Salvarse
Por Fran Sospedra. Publicado en el número 7 (junio 2015).
La huerta de Valencia es un territorio, un paisaje y una cultura que envuelve el entorno de la ciudad de Valencia y de ciertos municipios de las comarcas de L'Horta Nord (Alboraya, Moncada, Godella...) y L'Horta Sud (Alfafar, Catarroja, Sedaví...), así como de algunos municipios al oeste de la ciudad (Mislata). Comprende las zonas de regadío de aguas procedentes del Turia, y cuenta con construcciones de conducción de agua —en uso— de la época islámica, además de que es motivo de la creación de instituciones como el Tribunal de las Aguas, el tribunal en funcionamiento más antiguo del mundo.
Antes de entrar en detalle para con la actual amenaza contra un patrimonio único y una forma de vida para muchas personas me permito una leve digresión. Esta historia de agresión a los territorios de huerta que rodean Valencia no comienza hoy. Ni comienza con la tramitación exprés del Plan General de Ordenación Urbana de Valencia. Un plan que toma cuerpo no por casualidad a poco tiempo de celebrarse elecciones, amenazando no solo un elemento importante de la identidad valenciana, sino un pulmón verde insustituible, un territorio de una riqueza incontestable y una cultura popular que conforma un modo de vida propio y singular. Esta historia ni siquiera comienza hace más de diez años, con la destrucción de La Punta. Es una historia vieja como el mundo. La historia de quienes hacen una vida de trabajar la tierra, y de quienes codician esa tierra para solucionarse la vida. La historia continuada de un urbanismo salvaje como único modelo de crecimiento. El mismo urbanismo contra el que se conjuraron los vecinos, que conquistaron el parque que atraviesa el antiguo cauce del río Turia, hoy emblema de fastuosas construcciones, donde iba proyectada una autopista. El mismo urbanismo que proyectaba un aeropuerto en el lago de la Albufera, protegido y sin embargo en perpetuo peligro, despertando el apetito inmobiliario incluso del marido de cierta infanta, que proyectaba unifamiliares en el parque natural.
Pero este es un artículo escrito en defensa propia. En defensa tanto del territorio como de sus gentes. En la retina quema la imagen de una sociedad valenciana aparentemente indiferente y aquejada de pasotismo (meninfotisme, en palabras autóctonas), otorgando el título de molt honorable y una mayoría absoluta a Francisco Camps. Mejor no adentrarse en el personaje para evitar eventuales acciones legales. Dejemos su descripción en el adjetivo de molt honorable. Y los detalles omitidos no necesitan más explicación que las que nos brinden las hemerotecas.
Y, sin embargo, este es también un país con una sociedad civil fuerte y corajuda, la misma que deposita a través de diversas asociaciones y colectivos 20.000 alegaciones al plan que el Ayuntamiento ha ultimado para rematar el cinturón verde de la huerta, en beneficio de promotores, por lo que pueda venir la próxima legislatura. Es la sociedad civil de décadas de autodefensa vecinal en el barrio del Cabañal (menuda ocurrencia, que viva gente y haya patrimonio histórico justo en el camino donde un tiralíneas traza una avenida pensada para llevar a los coches de los turistas hasta la misma orilla) o en el jardín botánico.
Los ejemplos son múltiples. La sociedad valenciana es dicotómica. En parte, vive (o ya más bien sobrevive) de los restos de los sueños de modernidad de los años 90, con el partido en el poder y su brazo catódico, hoy en ruina y desmantelado, modelando un proyecto de hegemonía cultural. Un partido que funcionaba a medias como agencia publicitaria, estudio de cine, promotora inmobiliaria y agencia de colocación, si hemos de creer a Carlos Fabra, pero que haríamos mal en minusvalorar a la hora de haber sabido interpretar el signo de los tiempos y de marcar su impronta en las aspiraciones cotidianas del pueblo.
Tal vez con un juego hoy en apariencia descabellado de edificios más grandes, ferias empresariales más fastuosas, estadios de fútbol gigantes; que el clamor no cese. Pero también con un discurso favorable al hombre hecho a sí mismo que tan bien resultó en la derecha norteamericana desde Reagan. Se vendía gestión, y el resultado ruinoso no parece importar, porque nadie quiere despertar del sueño. Algo de eso aparece en el libro de J.V. Boira, Valencia, la tormenta perfecta.
