Starship Troopers: dosis de ironía contra el conformismo
Por Fran Sospedra. Publicado en el número 9 (noviembre 2016).
“El deber es una virtud de adultos. En realidad un joven solo se hace adulto cuando adquiere un conocimiento del deber y lo abraza con afecto idéntico al amor que ha sentido por sí mismo desde que nació”
Coronel Dubois, Starship Troopers, novela de Robert A. Heinlein
"Somos pequeñas llamas mal protegidas por paredes frágiles contra la tormenta de la disolución y la locura en la cual titilamos y de la cual a veces casi logramos salir. Nos arrastramos sobre nuestros propios cuerpos y con grandes ojos miramos hacia la noche... Y así esperamos a la mañana"
Erich Maria Remarque, Sin novedad en el frente
Coronel Dubois, Starship Troopers, novela de Robert A. Heinlein
"Somos pequeñas llamas mal protegidas por paredes frágiles contra la tormenta de la disolución y la locura en la cual titilamos y de la cual a veces casi logramos salir. Nos arrastramos sobre nuestros propios cuerpos y con grandes ojos miramos hacia la noche... Y así esperamos a la mañana"
Erich Maria Remarque, Sin novedad en el frente
Más allá del poso de la fina ironía de un gran director como Verhoeven, Starship Troopers fue un discreto fracaso de taquilla y de público. Nos acercamos a su veinte aniversario el próximo año. Muchos críticos leyeron la película con una literalidad probablemente tomada de la precaución que despierta el controvertido material original de Heinlein (decididamente un conservador, dudosamente un fascista de pleno derecho).
En un ejercicio de ir más allá del género y subvertirlo, Verhoeven construye una película que funciona a varios niveles. Presenta unos personajes juveniles absurdamente guapos (¿eugenesia?) y sus relaciones entrecruzadas en un rito de paso a la madurez con el abandono del hogar paterno y la separación de las parejas formadas en el instituto, una trama típicamente postadolescente del estilo Dawson’s Creek, que además es coherente con el Verhoeven de la carne y sangre que se fija en las motivaciones más primarias; es una trama absolutamente superficial que es lo que mueve, da algo de trasfondo y conecta a unos personajes deliberadamente planos, mecánicos. Una trama deliberadamente superficial para unos personajes superficiales. ¿Una constante en películas de corte juvenil? No necesariamente, si recordamos a James Dean.
Por otro lado tenemos una espectacular película bélica, muy cruda, trepidante, una space opera con mucha acción y litros de sangre en dos actos diferenciados (instrucción y entrada en combate) cual La chaqueta metálica. A diferencia de otras obras de ciencia ficción, el adversario está plenamente deshumanizado. No estamos ante un Scott Card que invita en su saga a, una vez planteado el conflicto en El juego de Ender, una perspectiva nueva, moral, en la que se lee la guerra contra los monstruos como una guerra contra inteligencias que sienten y padecen.
Finalmente tenemos la película política que algunos no supieron ver, a pesar de que, con la lección aprendida de Robocop, Verhoeven utiliza todos los trucos para bombardear al espectador con insertos panfletarios (¿desea saber más?), situaciones secundarias, planos y uniformes prestados del cine y la imaginería nazi (Riefenstahl) o de la propaganda aliada de guerra o antisoviética de los 40 y 50, y en ocasiones alusiones directas que cuestionan la aparente normalidad de unos jóvenes que comienzan su instrucción con el mismo entusiasmo vivido en el equipo deportivo de su instituto.
La película, de hecho, se asienta en unas bases ideológicas mucho más marcadas. En Walker, de Alex Cox, la subversión ideológica se consigue mediante una voz en off que narra unos sucesos históricos mientras en pantalla vemos justo lo contrario, una contradicción que representa la hipocresía, preparándonos para asumir que la historia oficial y la historia colonialista objeto de la película son dos cosas muy diferentes. Aquí es la literalidad de la sociedad militarizante vivida como normal, y el brutal y sangriento retrato de la guerra, en contraste con esa normalidad. En ocasiones hay tanta sangre y casquería como en una película gore. El exceso recorre el celuloide con contadores de víctimas ascendiendo vertiginosamente, a modo de videojuego. O de noticieros de un futuro no muy lejano. Nadie se inmuta demasiado.
