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Campeones otra vez

4/4/2021

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Hoy paseaba con el perro por la mañana y no me hacía falta ver la bandera que tengo colgada en el balcón para acordarme de lo de anoche. Muchas veces me imaginé cómo sería que la Real Sociedad ganara un título, y la verdad es que creo que lo he llevado con bastante serenidad. Dicho esto, es una sensación muy agradable la de la victoria, a la que no estoy muy habituado. Las imágenes de los jugadores recogiendo la Copa me parecían irreales y me recordaban a cuando he ganado algo con la Real en el FIFA.

Nuestros padres y abuelos vieron cómo los Arconada y compañía traían a Donosti en los ochenta dos ligas (80-81 y 81-82), la Copa del 87 y la Supercopa del 82, pero los millenials hemos crecido con algunas pocas alegrías (un subcampeonato de Liga, un par de clasificaciones para la Champions League y algunas participaciones en la UEFA), bastantes sinsabores (sobre todo en el torneo copero) y un descenso que duró tres interminables temporadas. Lo de ayer, ganar la Copa al Athletic en la madre de todos los derbis, sabe de maravilla. En general, he percibido que al otro lado de la A-8 se han tomado con deportividad la derrota y lo celebro. No me alegra el mal ajeno, pero reconozco que espero que reciban cierta cura de humildad los que nos han menospreciado y nos han dedicado desde Bizkaia palabras muy gruesas.

Me dio cierta tristeza perder en los penaltis las semifinales de la Supercopa ante el Barcelona después de merecer pasar a la final, pero la consecución de aquel título no tiene comparación con lo que significan la Liga y la Copa, los dos trofeos más importantes del fútbol español. Recuerdo que veraneando en A Coruña en los 2000, cuando el Deportivo había ganado la Liga, jugaba la Champions y ganó la Copa del célebre «centenariazo», tenían los trofeos de Supercopa junto con los Teresa Herrera en el Playa Club, establecimiento hostelero que pertenecía al equipo gallego y que estaba a escasos metros del Estadio de Riazor. Una cosa es que sea un torneo menor, pero me daba un poco de coraje que estuvieran a un paso de ponerlos para las propinas de los camareros. Hoy en día, ven muy lejana la opción siquiera de participar en la Supercopa.

Años pensando en cómo sería celebrar un título de la Real Sociedad mientras veía a otros (Barcelona, Madrid, Atlético, Zaragoza, Espanyol, Deportivo, Mallorca, Betis, Sevilla, Valencia...) ganarlos, y resulta que nos ha tocado hacerlo en época de pandemia, con el estadio vacío por precaución y sin poder apretujarnos en Alderdi Eder. Es lo que hay. Motivo de más para pelear si cabe con más ahínco y ser campeones otra vez.
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Balance rápido un año después

11/3/2021

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Corría el mes de enero de 2020 y yo le preguntaba por WhatsApp a un médico por el virus chino. Que a ver si era serio o una nota al pie de pagina. Me dijo que esperara un poco, pero que en un par de meses todo se tranquilizaría y podría reservar los billetes y hoteles de las vacaciones de verano sin problemas. Salvo honrosas excepciones, ciudadanía y sector sanitario éramos un poco escépticos ante aquel coronavirus y su capacidad de influir en nuestro día a día. También creo que responde a un mecanismo de supervivencia humano: negar la tragedia hasta que la tienes encima.

Mes y pico después de aquella conversación, celebrábamos el 8 de marzo con la mosca detrás de la oreja. Al día siguiente, lunes, cogí un tren con destino a Madrid y todo fue normal. Comí en el vagón cafetería, cogí el metro y me fui a descansar a casa. El martes, 10 de marzo, lo recuerdo como el día en el que empezamos a ser conscientes de que habíamos restado importancia a lo que se venía. En el metro, nos mirábamos con desconfianza y cuando terminó mi clase en la academia de inglés nos despedimos como si el jueves igual no fuéramos a vernos. El miércoles, el teletrabajo estaba ya generalizado y a partir de ahí estado de alarma, confinamiento, contagios, muerte, miedo, sufrimiento e incertidumbre.