Un análisis más exhaustivo deberá ser más justo con la sociedad valenciana: la resistencia contra la arbitrariedad y la corrupción en realidad no han cesado. Lo muestra por ejemplo un precedente de la actual situación con el cinturón verde valenciano, y sin duda un experimento de cómo aniquilarlo por etapas se relata en el documental de Enric Peris y Videohackers titulado A tornallom (un modo de trabajo cooperativo de los labriegos que puede resumir su filosofía en "hoy por ti y mañana por mí"). Un pequeño trocito de huerta que, parafraseando cierta expresión, "estaba demasiado cerca del puerto de Valencia y demasiado lejos de Dios". El documental es un ejemplo de resistencia pacífica y desobediencia civil. La construcción de una zona logística (que yo sepa, una vez finalizada, infrautilizada durante lustros) para el puerto significó una situación de abuso de poder y destrucción del modo de vida, y en algunos casos del sentido de la misma, de decenas de personas. Es un documento visual que contrapone la presencia destructora de las excavadoras, con vecinos encaramados a las mismas, resistentes no violentos, viejos labriegos invitando a jóvenes a ocupar las alquerías, a habitarlas para evitar su desaparición, alianzas intergeneracionales, pulsos contra gigantes.
La acción vecinal en La Punta, documentada por Peris y sus colaboradores, acaba en desolación, porque Valencia es una ciudad en la que se crece de espaldas a la huerta. De espalda a sí misma, a su raíz, a su identidad, a su alma. Los mismos ciudadanos, yo mismo, vivimos tal vez a menos de dos kilómetros de esa otra Valencia, y hemos crecido despegados. Desenraizados de Castellar Oliveral, de La Punta, de Alboraya. Ciegos hasta que casi es demasiado tarde.
Afortunadamente, el enésimo ataque encuentra a quien le hace frente: el propio Tribunal de las Aguas, la denominación de origen Xufa de València, el sindicato agrario Unió de Llauradors, el Colegio Oficial de Ingenieros Agrónomos, las asociaciones de vecinos de Castellar Oliveral, Natzaret-La Punta o Benimaclet, asociaciones específicas como Per l’Horta, ecologistas como Acció Ecologista Agró o colectivos de luchas hermanas como Salvem el Cabanyal o Salvem el Botànic.
Tal vez el grado de incompatibilidad con la realidad del consistorio de Rita Barberá alcance el paroxismo con las afirmaciones de que "es la única alcaldesa que ha protegido la huerta". Bueno, desde hace más de 20 años ha sido la única alcaldesa. Según un estudio del geógrafo Víctor Soriano, en 50 años ha desaparecido un 64 % de la huerta. Y eso fue hasta 2011.
Para los promotores inmobiliarios esto no ha sido suficiente. La Asociación Provincial de Promotores Inmobiliarios y Agentes Urbanizadores de Valencia (APCV), en una sorprendente pirueta en materia de relaciones públicas, ha calificado el plan de "vago, obsoleto y perezoso". En un alarde de filantropía, se muestran preocupados porque la falta de suelo empuje al alza los precios de la vivienda.
Citando al periodista Enric Llopis (Rebelión: La ciudad que devora su huerta), y de acuerdo con el colectivo Per l’Horta, "la urbanización y construcción de viviendas en la huerta no se justifica por necesidades demográficas (la ciudad ha perdido 30.000 vecinos en cinco años) ni por urgencias habitacionales (Valencia tiene actualmente unas 60.000 viviendas vacías, que publicaciones especializadas en vivienda de alquiler elevan a 214.000, a lo que se agregan solares para construir otras 38.000)".
A esta avidez se suman otros consistorios, como el de Alboraya, con sus propios planes en el territorio sobre el que tiene competencia. O la Universidad Politécnica de Valencia, que no ha podido resistirse a juguetear con ampliarse indefinidamente a costa de la huerta de Vera. Llopis cita acertadamente biografías plagadas de agresiones a vuelta de la recalificación y la apropiación del territorio. La pedanía de Castellar-Oliveral, que hace décadas está asediada por las autovías V-30 y V-31, o el Plan Sur, que a vueltas con la riada y la posterior desviación del cauce del río significó un auténtico ejercicio de expropiación sistemática, amiguismo y desarrollismo franquista.
