Santos y la paz a regañadientes
Por Camilo Perdomo. Publicado en el número 3 (julio 2014).
El mes de junio quedará impreso en la memoria de los colombianos, pero no por el espectacular papel que desarrolló la selección nacional de fútbol durante el mundial, sino por la apuesta firme de la sociedad del país andino por superar el conflicto y dar su voto al candidato presidencial que apostó por la paz: Juan Manuel Santos.
La segunda vuelta para las elecciones presidenciales, prevista para el 15 de junio, se anunciaba de infarto: la alta abstención presentada durante la primera vuelta celebrada el 25 de mayo, que llegó al 59,93%, y la euforia desatada por la selección nacional de fútbol, que jugaba su segundo partido en el mundial un día antes de la llamada a las urnas, ponía a los candidatos muy cuesta arriba seducir a los electores para que se movilizaran a depositar su voto.
En el caso del candidato presidente, Juan Manuel Santos, lo acusaba un desgaste político por las promesas incumplidas durante su mandato 2010- 2014: la construcción de cien mil viviendas, el aumento del empleo formal, el aumento de la calidad de la enseñanza pública, una reforma fiscal más justa o el combate a la corrupción. Además, Santos apostó todo a la carta de la paz con las FARC, dando pocas o ninguna solución a problemas tan severos como la crisis agraria y la pérdida de competitividad que vive el país desde la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio con EE.UU., la crisis del sistema de salud, el alto coste de vida, las altas tasas de impunidad o la rampante corrupción de la clase política.
El caso de Zuluaga es mucho más simple. El candidato de la extrema derecha y cachorro del expresidente Uribe era sorprendido espiando al Estado. Sí, aunque parezca mentira, el candidato y su partido infiltraron los ordenadores de las Fuerzas armadas, los negociadores de la paz con las FARC, que se encontraban en la Habana, y la campaña de Santos. En un polémico vídeo, Óscar Ivan Zuluaga le daba órdenes a un hacker para obtener información que pudiera desprestigiar la campaña de su contendor. Era como el Watergate a la colombiana, solo que, en este caso, Zuluaga no dejó de ser candidato ni se le abrió investigación alguna desde la fiscalía.
Sin embargo, pese a la guerra sucia desatada por el candidato de la extrema derecha y la “mermelada” repartida a los caciques locales desde el presupuesto nacional por el presidente Santos, los colombianos tenían que hacer de tripas corazón e ir a las urnas inmersos en este dilema: votar por Santos, que quiere la paz, o votar por Zuluaga y continuar la guerra, o lo que es lo mismo: votar por un candidato de derecha o de extrema derecha.
El 15 de Junio, finalmente, Santos consigue alzarse con el triunfo apoyado por las fuerzas más progresistas del país, aniquilando los fantasmas de la guerra al enemigo interior y acabando con la persecución y el estigma a las fuerzas de izquierda de Colombia. En principio, las políticas de Santos de reconocimiento del conflicto, reparación de las víctimas del mismo y su decisión de negociar con las FARC han ido allanando el terreno para la paz y seducido a los más escépticos, ¿pero si hace cuatro años apostaba por el conflicto, por qué su apuesta por la paz?
Cabe destacar que, pese a los éxitos económicos de los últimos años, el desorbitado gasto militar que soportan las arcas públicas desde la implantación del “Plan Colombia”, en el marco de la lucha contra las drogas en 2002, se hace insoportable, ya que se destina casi la mitad del presupuesto al pago de la deuda externa y al gasto en defensa. Colombia posee un ejército de quinientos mil combatientes, superando a países como Brasil, que lo triplica en población y solo tiene trescientos setenta y cinco mil hombres en armas.
El tiempo de vacas gordas comienza a terminar por el debilitamiento de las potencias emergentes y la desaceleración del consumo de materias primas, una situación que perjudica directamente a Colombia, así que, haciendo una proyección sobre los costes que tendría la jubilación y subsidios que recibirían los miembros de las Fuerzas Armadas en un futuro no tan lejano, o el gobierno pone freno al crecimiento del pie de fuerza militar o no habrá economía que lo resista.