Ha pasado un año y en lo personal no tengo que lamentar pérdidas humanas ni interminables ingresos hospitalarios. Considero que en casa hemos sido disciplinados y hemos ido esquivando la enfermedad. A veces no ha sido sencillo, puesto que todos tenemos en nuestro entorno a gente que no ha sido tan obediente o que incluso nos ha animado a saltarnos las normas con triquiñuelas variadas. En la Unión Europea ya contamos con cuatro vacunas diferentes y el futuro cada vez tiene mejor color. Mientras tanto, esta primavera huele a último esfuerzo, a último sacrificio, o eso quiero pensar. La prioridad debe ser seguir evitando todas las muertes posibles mientras nos van vacunando («vacunarse», por favor). Parece que estamos llegando al final de todo esto, aunque lo digo con la boca pequeña.
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Una pistola de verdad

3/2/2021

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Era el año 2007 y Golpe de estado, un grupo de rock and roll de Oñati (Gipuzkoa), publicaba su nuevo disco, de nombre Mi prisión. En el mundillo de la música alternativa y macarra de la provincia, donde estaba bastante metido gracias a la banda de la que formaba parte, tuvo muy buenas críticas. Era un trabajo muy contundente, las letras estaban más trabajadas que las de la media y sonaba  redondo.  Al año siguiente, los invitamos a un festival que organizábamos en Oiartzun y, aunque no levantaron pasiones, fueron probablemente los mejores de la noche con mucho. 

En aquel disco había una canción que se llamaba Una pistola de verdad. En una entrevista que les escuché en una radio local, contaba uno de los integrantes del grupo que en un comercio había escuchado a un niño pidiéndole a su padre «una pistola de verdad» y no la de juguete que ya tenía. A partir de ahí, dejaron volar su imaginación y conformaron una historia sobre un asesino sanguinario: «Ahora tiene una pistola de verdad, tiene una pistola y la quiere utilizar (...) tiene una pistola y los cojones de matar».

Hace unas semanas, terminé de teletrabajar en pijama y me quedé tomando un café mirando por la ventana. En la terraza de  los vecinos de enfrente, había unos chavales corriendo y los observé. Uno de ellos tenía un rifle de juguete e interpretaba el papel de asesino. El resto de niños, que no debían de tener más de 11-12 años, pedían clemencia antes de acabar muertos por el impacto de las balas imaginarias que disparaba el  propietario del arma de plástico. Corrí a por la cámara para captar el instante. La masacre ficticia terminó cuando llamaron a merendar a los chiquillos. 

Me resultó un juego ajeno (nunca mis padres me regalaron pistolas de mentira cuando era niño y eran bastante críticos con este tipo de juguetes y cualquier videojuego violento) y, de algún modo, también me incomodó verlo. Veo que pasan los años, los tiempos van evolucionando, y aún hay niños que piden pistolas y padres que se las compran.  No tengo certezas de que sea un estímulo negativo para los menores, pero tampoco tengo dudas de que en el amplio abanico de juguetes existen opciones mejores.  Desde luego, la escena era dantesca a la vista de los ojos de este adulto que la relata. 
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La gran nevada

11/1/2021

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Estábamos avisados de que se nos venía el cielo encima. Anunciaban con antelación que Madrid iba a vivir una nevada que, como mínimo, no tenía precedentes en el último medio siglo. Da la sensación de que no importó demasiado a los que tenían que estar prevenidos. Puntuales a su cita, el viernes 8 de enero empezaron a caer los primeros copos gordos sobre el asfalto capitalino a primera hora de la tarde. Poco tardó en extenderse una capa blanca de un grosor considerable sobre el pedazo de calle que se ve desde el salón de casa. A la hora de la cena, la cosa era seria y a la mañana siguiente la nieve del balcón se nos vino encima cuando, al despertarnos, subimos las persianas y abrimos los ventanales.

