto modo un sueño colectivo y sus creadores saben que no son los únicos soñadores, que el universo de Twin Peaks está plagado de todas nuestras visiones, intuiciones, y en lugar de apropiárselo, nos regalan la experiencia de ser coautores de un mundo, de un universo en paralelo, tan real como el nuestro, y el nuestro, tan real como un sueño. Un sueño que nos habla: "Lo inconsciente está estructurado como un lenguaje", decía Lacan.
La realidad es ensueño y los héroes no son si no seres perdidos en un mundo que no comprenden. Lynch y Frost nos ayudan a desaprender el heroísmo y localizar en lo mundano la auténtica resistencia al mal, lo que podríamos llamar el Tao del hombre común. Esperando al héroe impoluto, al Cooper de estilo Cary Grant, brillante, educado, inmaculado, nos conformamos y amamos lo que vemos mientras tanto. Un héroe de la no-acción taoísta sumergido en el kafkiano mundo real. Una no-acción a menudo malinterpretada, no tanto como pasividad sino como naturalidad, desapego, desapasionamiento, sencillez. El héroe descrito por Campbell en El héroe de las mil caras de camino mítico e iniciático es deconstruido, no sigue las etapas cronológicas de llamada, transformación, caída y regreso, y nos devuelve a los mortales al centro del relato. En contraposición, un Carl Rod (el genial Harry Dean Stanton) puede ser ese héroe que es un hombre común.
Kyle MacLachlan nos ofrece una multiplicidad de recursos y facetas, de yoes múltiples, de matices desde el mal hasta el idiot savant, pasando por el pasajero en los mundos del ello freudiano, o del extramundano mundo esotérico, hasta dar en una improbable Las Vegas twinpeakesca con una acerada crítica del sueño América, del mundo de la familia de los suburbios, del mundo del trabajo, de nuestro mundo perfecto. Como decía Zizek: "Más allá de la ficción de la realidad, está la realidad de la ficción". Espejos deformantes en que la acción de los distintos avatares es circular y paralela, cruzándose en el camino, buscando quizá metas no tan diferentes, por medios y razones radicalmente distintas. Imágenes reflejadas que nos devuelven una sonrisa que no es la nuestra y nos hace cuestionarnos quién soy yo.
Si Twin Peaks era un mundo idealizado con toques a los "felices" 50 de Eisenhower, bajo cuya paz bulle una ignota corrupción al estilo de Blue Velvet (y que hoy en día parece rebrotar y plagar cada esquina de apocalípticos y desconcertantes individuos perdidos, jóvenes amenazantes y enfermizos), la multiplicación de escenarios nos abre el espacio a nuevos abismos cotidianos. Lovecraft visita el vecindario. Enfrentados a estos abismos, las fuerzas policiales locales, los ciudadanos de Twin Peaks enfrentados al caos lovecraftiano y al mal cotidiano de un pueblo cuya placidez se envenenó, o las fuerzas de un FBI convertido en asociación secreta y conjurada de iniciados, perdidos en el misterio.
El famoso capítulo ocho es a la vez la historia de la creación, la metáfora de una desgarradura cósmica en la realidad, el lanzamiento de una bomba que abre la puerta a nuestros peores miedos, una fascinante ventana visual que recuerda al 2001 de Kubrik en su perfecta abstracción, el nacimiento de una leyenda y el reto de dos creadores audaces y de espíritu joven. Exigir una explicación de la metáfora equivale a pedir los componentes químicos de los colores que utilizó Van Gogh en La noche estrellada.
Se dice que esta temporada es un compendio de toda la carrera lynchiana, pero con dos enormes referentes, Carretera perdida y Mullholland Drive. Ambientes, duplicidades, personajes desdoblados, piezas aparentemente aleatorias que sin embargo se ensamblan en un ejercicio de imaginación y desafío, sentido del horror, del absurdo, de lo oscuro, de la imposibilidad de redención, de lo improbable de borrar el pasado. Este es un viaje al que hemos de estar abiertos y, cuando lleguemos allí, nos daremos cuenta de que ya estamos allí. Habitamos en un mundo extraño.
