Sísifo y la democracia: una reflexión al hilo de una tarea interminable y traicionera
Por Adur Bravo Letona. Artículo publicado en el número 2 (mayo 2014).
Existen multitud de maneras de abordar la problemática que subyace a la cuestión democrática. Se ha venido repitiendo ad nauseam que, etimológicamente, el vocablo democracia procede de las voces griegas demos y kratos, y es por eso que se la conoce de manera un tanto entrañable como el gobierno del pueblo. No es menos habitual realizar un ejercicio de corte retrospectivo en el que se dé cuenta del origen de las primeras democracias griegas con el modelo ateniense como incuestionable referente: las reformas, la rotación de cargos, las asambleas... Todo ello nos resulta familiar y, quien más quien menos, alardea del ideal democrático que ha guiado el imparable progreso de las sociedades occidentales desde, convengamos en ello, el siglo XIX. Por todo ello podría pensarse que en los tiempos que corren se tiene una idea bastante clara de lo que es la democracia, pero no aventuremos acontecimientos. A fuer de ser sincero, estimo que el término democracia ha sido objeto de una pauperización conceptual fruto de una banalización en su uso. La constante referencia a lo democrático ha terminado por no ser capaz de ir más allá de una vaga insinuación de reconfortantes ideales entre los que destaca, por encima de todos, el papel de los ciudadanos que, en calidad de soberanos, deciden quiénes los representarán en la arena política. Tocqueville manifestaba lo siguiente a propósito de esta cuestión (2006:406):
"(Los ciudadanos) se consuelan de su tutelaje pensando que son ellos mismos quienes eligen sus tutores. (…) Con este sistema, los ciudadanos salen un momento de la dependencia para elegir a su amo y vuelven luego a ella”.
En este breve artículo mi objetivo es abordar uno de los principales rasgos que configuran, sensu stricto, el ideal democrático y que es, a mi juicio, uno de los grandes damnificados por la pauperización conceptual a la que he hecho referencia con anterioridad: la noción de la democracia como una forma de gobierno en absoluto acabada y que precisa de una continua implicación de los agentes de que se compone la sociedad para su correcto desarrollo. Estimo que la defensa de esta tesis en apariencia simple conforma una tarea lo suficientemente ambiciosa dadas las características de este escrito.
Antes de nada resulta necesario tomar conciencia acerca de la complejidad de lo político, lo cual no puede circunscribirse a un conjunto concreto de relaciones, sino que, al contrario, impregna todo el tejido social. La reflexión acerca de la democracia consiste en una identificación de los principios generadores de una sociedad y, además, de las articulaciones concretas que experimentan las divisiones en ella presentes. Tal y como supo apreciar Tocqueville, y más tarde mucho otros teóricos entre los que rescato a Claude Lefort, la principal consecuencia de las revoluciones democráticas no es otra que la desacralización de las distinciones entre los hombres. La evidente jerarquía derivada de la encarnación del poder en la figura del príncipe dotaba a los miembros de las sociedades del Antiguo Régimen de una tácita cartografía que delineaba su rol en todos los niveles de lo social. En palabras de Lefort (1981:189): “Había un saber de lo que era el uno para el otro, saber latente pero eficaz, que resistía a las transformaciones de hecho, económicas y técnicas”.
A partir del advenimiento de la democracia, tanto el derecho como el conocimiento quedan imbuidos de un halo de provisionalidad que los despoja de cualquier clase de connotación definitiva o acabada y sienta las bases para la razonable expectativa de su desarrollo. El discurso cultural/social/político dominante, a su vez, no cesa de transformarse y precisa de un continuo esfuerzo interpretativo que amenaza con convertir en estériles las tentativas realizadas a este respecto que hallen su fundamento en teorizaciones tradicionales. Es en este contexto en el que encuentra acomodo la noción del poder como lugar vacío propuesta por Lefort, quien considera que éste, en tanto que instancia puramente simbólica, no puede serle consustancial a ningún individuo ni a ningún grupo. Huelga decir que esta conceptualización del lugar vacío necesita de un contexto democrático funcional para desarrollarse plenamente. Es por eso que juzgo conveniente reposar la mirada en aquellos fenómenos que pueden poner en peligro el correcto funcionamiento de la maquinaria democrática.