Yo creía que las autoridades competentes habían rogado (no sé hasta qué punto pueden obligar) a quien correspondiese que los comercios y las empresas echaran el cierre a una hora que no les dejara atrapados en la maraña de carreteras que rodean la ciudad. Pensé que algún plan tendrían para que la gente no se quedara sin poder moverse en un autobús urbano que no pudiera continuar con su ruta llegado un punto de la tarde. Ya ven que son ideas bastante poco pretenciosas: no estoy hablando de tener listo un dispositivo de quitanieves y un plan para que el personal básico (médicos, policías, bomberos y demás) pudiera ir a casa al finalizar sus turnos. El domingo, día uno sin precipitaciones en forma de nieve, las autoridades locales y regionales nos animaron a limpiar las aceras con palas. Lo que tendría que oír Manuela Carmena si esa propuesta se le hubiera ocurrido a ella cuando era alcaldesa y no fuera una invitación de populares y naranjas.

El domingo veía en las redes sociales unas imágenes de Gran Vía y Génova impolutas, con la nieve retirada y listas para que pasase todo el pelotón de la Vuelta a España si fuera necesario sin sufrir ni un resbalón. En cambio, los transeúntes que circulábamos por mi calle íbamos de patinazo en patinazo, interpretando una coreografía de movimientos rápidos y eléctricos con los que conseguíamos mantenernos en pie. He tenido que hacer un recado por Goya este lunes y parecía otra ciudad. Madrid funciona así: en Serrano es más sencillo encontrar un billete de cincuenta euros en el suelo que una caca de perro y en los barrios normales algunas vías parecen un campo de minas. No esperaba que nuestro portal, donde la suciedad puede esperar una quincena a que pase alguien a limpiarla, fuese a ser zona prioritaria en la tarea de retirada de nieve. Mi agradecimiento para los vecinos que, cansados de esperar, han ido limpiando la calle hasta con útiles de cocina para poder circular. Yo también utilicé el sábado una sartén en el balcón. Se hace lo que se puede.

En fin, que 2021 acaba de empezar, pero, por el momento, tiene margen de mejora.
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Fotografías de Iván Castillo Otero.
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Poniendo precio a la Navidad

1/12/2020

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¿Cuántos muertos son asumibles por celebrar la Navidad? Es una pregunta que muchos nos hacemos con la llegada de diciembre. Además, de forma inconsciente lo planteamos como si esas muertes fuesen a ser siempre de personas que no conocemos. Como si ir al puesto de trabajo, coger el transporte público o un encuentro con amigos sin las debidas precauciones no fueran a ser el desencadenante de que te llevaras a tus padres o abuelos por delante.

Hemos infantilizado la pandemia. Cuando nos han puesto la fotografía de un cadáver o la de una persona boca abajo con un respirador en la UCI de un hospital, hemos llegado hasta a ofendernos o sentirnos heridos (yo también). El día que se filtró el borrador del Gobierno para salvar la Navidad, morían 537 personas. Era la cifra de fallecidos más alta de la segunda ola. Intentar salvar el verano fue un tiro en el pie después del esfuerzo hecho en primavera y, si somos honestos, tratar de hacer lo mismo con las fiestas navideñas parece tan buena estrategia como la del alumno que intenta estudiar la noche previa al examen lo que no ha estudiado en las semanas anteriores. Si llevamos todo el año cerrando perimetralmente las regiones, especialmente en los puentes y festivos, ¿qué criterio técnico o científico avala que se permitan en Navidad la movilidad entre comunidades y las reuniones de más personas que las permitidas actualmente?

Dicho esto, no es el ciudadano común el que tiene que cargar con el peso completo de la toma de decisiones. Si el Gobierno dice que se eviten desplazamientos innecesarios por Navidad, no es de recibo que tenga que ser yo el que se vea obligado a ponderar si es o no necesario que viaje para pasar dichas fechas con mis padres. En mi opinión, eso tiene algo de dejación de funciones por parte de las autoridades.

Leía recientemente lo siguiente sobre Nochebuena y Nochevieja a Alberto Moyano en un artículo publicado en El Diario Vasco: «Que cada cual haga lo que considere, desde la certeza de que, por confusión, cariño, malentendido o ignorancia alguien saldrá herido de esas dos noches». Si se permite, todos, incluido yo, creo que intentaremos viajar para estar con los nuestros. Dicho esto, a día de hoy, tengo un intenso debate interno sobre qué debo hacer sea cual sea el nivel de permisividad por parte de los diferentes gobiernos.