El controvertido final de la serie es un mecanismo de relojería contra el apego al pasado y la función heroica. Reescribir el pasado puede ser un trágico error o, tal vez, solo tal vez, una forma de perdernos en un pozo de posibilidades imposibles. Lynch parece advertirnos contra nuestra fijación necromántica con Laura, o quizá su propia fijación, de nuevo visitando los territorios de Vértigo, donde el propio empeño del héroe que vive en el pasado fallido puede afectar al futuro desbaratando las leyes del universo creado por Lynch, traspasando los dominios del Hades, haciendo pulsar las supercuerdas cuánticas, perdiendo identidad, realidad, perdiendo pie en una sima más profunda, más terrible de lo que pensábamos. Desafiar al mal, recorrer el camino de vuelta, puede no ser la mejor de las ideas. El silencioso camino del héroe que ha perdido su lugar en el tiempo y el espacio nos muestra una fractura que es casi insoportable de tolerar. ¿Qué ocurre cuando se cierran las cortinas rojas, entre bambalinas, al final de la función?
La pregunta no acaba de ser si era necesaria esta vuelta de Twin Peaks, o si las piezas encajan de una forma convencional en un final coherente. La pregunta es si estábamos preparados para aquello que nos han regalado Lynch y Frost. Como decía Kafka: "Llegados a cierto punto, no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar". Es el punto de Lynch, un punto de no retorno en su obra. Un magistral juego de manos. Futuro espectador, todos los días, una vez al día, dese un regalo. No lo planifique. No lo espere. Solo deje que suceda. Deje la puerta abierta a este universo.
La segunda pauta es la opuesta: nada acerca del viejo Twin Peaks, incluyendo la película; queda fuera del campo, se da por sabido. Aunque tal vez no debe tenerse por seguro, ya que el nuevo acontecimiento reescribe en parte ese pasado, en ocasiones literalmente. ¿Es este el pasado, o es el futuro?
Tampoco vamos a referirnos mucho a ese pasado ya que la propuesta es radicalmente distinta. Aunque tanto el capítulo final de la serie como "Fuego camina conmigo" pueden considerarse el capítulo 0 de la nueva serie.
La última y tercera pauta es simple: queda prohibida la nostalgia. Es algo que, aparentemente, el dúo Lynch-Frost ha seguido. Tal vez, de las dieciocho horas de metraje, haya a lo sumo media hora de fan-service, tal vez menos. Se trata de una obra tremendamente rompedora, valiente, actual, iconoclasta, que dialoga con su pasado pero también con sus vástagos audiovisuales y que tiene un espíritu muy concreto: subvertir la televisión desde dentro frustrando continuamente nuestras expectativas e ideas preconcebidas, incluidas las nuevas expectativas que la propia serie va generando.
En ese sentido, comparte la agenda oculta de la serie madre que subvertía géneros desde sus propios códigos, pero lo lleva mucho más lejos, adaptado a un panorama histórico y audiovisual que ha mutado, y contando con un margen mayor de libertad para la radicalidad. Y tal vez sirviendo un deber de ejercer esa radicalidad, algo tan raro como encontrar una rosa azul.
Partiendo de la más pura subjetividad, para mí esta temporada gira en torno a temas como el mal, su expansión sutil y global, la identidad, la imagen especular, la profunda extrañeza que irrumpe en la realidad cotidiana, la imposibilidad de habitar el pasado, de quedar atrapado por él o escapar al bucle, y acerca de la propia naturaleza de lo real, lo narrado, lo percibido. Tenemos que pensar dos veces ante lo que vemos: ¿estamos ante el pasado o ante el futuro, o es una estructura circular cual cinta de Moebius? ¿Se desenvuelven tramas aparentemente cronológicas en sutiles saltos temporales? ¿Qué reflexión arroja esta serie sobre la identidad, los döpelgangers o dobles? Más allá de la enorme expansión de la mitología supernatural, de la profundización en los temas esotéricos y oníricos, es la realidad la que nos produce una mayor desazón.
La serie supone un desafío continuo al espectador; comienza desplegando el mundo interior de Twin Peaks en un escenario globalizado, con multitud de escenarios, relegando a dicha localidad a un punto neurálgico y especial, pero no único, traicionando desde el principio a la legión de fans que querían más de los mismos personajes, con un mismo esquema narrativo de misterio atroz más costumbrismo mágico con resolución satisfactoria (Lynch sabe que no hay nada más insatisfactorio que una conclusión satisfactoria si queremos habitar en el misterio para siempre). Twin Peaks no permanece inerte, ha cambiado, y personalmente me preocuparía que no fuera así.
Se percibe un inicial titubeo que necesita de tiempo para encontrar su ritmo y su tono debido a esa estructura altamente subversiva que se resiste a fórmulas y a que aúna elementos diversos de Fuego camina conmigo y de Twin Peaks, por lo que tarda en encontrar el lugar adecuado para el humor, pero alcanzándolo al poco, y siendo mucho más fiel a la aproximación de la película, explorando su cosmología, su dureza, su ambiente oscuro. Una manera de matar dos pájaros de una sola pedrada.