Sartre, el existencialista par excellence, sostenía que los individuos son arrojados al mundo y que es entonces, y no antes, cuando comienzan a definir su esencia mediante el genuino ejercicio de una libertad de elección que a menudo se desarrolla en situaciones de angustia emocional. Aun a riesgo de ofrecer una visión reduccionista de ese postulado, tomemos como referencia cualquier sociedad democrática occidental. La libertad es el valor preponderante en estas sociedades, pero ésta, si se toma en su sentido más pleno e incondicional, puede resultar, como creían los existencialistas, abrumadora y dar origen a sentimientos de desamparo, desarraigo o indefinición. Así, los individuos renuncian conscientemente a un ejercicio incondicional de su libertad delegando en el Estado y en los representantes políticos por ellos elegidos la responsabilidad de administrar los asuntos públicos y, en definitiva, de configurar un aparato burocrático. Este fenómeno se traduce en una oposición dicotómica entre la esfera pública y la privada y los ideales de igualdad y libertad, respectivamente, como exponentes del talante de las mismas. Una vez más, Tocqueville supo anticipar esta situación (2006:406):
“En nuestros contemporáneos actúan incesantemente dos pasiones opuestas; sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de permanecer libres. No pudiendo acabar con ninguna de estas inclinaciones contradictorias, se esfuerzan por satisfacer ambas a la vez”.
Esta renuncia parcial a la libertad que en apariencia podría resultar razonable (y que se encuentra en las antípodas de la noción de voluntad general rousseauniana) deviene en una alienación cuya intensidad puede oscilar entre la expresión más mundana del desinterés y la más tediosa apatía. En todo caso, espero no hallar mayor inconveniente en considerar este fenómeno como manifiestamente nocivo para la subsistencia de las sociedades democráticas, entendidas éstas en su más plena expresión y no como sucedáneos tardocapitalistas. Reposemos una vez más la mirada en Tocqueville (2006:408):
“En efecto, se hace difícil concebir cómo hombres que han renunciado enteramente al hábito de dirigirse a ellos mismos podrían elegir acertadamente a quienes han de conducirles; y no es posible que un gobierno liberal, enérgico y sabio, se establezca con los sufragios de un pueblo de esclavos”.
Si por influencia de esta renuncia, y del desinterés político que genera, las tensiones derivadas del conflicto político inherente a la sociedad se diluyen, el poder regresa al plano de lo real. Este descenso desde la dimensión simbólica trae consigo un abandono de las consciencia de la diferencia y de la división como ingredientes imprescindibles de cualquier sociedad que aspire a ser considerada democrática. Así, asistimos a la, según Lefort (1981:192) “reactivación de la búsqueda de un cuerpo soldado, de un poder encarnador que hace surgir el totalitarismo”.
Bibliografía
– LEFORT, Claude: La invención democrática. Democracia y advenimiento de un lugar vacío. Nueva Visión. Buenos Aires, 1981.
– TOCQUEVILLE, Alexis de: La democracia en América. Vol. 2. Alianza. Madrid, 2006.
"(Los ciudadanos) se consuelan de su tutelaje pensando que son ellos mismos quienes eligen sus tutores. (…) Con este sistema, los ciudadanos salen un momento de la dependencia para elegir a su amo y vuelven luego a ella”.
En este breve artículo mi objetivo es abordar uno de los principales rasgos que configuran, sensu stricto, el ideal democrático y que es, a mi juicio, uno de los grandes damnificados por la pauperización conceptual a la que he hecho referencia con anterioridad: la noción de la democracia como una forma de gobierno en absoluto acabada y que precisa de una continua implicación de los agentes de que se compone la sociedad para su correcto desarrollo. Estimo que la defensa de esta tesis en apariencia simple conforma una tarea lo suficientemente ambiciosa dadas las características de este escrito.
Antes de nada resulta necesario tomar conciencia acerca de la complejidad de lo político, lo cual no puede circunscribirse a un conjunto concreto de relaciones, sino que, al contrario, impregna todo el tejido social. La reflexión acerca de la democracia consiste en una identificación de los principios generadores de una sociedad y, además, de las articulaciones concretas que experimentan las divisiones en ella presentes. Tal y como supo apreciar Tocqueville, y más tarde mucho otros teóricos entre los que rescato a Claude Lefort, la principal consecuencia de las revoluciones democráticas no es otra que la desacralización de las distinciones entre los hombres. La evidente jerarquía derivada de la encarnación del poder en la figura del príncipe dotaba a los miembros de las sociedades del Antiguo Régimen de una tácita cartografía que delineaba su rol en todos los niveles de lo social. En palabras de Lefort (1981:189): “Había un saber de lo que era el uno para el otro, saber latente pero eficaz, que resistía a las transformaciones de hecho, económicas y técnicas”.