Un país tan pegado a la religión cristiana como es Italia ya ha decidido no aflojar en Navidad. Ojalá que por celebrar el nacimiento de Jesús no tengamos que lamentar el fallecimiento de conciudadanos o seres queridos con el inicio del nuevo año.
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Muy real

16/11/2020

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Para Juan Carlos I tampoco ha sido un buen año este 2020 que está ya en su recta final. Hasta del país ha tenido que salir a hurtadillas para instalarse, de momento, en los Emiratos Árabes Unidos. A decir verdad, las noticias que salpican al rey emérito desde hace algunos años son de dos tipos y ninguno es bueno: problemas físicos que habitualmente terminan en intervenciones quirúrgicas o corruptelas varias en las que no falta ni la amante extranjera ni las comisiones millonarias. Lejos quedan los tiempos en los que para una gran parte de la ciudadanía era un personaje entrañable que, supuestamente, había hecho mucho por la llegada de la democracia al país. ¿Se acuerdan de los que no se consideraban monárquicos pero sí juancarlistas? No cotizan al alza desde la polémica de la cacería de elefantes en Botsuana que terminó en lesión, operación y disculpa pública. Las últimas informaciones son sobre un viaje a Kazajistán en 1998 con las que un servidor ríe por no llorar.

No es Juan Carlos I el único monarca europeo que se ha enfrentado a polémicas por actitudes poco decorosas. Recientemente, los reyes de los Países Bajos han tenido que pedir perdón por irse de vacaciones en plena pandemia y con el país sufriendo severas restricciones. Está justificado que el ciudadano común que no sufra síndrome de Estocolmo sienta que los reyes viven muy alejados de la plebe. Están instalados en otro mundo cazando elefantes en países lejanos o pasando días de vino y rosas mientras los mortales padecen una crisis económica desgarradora o no salen de casa por miedo a contagiarse en el contexto de una pandemia mundial.

De todo lo anteriormente relatado me acordé ayer, mientras disfrutábamos en casa de los dos primeros capítulos de la nueva temporada de The Crown. En el segundo, esta fantástica serie de Netflix sobre la familia real británica mostraba la primera visita de Margaret Thatcher al castillo de Balmoral (situado en Escocía, es propiedad de la realeza). En aquel momento, la recién nombrada primera ministra prepara sus planes de austeridad para hacer frente al desafío económico al que se enfrentaba el Reino Unido. En la serie, se ve como a ella le llevan los demonios por el tiempo que le hacen perder en frivolidades reales cuando lo que le gustaría hacer es estar trabajando. Mientras, se enseña a una familia real ajena a la situación de la nación y más preocupada por cazar a un ciervo de gran envergadura o disfrutar de juegos de sobremesa tras cenas de gala. Para alguien como yo, que estoy en las antípodas ideológicas de Thatcher y no puedo apoyar menos cualquier estrategia de un gobierno de ese pelaje, asusta terminar empatizando con la líder conservadora, que se desespera por tener desatendidas sus funciones por culpa de ese circo montado por los Windsor. No creo que a Isabel II le pueda gustar la imagen de despreocupación por lo que le ocurra a su pueblo que se da en la serie, aunque la verdad es que parece muy real (nunca mejor dicho).

Cuando un político mete la pata o actúa mal, siempre nos queda el consuelo de que podemos no volver a votarlo. En el caso de los reyes, al menos en España, solo nos queda por el momento esperar que el hijo sea menos malo que el padre. Qué panorama.
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Fuera de juego

20/10/2020

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Pasando la Navidad en Donosti, cogí el topo (así llamamos los guipuzcoanos a nuestro tren ligero que vertebra la provincia y llega hasta Bizkaia) bien temprano un día de estos que quedan entre Nochebuena y Nochevieja para ir a Errenteria a ver a mi sobrino jugar a fútbol. Participaba en un torneo de tropecientos equipos con partidos de veinte minutos. Llega un momento en el que no sabes en qué parcela de campo le toca ni a qué hora. Es un desorden organizado en el que los chavales echan el día.

Yo también fui , hace ya bastantes años, uno de esos chavales que hacía madrugar a su padre los sábados para ir a jugar un partido a algún rincón de la provincia. La época de primaria la recuerdo con cariño: jugábamos con el equipo del cole y éramos todos compañeros de curso. Había un ambiente sano y normalmente perdíamos. En un trimestre que nos tocaba jugar a baloncesto, recuerdo que caímos por 123 a 6 y salimos cantando de la cancha. Es posible que tengamos nosotros mejor recuerdo de aquel día que los que ganaron. 