Durante años, la política estatal se basó en hacer presencia militar en el territorio en detrimento de la justicia, la salud y la educación. El posconflicto, que no es más que regresar a una inversión pública coherente, necesita recursos para el fortalecimiento del Estado y la inversión social, dejar de lado la visión militarista y quitar argumentos a las protestas sociales actuales.
Pero el dilema de Santos va mucho más allá de un lavado de cara ante la comunidad internacional en busca de más inversión externa. Sabe que el conflicto no vende la marca Colombia, que los negocios en medio de las balas no gustan a nadie y que la paz vende más que la guerra. No obstante, Santos lleva en su ADN el gen neoliberal y la paz no se construye ampliando la brecha entre ricos y pobres, dando excepciones fiscales a las multinacionales, desarrollando una política agraria que beneficia a los latifundistas o privatizando las pocas empresas públicas que quedan. La paz necesita muchos más recursos y una gestión con visión social, por ello, la incorporación de la izquierda dentro de su coalición de gobierno y una posible reducción del gasto militar.
Ahora, la paz centrará la democracia colombiana en la lucha contra el narcotráfico. Una lucha que, aunque ha sido arengada como política estatal, sirvió para el combate a las guerrillas pero no para debilitar la producción de cocaína ni las mafias. El estado colombiano está permeado por este fenómeno y una regeneración democrática no puede venir desde las élites de siempre. Santos sabe que debe dar un giro a la izquierda, reforzar el estado de derecho y combatir a los políticos vinculados con el narcotráfico. Sin embargo, ¿cómo dar la espalda a los caciques locales que apoyaron su campaña y tienen vínculos con los negocios ilegales? ¿Cómo atajar políticamente a las fuerzas progresistas del país cuando el estigma del terrorismo, si el acuerdo de paz llega a buen puerto, ya no podrá ser usado como arma arrojadiza? ¿Cómo calmar los ánimos de un ejército que ha vivido en la opulencia y que perderá gran parte de su presupuesto? ¿Cómo conjugar neoliberalismo con políticas sociales?
Santos ha ganado, la sociedad colombiana también, pero durante su próximo mandato veremos si esa paz, aceptada a regañadientes, se convierte en una promesa electoral más sin cumplir o, simplemente, pone punto y final a sesenta años de conflicto.
La segunda vuelta para las elecciones presidenciales, prevista para el 15 de junio, se anunciaba de infarto: la alta abstención presentada durante la primera vuelta celebrada el 25 de mayo, que llegó al 59,93%, y la euforia desatada por la selección nacional de fútbol, que jugaba su segundo partido en el mundial un día antes de la llamada a las urnas, ponía a los candidatos muy cuesta arriba seducir a los electores para que se movilizaran a depositar su voto.
En el caso del candidato presidente, Juan Manuel Santos, lo acusaba un desgaste político por las promesas incumplidas durante su mandato 2010- 2014: la construcción de cien mil viviendas, el aumento del empleo formal, el aumento de la calidad de la enseñanza pública, una reforma fiscal más justa o el combate a la corrupción. Además, Santos apostó todo a la carta de la paz con las FARC, dando pocas o ninguna solución a problemas tan severos como la crisis agraria y la pérdida de competitividad que vive el país desde la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio con EE.UU., la crisis del sistema de salud, el alto coste de vida, las altas tasas de impunidad o la rampante corrupción de la clase política.
El caso de Zuluaga es mucho más simple. El candidato de la extrema derecha y cachorro del expresidente Uribe era sorprendido espiando al Estado. Sí, aunque parezca mentira, el candidato y su partido infiltraron los ordenadores de las Fuerzas armadas, los negociadores de la paz con las FARC, que se encontraban en la Habana, y la campaña de Santos. En un polémico vídeo, Óscar Ivan Zuluaga le daba órdenes a un hacker para obtener información que pudiera desprestigiar la campaña de su contendor. Era como el Watergate a la colombiana, solo que, en este caso, Zuluaga no dejó de ser candidato ni se le abrió investigación alguna desde la fiscalía.