Excepto en contadas excepciones que no se añoran (Donna), algún caso en que sí (tengo cierta debilidad por Chester Desmond del FBI) y uno o dos casos con tramas altamente desconcertantes, los personajes no han sido borrados o marginados, ni siquiera por causa de muerte; hay suficiente presencia que nos conecta una red más vasta con el micromundo que conocíamos, y en algunos casos su presencia emociona o sorprende. Se le puede achacar en su arranque una frialdad natural si la comparamos con la emotividad exacerbada, la carga dramática y la conexión emocional con la víctima, con Laura, con lo trágico y lo truculento de su caso, una vinculación que se nos niega en gran parte.
No se trata de que Laura no impregne cada centímetro de metraje, pero en una serie que acabó con un cliffhanger de 25 años (How is Annie?) con el buen Cooper atrapado en la logia y Bob libre en el mundo, los distintos avatares de Cooper son los protagonistas absolutos, enfrentados en un juego de espejos y paralelos. Magritte es una enorme influencia, pero, más que una estética onírica, en su cualidad de preguntarse sobre el sentido y la identidad es lo que se impregna del artista belga cada fotograma. "No me pregunten quién soy ni me pidan que siga siendo el mismo", dijo Foucault. Es algo que podría aplicarse a la serie y al personaje, y tal vez a nosotros mismos.
Pero lo más interesante es la cualidad por la cual Lynch y Frost han ejercido una libertad tan completa que han dejado obsoleta gran parte de la ficción reciente. No se trata solo de que Twin Peaks: The Return se abra a múltiples capas de significado y de sensaciones a cada visionado, sino que reescribe y resignifica su pasado. Si volvemos sobre episodios de series de narrativa clásica que hoy se saludan como rompedoras, su sentido unívoco nos provoca una y otra vez las mismas sensaciones, con el efecto sorpresa perdido, y por comparación son decididamente convencionales. Aquí cada visionado nos sorprende, mueve diferentes elementos en nosotros. Si algo debemos saber sobre Lynch es que él no necesita, quiere. No necesita satisfacer al espectador, quiere provocarlo.
En el gran podcast The Deer Meadow se comparaba esta temporada con el talmud. La Torá, en la tradición judía, es la palabra divina, cerrada. El talmud, en cambio, es un texto vivo de interpretaciones y discusiones, y cada cuestión viaja a través suyo por toda una gama de posibilidades.
Respecto del mundo angustioso de la familia americana, pasamos a reinterpretar el horror del incesto y del atormentado personaje de Leland en una temporada en que la figura materna es recuperada, figura que había estado casi enteramente ausente del drama, simplemente enajenada, y que es restaurada en el tríptico familiar.
La autoría total de ambos genios en libreto y dirección nunca había alcanzado tal nivel de compatibilidad. Lynch con su mundo interior, su intuición, su talento para lo visual. Frost como maestro de lo cotidiano, también como atento visualizador de algunos de los shows deudores de sus mundos, mientras Lynch permanece impermeable a modas. Pero también Frost como ufólogo aficionado capaz de juntar las visiones místicas de Lynch en una cosmología completa. No me extrañaría que el creador de la muy mundana Hill Street Blues tuviera algún grimorio de Aleister Crowley y relacionase los seres ultraterrestres con la magia, tal como hiciera Kenneth Grant (imposible no recordar su "zona malva"). Tal vez la física cuántica, el Tibet, los asesinos a sueldo y la tarta de cerezas tengan un lugar común en esta realidad.
Qué es lo real. Qué es el sueño. Twin Peaks es en cierto modo un sueño colectivo y sus creadores saben que no son los únicos soñadores, que el universo de Twin Peaks está plagado de todas nuestras visiones, intuiciones, y en lugar de apropiárselo, nos regalan la experiencia de ser coautores de un mundo, de un universo en paralelo, tan real como el nuestro, y el nuestro, tan real como un sueño. Un sueño que nos habla: "Lo inconsciente está estructurado como un lenguaje", decía Lacan.
La realidad es ensueño y los héroes no son si no seres perdidos en un mundo que no comprenden. Lynch y Frost nos ayudan a desaprender el heroísmo y localizar en lo mundano la auténtica resistencia al mal, lo que podríamos llamar el Tao del hombre común. Esperando al héroe impoluto, al Cooper de estilo Cary Grant, brillante, educado, inmaculado, nos conformamos y amamos lo que vemos mientras tanto. Un héroe de la no-acción taoísta sumergido en el kafkiano mundo real. Una no-acción a menudo malinterpretada, no tanto como pasividad sino como naturalidad, desapego, desapasionamiento, sencillez. El héroe descrito por Campbell en El héroe de las mil caras de camino mítico e iniciático es deconstruido, no sigue las etapas cronológicas de llamada, transformación, caída y regreso, y nos devuelve a los mortales al centro del relato. En contraposición, un Carl Rod (el genial Harry Dean Stanton) puede ser ese héroe que es un hombre común.