Al entrar en secundaria, la cosa se «profesionaliza» un poco. En mi opinión, era demasiado pronto, pero es que ahora esa   «profesionalización »    del deporte de niños (que es lo que eres con 10, 11 o 12 años) llega mucho antes.  Mi sobrino, que estaba en sexto de primaria, ya llevaba tiempo compaginando los partidos con el equipo del cole con los del club del barrio. Yo llegué al club con el que jugué hasta cadetes  en primero de la ESO, que es cuando terminaba el deporte escolar (en ese en el que lo importante, en principio, es participar). 

Para mí, un chico extrovertido solo cuando está en confianza, llegar a un club en el que no conocía a nadie en el vestuario y en el que se podía ascender y descender de categoría en función de los resultados fue un choque bastante grande. La gran mayoría de padres de mis compañeros  de equipo pensaban que tenían a Rivaldo en casa y se dedicaban todo el partido a gritar y protestar desde la grada. A mí me generaba un poco de malestar todo aquello: la presión desmesurada por no bajar de división, los gritos, etc. Estaba, nunca mejor dicho, en fuera de juego.

Como era calladito, en mi primer año de infantil en el vestuario se me comían. Había algunos chicos que tenían un año más que yo (a esas edades, un mundo)  y se metían conmigo por cuestiones físicas, me quitaban alguna cosa de mi mochila cuando estaba en la ducha y demás putadas. Yo, como tenía muchas ganas de jugar a fútbol en el equipo del barrio, me aguantaba. En casa, ni palabra. En mi segundo año de infantil, yo había echado cuerpo y era de los veteranos del equipo. Al encontrarme más cómodo, mi rendimiento fue muy bueno y, al terminar la temporada, me ascendieron al cadete de primera para el siguiente curso.

Casi todos los que me habían tratado mal estaban en el cadete de honor (una división superior), así que me presenté tranquilo al primer entrenamiento en agosto.  Cuando faltaban un par de semanas para empezar la liga, en el club me dijeron a ver si quería ir con el equipo de división de honor a un torneo de pretemporada en Palencia. Deportivamente, era la leche, pero solo de pensar en pasar dos o tres días fuera de casa con esos salvajes me ponía malo. Cuando llegué a casa y conté la oportunidad que se me presentaba, mis padres no entendían que no quisiera ir. Recuerdo que me puse a llorar y les dije lo malos que eran esos chicos y lo desgraciados que habían sido conmigo. Me apoyaron en mi decisión de no ir y de cara al club nos inventamos algún evento familiar que coincidía con el viaje a tierras palentinas.

​Aquella temporada, luchamos hasta la última jornada por no bajar de primera cadete a segunda, pero no lo logramos. La del año siguiente fue mi última temporada jugando a fútbol con ficha y federado. Jugué de nuevo en primera cadete gracias a un convenio de mi club con otro de la ciudad por el que absorbimos su plaza en la categoría. Chanchullos de poca monta, vamos. Colgué las botas y me dediqué a otros menesteres porque  mis mejores compañeros habían ido quedándose por el camino y yo no aguantaba más aquel ambiente nocivo y machorro en el que la competitividad estaba desbocada y poco se fomentaban valores mucho más saludables en chavales aún menores de edad. 

Cuando estaba pasando un frío del quince en Errenteria viendo a mi sobrino, me fijé en que el padre-entrenador que grita desde la grada no se ha extinguido. También me fijé en que, al menos desde fuera, el ambiente entre compañeros parecía bastante más amistoso que el que yo viví años antes. Aquellas Navidades le pregunté dos o tres veces a mi sobrino qué tal era la gente en el vestuario y me dijo que todo bien, que iba contento y que a veces le daban pereza los partidos en sábados lluviosos y fríos. Él es bastante de dormir.  Yo también.
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Ahora que ya ha llegado el otoño

26/9/2020

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Durante las primeras semanas de pandemia y confinamiento todo era muy visceral. No había grises ni término medio: o el Gobierno era criminal y asesino o estaban salvándonos de una muerte segura. Creo que todos, en mayor o menor medida, caímos en ese juego. A ratos, era difícil mantener la calma y ver la situación con un poco de frialdad. En la actualidad, las cifras no terminan de acompañar (sobre todo en lugares como la Comunidad de Madrid) y vivimos en una situación de incertidumbre continua, pero el monotema ya lo es un poco menos.