De forma semejante, se nos prepara un terreno ideológico muy concreto desde el principio de la película. La clase magistral del personaje de Michael Ironside exalta las virtudes castrenses y la ciudadanía plena como justa recompensa del ciudadano responsable, la violencia como fuente de autoridad, un discurso que presupone habitantes “B” privados de derechos políticos y otros privilegios. Ironside representa la típica figura a lo Ayn Rand, supuesta filósofa del libertarismo de derechas, que encaja perfectamente con el prototípico personaje de Heinlein; hombres hechos a sí mismos, que no dependen de nada ni de nadie, capaces de proezas en diversos campos, como el arquitecto de El manantial, apartados del espíritu gregario (¿socialista?, ¿estatista?, ¿democristiano?, ¿socialdemócrata? Seguramente todo ello). Irónicamente, nada más gregario y anulador de lo individual que el ejército.
Sus ideas, lejos de ser extravagantes, representan un sentir general. No vemos una distopía, sino una utopía positiva en la que el militarismo es la base para asegurar las libertades individuales, y por ello la llave al acceso máximo a ellas. Nos remite a la sociedad romana. Las reformas en el Ejército romano (en tiempos de Mario) para presentarlo como ascensor social representan un modelo de ejército profesional, pero indispensable para el ascenso desde sectores populares, el ejercicio de cargos públicos, o la posesión de generosas propiedades para el retiro. Es paradigmática la escena de las duchas unisex. Verhoeven se recrea con los cuerpos, nada extraño en él, pero mientras tanto cada uno cuenta de forma desenfadada sus razones para alistarse, incluyendo algunas tan sorprendentes como obtener autorización para ser madre, una medida percibida como de estado totalitario. Una escena casi de high school, con un discurso político potente entre líneas.
Hoy día se calcula que el cinco por ciento de los miembros del Ejército de los Estados Unidos son inmigrantes o ciudadanos naturalizados: un paso ultrarrápido para adquirir la ciudadanía americana. En ambos casos (Roma, USA), las levas son excepcionales, y esto es un modelo al que nos hemos ido aproximando en todo el globo. Celebrado como una victoria del pacifismo, es en realidad una calculada precaución en un contexto de guerra cada vez más tecnificado y menos necesitado de infanterías masivas. Si Curzio Malaparte en sus Técnicas del golpe de estado calculaba que bastaban mil técnicos cualificados, en la época, para llevarlo a cabo, el ejército profesional se asegura cierta fidelidad si no nacionalista, al menos corporativa. Es poco probable una sublevación a lo El acorazado Potemkin. La “clase obrera” del ejército es ahora “clase profesional” con aspiraciones.
En este caso, la perspectiva pacifista viene de unos padres de Johnny Rico privilegiados, que ya no necesitan subir más arriba en la escalera social. Irónicamente presentados como dogmáticos y elitistas, son el vivo retrato que el contragolpe conservador de Reagan haría de los demócratas que, como describen el politólogo Thomas Frank y el filósofo Slavoj Zizek, son representados frente a la “América profunda” como bebedores de café latte de la Costa Este o de Los Ángeles, privilegiados universitarios sin contacto con los problemas diarios. Johnny Rico se rebela ante la autoridad paterna solo para unirse a una autoridad institucional. Más tarde transitará por diversas figuras paternas sustitutivas, de nuevo con Michael Ironside y su compromiso castrense cerrando el círculo. Los padres de Rico son una anomalía y son retratados como personas que se han beneficiado demasiado sin contribuir, y en por ello sufren las consecuencias.
Son una anomalía --incluso los niños, sonrientes en los minireportajes de NODO, están dispuestos a contribuir--, junto con anuncios que parecen salidos de la Asociación Nacional del Rifle o de los defensores de la pena de muerte en Texas, la mayoría silenciosa de Nixon. Tras unos reveses militares, y con Rico ya más arriba en la cadena de mando, los nuevos reclutas que van llegando son niños, como en la defensa de Berlín.
Rico es a la vez la carne de cañón de una guerra cruel, expuesto a la violencia sin sentido, la carnicería, la brutalidad. Y a la vez, cada vez más, el privilegiado ciudadano modelo conquistando su derecho y el respeto de no ser un habitante de segunda, construyéndose como hombre en la retina de sus objetos de deseo (Denise Richards, Dina Meyer, ejemplos de las mujeres fuertes que le gusta retratar a Verhoeven) y de sus mentores (Michael Ironside, su sargento instructor): en una película como El motín del Bounty, los latigazos son castigos impuestos. Aquí, para Rico, son la oportunidad de continuar viviendo la experiencia castrense y forjarse como ciudadano completo tras su negligencia, es un castigo asumido voluntariamente, casi podría decirse que concedido graciosamente por sus superiores como gesto magnánimo, y ritualizado públicamente para reconquistar el respeto de sus padres.
