Sombra del árbol caído
Relato por Carla Faginas Cerezo. Publicado en el número 2 (mayo 2014).
Solía decirme, con ademanes de viejo loco, que la sombra del árbol caído es siempre menos cambiante que la de aquellos que se alzan rectos hacia el cielo. Por aquel entonces yo apenas comprendía sus palabras, me limitaba a observarlo mesar su frondosa barba blanca, a aspirar el aroma a tabaco negro y regaliz de su chaqueta, que era siempre la misma, y a dejar que él me considerase, ingenuamente, su entregada pupila. Las arrugas de su cara eran profundos surcos que dibujaban ramificaciones infinitas sobre una tez más oscura y curtida que la corteza del árbol al que tanto hacía mención; sus manos ─grandes, toscas, ásperas─ envolvían siempre un taco de madera en el que tallaba figuritas de animales con una vieja navaja. Después, la enorme cicatriz, que le nacía en la sien y se perdía entre la barba, trazando una línea recta en el lado derecho del rostro, y que decía haberse hecho talando un tronco en su juventud para demostrar a sus allegados lo acertado de su hipótesis.
Sin embargo, no es hasta ahora, más de veinte años después, cuando comprendo la verdad de sus palabras, de la teoría del árbol caído y de su sombra, y encuentro por fin la directa relación que guarda con su profundo respeto hacia la virtud de la constancia. ─Fíjate en cómo gira la sombra de ese árbol ─decía─, es como la aguja de un reloj. Me cobija, sí, pero en unos minutos, a menos que yo me mueva a su merced, ya no lo hará. En cambio ─continuaba─, rara es la hora en que el árbol caído no da sombra a mis pies cuando me siento a descansar sobre su tronco. |