Puede parecer una pequeña lucha local, pero, como en Gamonal, en realidad hablamos de luchas particulares que conforman un panorama general. General es el boom inmobiliario, la crisis, la falta de modelo productivo, el desprecio al sector primario, el intento de armar una segunda burbuja inmobiliaria; general es la depredación, la lógica del beneficio, el cortoplacismo, la agresión ecológica, el planeamiento de espaldas a los vecinos y a los ciudadanos o el discurso utilitarista por citar algunas implicaciones que comprenden más de una lucha en más de un lugar.
Esto coincide con la aprobación de la Ley de Defensa de las Señas de Identidad valencianas. Un episodio en el que, mientras arrasa el paisaje por excelencia de Valencia y su cultura centenaria, el PP se envuelve en la bandera regionalista (no nacionalista, por supuesto; aroma a folklor, como mucho) que prescribe cómo ser y sentirse buen valenciano. La reforma estatutaria de Camps fue un buen precedente, pues ya prometía convertir a Santa María de la Valldigna en el Monasteri de Montserrat valenciano. Una buena guerra de símbolos en lo cultural, en el imaginario, mientras que en el terreno de la acción se lamina todo vestigio de cultura propia.
No es anecdótico. Y tal vez nada casual. No es casual tampoco que el interés por los huertos urbanos, por el retorno de precarios y desempleados al sector primario, por la autoorganización y por el espíritu cooperativo que toma forma en barrios como Benimaclet también se vean amenazados.
Desde su humildad también inquietan. Los ciudadanos sin raíces, sin pertenencias, sin lealtades, sin rumbo; las hojas al viento de los tiempos líquidos que describe el sociólogo Bauman son más interesantes, son más fáciles, son más susceptibles de sugestionar. Tal vez La Punta, cuyo suelo sigue desaprovechado, no fue destruida ni siquiera siguiendo una lógica del beneficio, sino porque era un mundo aparte en sí mismo, con una cultura, un discurrir del tiempo y una vivencia diferentes, propios, y eso es lo intolerable. Lo singular, lo cooperativo, lo diferente. Eso había que destruirlo.
Pero no han podido destruir a la gente. De aquella experiencia documentada de resistencia nace una tradición de resistencia; nace una voluntad, articulada, organizada, de resistir. Puede que el adversario sea fuerte, que la sociedad todavía haya de despertar de un sueño prometido de prosperidad, pero buena parte de ella está muy despierta, y se hace oír, con 20.000 razones que en forma de alegaciones pretenden que de la huerta no se hable en clave de pasado.
La huerta es presente, es la vida de multitud de personas con nombres y apellidos, es riqueza, es entorno. Vale la pena luchar por ella, y por ella lucharán, para que la alcaldesa la "proteja" un poco menos. Que la deje un poco libre, libre de sus beatíficos abrazos, que le dé espacio para respirar. Hoy, en defensa propia, ha logrado que muchos miremos alrededor, que parpadeemos y que veamos realmente nuestra ciudad, tal y como es, tal y como fue, y que unos metros más allá del asfalto, más allá de los adoquines, reparemos en que está el verde. Y luchando por salvarla quizá nos salvemos nosotros.
EPÍLOGO
Esa salvación es la renuncia del derrotismo. Como improbable epílogo, contra todo pronóstico, la movilización popular ha surtido efecto y el curso de la actualidad ha avanzado en esa dirección. Por ahora, el PGOU de la ciudad de Valencia queda paralizado al menos hasta después de las elecciones. Las miles de alegaciones han hecho imposible una respuesta lo suficientemente rápida como para dejarlo todo atado y bien atado en previsión de un cambio en el equilibrio de fuerzas municipal. La capacidad de la sociedad civil para marcar la agenda política parece habernos salvado de nosotros mismos. Esta es una moraleja importante: contra la indiferencia, esperanza.