Sin embargo, pese a la guerra sucia desatada por el candidato de la extrema derecha y la “mermelada” repartida a los caciques locales desde el presupuesto nacional por el presidente Santos, los colombianos tenían que hacer de tripas corazón e ir a las urnas inmersos en este dilema: votar por Santos, que quiere la paz, o votar por Zuluaga y continuar la guerra, o lo que es lo mismo: votar por un candidato de derecha o de extrema derecha.
El 15 de Junio, finalmente, Santos consigue alzarse con el triunfo apoyado por las fuerzas más progresistas del país, aniquilando los fantasmas de la guerra al enemigo interior y acabando con la persecución y el estigma a las fuerzas de izquierda de Colombia. En principio, las políticas de Santos de reconocimiento del conflicto, reparación de las víctimas del mismo y su decisión de negociar con las FARC han ido allanando el terreno para la paz y seducido a los más escépticos, ¿pero si hace cuatro años apostaba por el conflicto, por qué su apuesta por la paz?
Cabe destacar que, pese a los éxitos económicos de los últimos años, el desorbitado gasto militar que soportan las arcas públicas desde la implantación del “Plan Colombia”, en el marco de la lucha contra las drogas en 2002, se hace insoportable, ya que se destina casi la mitad del presupuesto al pago de la deuda externa y al gasto en defensa. Colombia posee un ejército de quinientos mil combatientes, superando a países como Brasil, que lo triplica en población y solo tiene trescientos setenta y cinco mil hombres en armas.
El tiempo de vacas gordas comienza a terminar por el debilitamiento de las potencias emergentes y la desaceleración del consumo de materias primas, una situación que perjudica directamente a Colombia, así que, haciendo una proyección sobre los costes que tendría la jubilación y subsidios que recibirían los miembros de las Fuerzas Armadas en un futuro no tan lejano, o el gobierno pone freno al crecimiento del pie de fuerza militar o no habrá economía que lo resista.
Durante años, la política estatal se basó en hacer presencia militar en el territorio en detrimento de la justicia, la salud y la educación. El posconflicto, que no es más que regresar a una inversión pública coherente, necesita recursos para el fortalecimiento del Estado y la inversión social, dejar de lado la visión militarista y quitar argumentos a las protestas sociales actuales.
Pero el dilema de Santos va mucho más allá de un lavado de cara ante la comunidad internacional en busca de más inversión externa. Sabe que el conflicto no vende la marca Colombia, que los negocios en medio de las balas no gustan a nadie y que la paz vende más que la guerra. No obstante, Santos lleva en su ADN el gen neoliberal y la paz no se construye ampliando la brecha entre ricos y pobres, dando excepciones fiscales a las multinacionales, desarrollando una política agraria que beneficia a los latifundistas o privatizando las pocas empresas públicas que quedan. La paz necesita muchos más recursos y una gestión con visión social, por ello, la incorporación de la izquierda dentro de su coalición de gobierno y una posible reducción del gasto militar.
Ahora, la paz centrará la democracia colombiana en la lucha contra el narcotráfico. Una lucha que, aunque ha sido arengada como política estatal, sirvió para el combate a las guerrillas pero no para debilitar la producción de cocaína ni las mafias. El estado colombiano está permeado por este fenómeno y una regeneración democrática no puede venir desde las élites de siempre. Santos sabe que debe dar un giro a la izquierda, reforzar el estado de derecho y combatir a los políticos vinculados con el narcotráfico. Sin embargo, ¿cómo dar la espalda a los caciques locales que apoyaron su campaña y tienen vínculos con los negocios ilegales? ¿Cómo atajar políticamente a las fuerzas progresistas del país cuando el estigma del terrorismo, si el acuerdo de paz llega a buen puerto, ya no podrá ser usado como arma arrojadiza? ¿Cómo calmar los ánimos de un ejército que ha vivido en la opulencia y que perderá gran parte de su presupuesto? ¿Cómo conjugar neoliberalismo con políticas sociales?
Santos ha ganado, la sociedad colombiana también, pero durante su próximo mandato veremos si esa paz, aceptada a regañadientes, se convierte en una promesa electoral más sin cumplir o, simplemente, pone punto y final a sesenta años de conflicto.