Parece que ha pasado mucho desde que se aplaudía a las ocho y hacíamos cola para entrar al supermercado. Es por el verano, que cumple la función de simular que el tiempo transcurre a otro ritmo más pausado. Termina un curso y empieza otro y es un pequeño borrón y cuenta nueva en medio del año. La realidad es que eso sucedió hace solo un puñado de meses y hemos pasado de tomar todo tipo de precauciones como desinfectar la compra o dejar los zapatos en el felpudo a preguntarnos cuándo nos dejarán ir al fútbol. Es natural que miremos hacia adelante y actuar como si lo gordo hubiera pasado, aunque no son pocos los expertos que creen que las prisas estivales hicieron que la puerta del redil se abriera de manera demasiado brusca.

En marzo y abril tenía dos o tres grupos de WhatsApp en los que seguíamos el conteo de víctimas y contagios casi a tiempo real. Hacíamos un parón en nuestros quehaceres a mediodía para comentar los datos que publicaba el Ministerio de Sanidad. Huelga decir que ya no lo hacemos. A nivel personal, a veces necesito desconectar. Me pasa como en la época más caliente del procés, cuando despegué de Rabat una tarde de octubre sin saber si al aterrizar en Madrid Cataluña sería ya independiente. Tal saturación y bombardeo informativo me generaba malestar y tomé un poco de distancia.

Twitter para esto de la pandemia es terrible. Todos los usuarios de esta red social tenemos varias cuentas rondándonos que no dejan de comentar una cosa y la contraria según la semana. Lo normal es que lo hagan con poco ánimo constructivo y desde la atalaya del que, supuestamente, no tiene ideología y no se casa con nadie. Evidentemente, eso es una quimera: nadie es impermeable a las ideologías y todos no son iguales. Honestamente, me es indiferente que se crean por encima del bien y del mal. Ahora bien: lo realmente importante en esta vida es darse cuenta de cuando se está empezando a ser cansino.

Ahora que ya ha llegado el otoño, ese otoño temible en el que podía llegar una segunda ola que se ha adelantado, veo con inquietud lo que resta de año, pero creo que he aprendido a llevarlo más o menos.
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Desvelo

10/8/2020

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Me desvelé un rato la madrugada del viernes al sábado. Pensé que tenía delito escapar del bochorno madrileño al frescor gallego y que me levantase en medio de la noche acalorado. Abrí la ventana de la habitación para que corriera el aire. La calle estaba vacía y el único ruido provenía del cielo, donde las gaviotas coruñesas se comunicaban a gritos las unas con las otras. No recordaba que fueran tan ruidosas también antes de que amaneciera. Aproveché para anotar algunas frases en el móvil pensando en mi cumpleaños, que es el 15 de agosto. 

Me he retirado al noroeste peninsular para cumplir los treinta años. No ha sido algo premeditado, ya que en 2020 las cosas van pasando sin planearlas demasiado. A comienzos de año, otro escenario rondaba mi cabeza para estas fechas, pero, pandemia mediante, la vía gallega ha sido un gran alternativa. No recuerdo sentir nada fuera de lo común cuando cumplí veinte y una década después estoy en las mismas. Por aquel entonces, estaba en el ecuador de la carrera y disfrutaba de la vida universitaria en Bilbao. Ahora vivo en Madrid, llevó tiempo largo en el mercado laboral y me reconozco un tipo feliz.

Hace diez años todo era más despreocupado (no por ello mejor) y, desde entonces, he desarrollado la capacidad de preocuparme más por todo. Como consecuencia, creo que también he aprendido a estar triste de vez en cuando.  Supongo que es ley de vida.