A partir del advenimiento de la democracia, tanto el derecho como el conocimiento quedan imbuidos de un halo de provisionalidad que los despoja de cualquier clase de connotación definitiva o acabada y sienta las bases para la razonable expectativa de su desarrollo. El discurso cultural/social/político dominante, a su vez, no cesa de transformarse y precisa de un continuo esfuerzo interpretativo que amenaza con convertir en estériles las tentativas realizadas a este respecto que hallen su fundamento en teorizaciones tradicionales. Es en este contexto en el que encuentra acomodo la noción del poder como lugar vacío propuesta por Lefort, quien considera que éste, en tanto que instancia puramente simbólica, no puede serle consustancial a ningún individuo ni a ningún grupo. Huelga decir que esta conceptualización del lugar vacío necesita de un contexto democrático funcional para desarrollarse plenamente. Es por eso que juzgo conveniente reposar la mirada en aquellos fenómenos que pueden poner en peligro el correcto funcionamiento de la maquinaria democrática.
Sartre, el existencialista par excellence, sostenía que los individuos son arrojados al mundo y que es entonces, y no antes, cuando comienzan a definir su esencia mediante el genuino ejercicio de una libertad de elección que a menudo se desarrolla en situaciones de angustia emocional. Aun a riesgo de ofrecer una visión reduccionista de ese postulado, tomemos como referencia cualquier sociedad democrática occidental. La libertad es el valor preponderante en estas sociedades, pero ésta, si se toma en su sentido más pleno e incondicional, puede resultar, como creían los existencialistas, abrumadora y dar origen a sentimientos de desamparo, desarraigo o indefinición. Así, los individuos renuncian conscientemente a un ejercicio incondicional de su libertad delegando en el Estado y en los representantes políticos por ellos elegidos la responsabilidad de administrar los asuntos públicos y, en definitiva, de configurar un aparato burocrático. Este fenómeno se traduce en una oposición dicotómica entre la esfera pública y la privada y los ideales de igualdad y libertad, respectivamente, como exponentes del talante de las mismas. Una vez más, Tocqueville supo anticipar esta situación (2006:406):
“En nuestros contemporáneos actúan incesantemente dos pasiones opuestas; sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de permanecer libres. No pudiendo acabar con ninguna de estas inclinaciones contradictorias, se esfuerzan por satisfacer ambas a la vez”.
Esta renuncia parcial a la libertad que en apariencia podría resultar razonable (y que se encuentra en las antípodas de la noción de voluntad general rousseauniana) deviene en una alienación cuya intensidad puede oscilar entre la expresión más mundana del desinterés y la más tediosa apatía. En todo caso, espero no hallar mayor inconveniente en considerar este fenómeno como manifiestamente nocivo para la subsistencia de las sociedades democráticas, entendidas éstas en su más plena expresión y no como sucedáneos tardocapitalistas. Reposemos una vez más la mirada en Tocqueville (2006:408):
“En efecto, se hace difícil concebir cómo hombres que han renunciado enteramente al hábito de dirigirse a ellos mismos podrían elegir acertadamente a quienes han de conducirles; y no es posible que un gobierno liberal, enérgico y sabio, se establezca con los sufragios de un pueblo de esclavos”.
Si por influencia de esta renuncia, y del desinterés político que genera, las tensiones derivadas del conflicto político inherente a la sociedad se diluyen, el poder regresa al plano de lo real. Este descenso desde la dimensión simbólica trae consigo un abandono de las consciencia de la diferencia y de la división como ingredientes imprescindibles de cualquier sociedad que aspire a ser considerada democrática. Así, asistimos a la, según Lefort (1981:192) “reactivación de la búsqueda de un cuerpo soldado, de un poder encarnador que hace surgir el totalitarismo”.
Bibliografía
– LEFORT, Claude: La invención democrática. Democracia y advenimiento de un lugar vacío. Nueva Visión. Buenos Aires, 1981.
– TOCQUEVILLE, Alexis de: La democracia en América. Vol. 2. Alianza. Madrid, 2006.