Como destaca Jordi Costa, citado en el estupendo libro sobre Verhoeven de Tomás Fernández Valentí, Verhoeven es capaz de desdoblarse y de esconder lucidez tras lo que parece cine banal y un discurso de izquierdas bajo la literalidad de un discurso ultraderechista, subvirtiéndolo. Fernández Valentí señala acertadamente que, frente a la distancia crítica, Verhoeven opta por sumergirse en la estética fascista y narrarla desde dentro, con exagerado entusiasmo. También coincido con este autor en que lo terrible de ese mundo de libertades sacrificadas es la ausencia de disidencia, el conformismo y la aceptación acrítica de todos los individuos.
Verhoeven juega a la parodia, pero es una parodia muy seria, en la que nos pregunta qué pasaría si viviéramos en una sociedad en que la respuesta a la entusiasta afirmación “La infantería móvil me convirtió en el hombre que soy ahora”, hecha por un exsoldado lisiado, fuera una sonrisa.
En un ejercicio de ir más allá del género y subvertirlo, Verhoeven construye una película que funciona a varios niveles. Presenta unos personajes juveniles absurdamente guapos (¿eugenesia?) y sus relaciones entrecruzadas en un rito de paso a la madurez con el abandono del hogar paterno y la separación de las parejas formadas en el instituto, una trama típicamente postadolescente del estilo Dawson’s Creek, que además es coherente con el Verhoeven de la carne y sangre que se fija en las motivaciones más primarias; es una trama absolutamente superficial que es lo que mueve, da algo de trasfondo y conecta a unos personajes deliberadamente planos, mecánicos. Una trama deliberadamente superficial para unos personajes superficiales. ¿Una constante en películas de corte juvenil? No necesariamente, si recordamos a James Dean.
Por otro lado tenemos una espectacular película bélica, muy cruda, trepidante, una space opera con mucha acción y litros de sangre en dos actos diferenciados (instrucción y entrada en combate) cual La chaqueta metálica. A diferencia de otras obras de ciencia ficción, el adversario está plenamente deshumanizado. No estamos ante un Scott Card que invita en su saga a, una vez planteado el conflicto en El juego de Ender, una perspectiva nueva, moral, en la que se lee la guerra contra los monstruos como una guerra contra inteligencias que sienten y padecen.
Finalmente tenemos la película política que algunos no supieron ver, a pesar de que, con la lección aprendida de Robocop, Verhoeven utiliza todos los trucos para bombardear al espectador con insertos panfletarios (¿desea saber más?), situaciones secundarias, planos y uniformes prestados del cine y la imaginería nazi (Riefenstahl) o de la propaganda aliada de guerra o antisoviética de los 40 y 50, y en ocasiones alusiones directas que cuestionan la aparente normalidad de unos jóvenes que comienzan su instrucción con el mismo entusiasmo vivido en el equipo deportivo de su instituto.
La película, de hecho, se asienta en unas bases ideológicas mucho más marcadas. En Walker, de Alex Cox, la subversión ideológica se consigue mediante una voz en off que narra unos sucesos históricos mientras en pantalla vemos justo lo contrario, una contradicción que representa la hipocresía, preparándonos para asumir que la historia oficial y la historia colonialista objeto de la película son dos cosas muy diferentes. Aquí es la literalidad de la sociedad militarizante vivida como normal, y el brutal y sangriento retrato de la guerra, en contraste con esa normalidad. En ocasiones hay tanta sangre y casquería como en una película gore. El exceso recorre el celuloide con contadores de víctimas ascendiendo vertiginosamente, a modo de videojuego. O de noticieros de un futuro no muy lejano. Nadie se inmuta demasiado.
De forma semejante, se nos prepara un terreno ideológico muy concreto desde el principio de la película. La clase magistral del personaje de Michael Ironside exalta las virtudes castrenses y la ciudadanía plena como justa recompensa del ciudadano responsable, la violencia como fuente de autoridad, un discurso que presupone habitantes “B” privados de derechos políticos y otros privilegios. Ironside representa la típica figura a lo Ayn Rand, supuesta filósofa del libertarismo de derechas, que encaja perfectamente con el prototípico personaje de Heinlein; hombres hechos a sí mismos, que no dependen de nada ni de nadie, capaces de proezas en diversos campos, como el arquitecto de El manantial, apartados del espíritu gregario (¿socialista?, ¿estatista?, ¿democristiano?, ¿socialdemócrata? Seguramente todo ello). Irónicamente, nada más gregario y anulador de lo individual que el ejército.