Si miro un poco más hacia atrás, ahora tengo las ideas más claras y la sangre menos caliente. Como más conservas de bote de cristal que de lata. Tengo un oído más generoso con estilos musicales que antes no entraban en mi radio de atención (lo mismo me pasa con el cine y los libros). Estoy menos esbelto y lozano y también salgo menos de copas (esto último lo digo sin ninguna pena). Creo que tengo  más inquietudes, que es algo que me gusta. 
 
Me fue entrando el sueño, me terminé durmiendo y no anoté mucho más. Solo fue un breve desvelo. 
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Cuatro meses después

13/7/2020

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Mientras hago la cola del bus Madrid-Donosti, la megafonía de la estación de la Avenida América pide que se respete la distancia de seguridad. Yo soy muy obediente y lo cumplo, aunque instantes después me meta en un habitáculo estrecho con otras 54 personas durante seis horas y lleve a otro individuo codo con codo. Pienso en esta contradicción y sonrío, aunque nadie se entera porque soy una mascarilla con gafas (a ratos empañadas).  
​
Me toca al lado un muchacho que está en la treintena, lleva unos auriculares grandes, pelo corto, una sudadera ancha y perilla. También lleva gafas, como un servidor, pero, cuando nada más arrancar se baja la mascarilla, le recuerdo que debe llevar tapada la nariz. Se la tapa sin mediar palabra. Nuestra relación termina ahí. 

Llevaba cuatro meses sin ir a Donosti a ver a mi familia. Quiso la casualidad que el fin de semana del 7 y 8 de marzo fuera a visitarlos. Luego, todo se precipitó, nos confinaron y lo demás es historia. Pensaba que entre los madrileños existía cierta laxitud a la hora de guardar las distancias y llevar mascarilla, pero la verdad es que en Donosti a veces soy el único que la lleva puesta en toda la calle. Incluso tengo la sensación de que me miran con extrañeza. 

Igual que hice el sábado 7 de marzo, voy a contarme el pelo a donde Emily, que es mi peluquera desde que era un crío. Me cuenta que las ha visto de todos los colores pagando el alquiler y gastos varios durante dos meses sin ingresos. Dice que trabajó en jornadas de doce horas sin parar cuando les dejaron volver al tajo, pero que aquello ya pasó y que la gente ha empezado a recortar el gasto de peluquería. Que a menos ocio, menos necesidad de arreglarse la cabellera tiene el personal, y que la sensación de que nos pueden confinar de nuevo hace que muchos clientes se ahorren ese gasto y guarden los duros por si las moscas.

Me paso por los puestos callejeros del mercado de la Bretxa y hay bastante movimiento. No todos los vendedores llevan mascarilla, pero a estas alturas ya estoy curado de espanto. Camino hasta Lagun para preguntar por un par de libros. También estuve aquel fin de semana de marzo, el último de la vieja normalidad, pero ahora no me paro a mirar en las estanterías. La dependienta me dice que uno lo tienen y el otro no. Me cobra y, en nuestro afán por mantener todas las medidas de seguridad posibles, terminamos tocándonos una mano cuando me da el recibo. Reímos nerviosos. Yo seguro, ella creo que también por la expresión de sus ojos, que es lo único que le veo de la cara. 

De charla en casa con mis padres, los encuentro muy concienciados. Ellos tienen bastante vida social y han cortado todo lo que han podido para no exponerse. Le tienen respeto al coronavirus y le quieren a la vida. Están un poco apurados por la insolidaridad de sus conciudadanos con el tema de la mascarilla y las distancias y los únicos planes que han hecho desde que se levantó el estado de alarma son ver a mis hermanas, pasear y tomar un par de vinos o tres en alguna terraza.

Me vuelvo a Madrid con más dudas que certezas. No sé si el mes que viene podré verlos en carne y hueso. No sé si todos estos rebrotes son algo normal con lo que tenemos que convivir sin perder la calma. No sé si son el preludio de otro encierro. Honestamente, me da la sensación de que los que tienen la responsabilidad de tomar las decisiones tampoco tienen muchas certezas. No me gustaría estar en su pellejo.
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    Sin clasificar es un blog escrito por Ivan Castillo Otero, periodista por vocación que tuvo la suerte de nacer en San Sebastián. En este rincón entra todo, es un cajón de sastre, un cuaderno de bitácora de reflexiones. 

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