Kyle MacLachlan nos ofrece una multiplicidad de recursos y facetas, de yoes múltiples, de matices desde el mal hasta el idiot savant, pasando por el pasajero en los mundos del ello freudiano, o del extramundano mundo esotérico, hasta dar en una improbable Las Vegas twinpeakesca con una acerada crítica del sueño América, del mundo de la familia de los suburbios, del mundo del trabajo, de nuestro mundo perfecto. Como decía Zizek: "Más allá de la ficción de la realidad, está la realidad de la ficción". Espejos deformantes en que la acción de los distintos avatares es circular y paralela, cruzándose en el camino, buscando quizá metas no tan diferentes, por medios y razones radicalmente distintas. Imágenes reflejadas que nos devuelven una sonrisa que no es la nuestra y nos hace cuestionarnos quién soy yo.
Si Twin Peaks era un mundo idealizado con toques a los "felices" 50 de Eisenhower, bajo cuya paz bulle una ignota corrupción al estilo de Blue Velvet (y que hoy en día parece rebrotar y plagar cada esquina de apocalípticos y desconcertantes individuos perdidos, jóvenes amenazantes y enfermizos), la multiplicación de escenarios nos abre el espacio a nuevos abismos cotidianos. Lovecraft visita el vecindario. Enfrentados a estos abismos, las fuerzas policiales locales, los ciudadanos de Twin Peaks enfrentados al caos lovecraftiano y al mal cotidiano de un pueblo cuya placidez se envenenó, o las fuerzas de un FBI convertido en asociación secreta y conjurada de iniciados, perdidos en el misterio.
El famoso capítulo ocho es a la vez la historia de la creación, la metáfora de una desgarradura cósmica en la realidad, el lanzamiento de una bomba que abre la puerta a nuestros peores miedos, una fascinante ventana visual que recuerda al 2001 de Kubrik en su perfecta abstracción, el nacimiento de una leyenda y el reto de dos creadores audaces y de espíritu joven. Exigir una explicación de la metáfora equivale a pedir los componentes químicos de los colores que utilizó Van Gogh en La noche estrellada.
Se dice que esta temporada es un compendio de toda la carrera lynchiana, pero con dos enormes referentes, Carretera perdida y Mullholland Drive. Ambientes, duplicidades, personajes desdoblados, piezas aparentemente aleatorias que sin embargo se ensamblan en un ejercicio de imaginación y desafío, sentido del horror, del absurdo, de lo oscuro, de la imposibilidad de redención, de lo improbable de borrar el pasado. Este es un viaje al que hemos de estar abiertos y, cuando lleguemos allí, nos daremos cuenta de que ya estamos allí. Habitamos en un mundo extraño.
El controvertido final de la serie es un mecanismo de relojería contra el apego al pasado y la función heroica. Reescribir el pasado puede ser un trágico error o, tal vez, solo tal vez, una forma de perdernos en un pozo de posibilidades imposibles. Lynch parece advertirnos contra nuestra fijación necromántica con Laura, o quizá su propia fijación, de nuevo visitando los territorios de Vértigo, donde el propio empeño del héroe que vive en el pasado fallido puede afectar al futuro desbaratando las leyes del universo creado por Lynch, traspasando los dominios del Hades, haciendo pulsar las supercuerdas cuánticas, perdiendo identidad, realidad, perdiendo pie en una sima más profunda, más terrible de lo que pensábamos. Desafiar al mal, recorrer el camino de vuelta, puede no ser la mejor de las ideas. El silencioso camino del héroe que ha perdido su lugar en el tiempo y el espacio nos muestra una fractura que es casi insoportable de tolerar. ¿Qué ocurre cuando se cierran las cortinas rojas, entre bambalinas, al final de la función?
La pregunta no acaba de ser si era necesaria esta vuelta de Twin Peaks, o si las piezas encajan de una forma convencional en un final coherente. La pregunta es si estábamos preparados para aquello que nos han regalado Lynch y Frost. Como decía Kafka: "Llegados a cierto punto, no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar". Es el punto de Lynch, un punto de no retorno en su obra. Un magistral juego de manos. Futuro espectador, todos los días, una vez al día, dese un regalo. No lo planifique. No lo espere. Solo deje que suceda. Deje la puerta abierta a este universo.