Sus ideas, lejos de ser extravagantes, representan un sentir general. No vemos una distopía, sino una utopía positiva en la que el militarismo es la base para asegurar las libertades individuales, y por ello la llave al acceso máximo a ellas. Nos remite a la sociedad romana. Las reformas en el Ejército romano (en tiempos de Mario) para presentarlo como ascensor social representan un modelo de ejército profesional, pero indispensable para el ascenso desde sectores populares, el ejercicio de cargos públicos, o la posesión de generosas propiedades para el retiro. Es paradigmática la escena de las duchas unisex. Verhoeven se recrea con los cuerpos, nada extraño en él, pero mientras tanto cada uno cuenta de forma desenfadada sus razones para alistarse, incluyendo algunas tan sorprendentes como obtener autorización para ser madre, una medida percibida como de estado totalitario. Una escena casi de high school, con un discurso político potente entre líneas.
Hoy día se calcula que el cinco por ciento de los miembros del Ejército de los Estados Unidos son inmigrantes o ciudadanos naturalizados: un paso ultrarrápido para adquirir la ciudadanía americana. En ambos casos (Roma, USA), las levas son excepcionales, y esto es un modelo al que nos hemos ido aproximando en todo el globo. Celebrado como una victoria del pacifismo, es en realidad una calculada precaución en un contexto de guerra cada vez más tecnificado y menos necesitado de infanterías masivas. Si Curzio Malaparte en sus Técnicas del golpe de estado calculaba que bastaban mil técnicos cualificados, en la época, para llevarlo a cabo, el ejército profesional se asegura cierta fidelidad si no nacionalista, al menos corporativa. Es poco probable una sublevación a lo El acorazado Potemkin. La “clase obrera” del ejército es ahora “clase profesional” con aspiraciones.
En este caso, la perspectiva pacifista viene de unos padres de Johnny Rico privilegiados, que ya no necesitan subir más arriba en la escalera social. Irónicamente presentados como dogmáticos y elitistas, son el vivo retrato que el contragolpe conservador de Reagan haría de los demócratas que, como describen el politólogo Thomas Frank y el filósofo Slavoj Zizek, son representados frente a la “América profunda” como bebedores de café latte de la Costa Este o de Los Ángeles, privilegiados universitarios sin contacto con los problemas diarios. Johnny Rico se rebela ante la autoridad paterna solo para unirse a una autoridad institucional. Más tarde transitará por diversas figuras paternas sustitutivas, de nuevo con Michael Ironside y su compromiso castrense cerrando el círculo. Los padres de Rico son una anomalía y son retratados como personas que se han beneficiado demasiado sin contribuir, y en por ello sufren las consecuencias.
Son una anomalía --incluso los niños, sonrientes en los minireportajes de NODO, están dispuestos a contribuir--, junto con anuncios que parecen salidos de la Asociación Nacional del Rifle o de los defensores de la pena de muerte en Texas, la mayoría silenciosa de Nixon. Tras unos reveses militares, y con Rico ya más arriba en la cadena de mando, los nuevos reclutas que van llegando son niños, como en la defensa de Berlín.
Rico es a la vez la carne de cañón de una guerra cruel, expuesto a la violencia sin sentido, la carnicería, la brutalidad. Y a la vez, cada vez más, el privilegiado ciudadano modelo conquistando su derecho y el respeto de no ser un habitante de segunda, construyéndose como hombre en la retina de sus objetos de deseo (Denise Richards, Dina Meyer, ejemplos de las mujeres fuertes que le gusta retratar a Verhoeven) y de sus mentores (Michael Ironside, su sargento instructor): en una película como El motín del Bounty, los latigazos son castigos impuestos. Aquí, para Rico, son la oportunidad de continuar viviendo la experiencia castrense y forjarse como ciudadano completo tras su negligencia, es un castigo asumido voluntariamente, casi podría decirse que concedido graciosamente por sus superiores como gesto magnánimo, y ritualizado públicamente para reconquistar el respeto de sus padres.
Como destaca Jordi Costa, citado en el estupendo libro sobre Verhoeven de Tomás Fernández Valentí, Verhoeven es capaz de desdoblarse y de esconder lucidez tras lo que parece cine banal y un discurso de izquierdas bajo la literalidad de un discurso ultraderechista, subvirtiéndolo. Fernández Valentí señala acertadamente que, frente a la distancia crítica, Verhoeven opta por sumergirse en la estética fascista y narrarla desde dentro, con exagerado entusiasmo. También coincido con este autor en que lo terrible de ese mundo de libertades sacrificadas es la ausencia de disidencia, el conformismo y la aceptación acrítica de todos los individuos.
Verhoeven juega a la parodia, pero es una parodia muy seria, en la que nos pregunta qué pasaría si viviéramos en una sociedad en que la respuesta a la entusiasta afirmación “La infantería móvil me convirtió en el hombre que soy ahora”, hecha por un exsoldado lisiado, fuera una sonrisa.