Antes de entrar en detalle para con la actual amenaza contra un patrimonio único y una forma de vida para muchas personas me permito una leve digresión. Esta historia de agresión a los territorios de huerta que rodean Valencia no comienza hoy. Ni comienza con la tramitación exprés del Plan General de Ordenación Urbana de Valencia. Un plan que toma cuerpo no por casualidad a poco tiempo de celebrarse elecciones, amenazando no solo un elemento importante de la identidad valenciana, sino un pulmón verde insustituible, un territorio de una riqueza incontestable y una cultura popular que conforma un modo de vida propio y singular. Esta historia ni siquiera comienza hace más de diez años, con la destrucción de La Punta. Es una historia vieja como el mundo. La historia de quienes hacen una vida de trabajar la tierra, y de quienes codician esa tierra para solucionarse la vida. La historia continuada de un urbanismo salvaje como único modelo de crecimiento. El mismo urbanismo contra el que se conjuraron los vecinos, que conquistaron el parque que atraviesa el antiguo cauce del río Turia, hoy emblema de fastuosas construcciones, donde iba proyectada una autopista. El mismo urbanismo que proyectaba un aeropuerto en el lago de la Albufera, protegido y sin embargo en perpetuo peligro, despertando el apetito inmobiliario incluso del marido de cierta infanta, que proyectaba unifamiliares en el parque natural.
Pero este es un artículo escrito en defensa propia. En defensa tanto del territorio como de sus gentes. En la retina quema la imagen de una sociedad valenciana aparentemente indiferente y aquejada de pasotismo (meninfotisme, en palabras autóctonas), otorgando el título de molt honorable y una mayoría absoluta a Francisco Camps. Mejor no adentrarse en el personaje para evitar eventuales acciones legales. Dejemos su descripción en el adjetivo de molt honorable. Y los detalles omitidos no necesitan más explicación que las que nos brinden las hemerotecas.
Y, sin embargo, este es también un país con una sociedad civil fuerte y corajuda, la misma que deposita a través de diversas asociaciones y colectivos 20.000 alegaciones al plan que el Ayuntamiento ha ultimado para rematar el cinturón verde de la huerta, en beneficio de promotores, por lo que pueda venir la próxima legislatura. Es la sociedad civil de décadas de autodefensa vecinal en el barrio del Cabañal (menuda ocurrencia, que viva gente y haya patrimonio histórico justo en el camino donde un tiralíneas traza una avenida pensada para llevar a los coches de los turistas hasta la misma orilla) o en el jardín botánico.
Los ejemplos son múltiples. La sociedad valenciana es dicotómica. En parte, vive (o ya más bien sobrevive) de los restos de los sueños de modernidad de los años 90, con el partido en el poder y su brazo catódico, hoy en ruina y desmantelado, modelando un proyecto de hegemonía cultural. Un partido que funcionaba a medias como agencia publicitaria, estudio de cine, promotora inmobiliaria y agencia de colocación, si hemos de creer a Carlos Fabra, pero que haríamos mal en minusvalorar a la hora de haber sabido interpretar el signo de los tiempos y de marcar su impronta en las aspiraciones cotidianas del pueblo.
Tal vez con un juego hoy en apariencia descabellado de edificios más grandes, ferias empresariales más fastuosas, estadios de fútbol gigantes; que el clamor no cese. Pero también con un discurso favorable al hombre hecho a sí mismo que tan bien resultó en la derecha norteamericana desde Reagan. Se vendía gestión, y el resultado ruinoso no parece importar, porque nadie quiere despertar del sueño. Algo de eso aparece en el libro de J.V. Boira, Valencia, la tormenta perfecta.
Un análisis más exhaustivo deberá ser más justo con la sociedad valenciana: la resistencia contra la arbitrariedad y la corrupción en realidad no han cesado. Lo muestra por ejemplo un precedente de la actual situación con el cinturón verde valenciano, y sin duda un experimento de cómo aniquilarlo por etapas se relata en el documental de Enric Peris y Videohackers titulado A tornallom (un modo de trabajo cooperativo de los labriegos que puede resumir su filosofía en "hoy por ti y mañana por mí"). Un pequeño trocito de huerta que, parafraseando cierta expresión, "estaba demasiado cerca del puerto de Valencia y demasiado lejos de Dios". El documental es un ejemplo de resistencia pacífica y desobediencia civil. La construcción de una zona logística (que yo sepa, una vez finalizada, infrautilizada durante lustros) para el puerto significó una situación de abuso de poder y destrucción del modo de vida, y en algunos casos del sentido de la misma, de decenas de personas. Es un documento visual que contrapone la presencia destructora de las excavadoras, con vecinos encaramados a las mismas, resistentes no violentos, viejos labriegos invitando a jóvenes a ocupar las alquerías, a habitarlas para evitar su desaparición, alianzas intergeneracionales, pulsos contra gigantes.
La acción vecinal en La Punta, documentada por Peris y sus colaboradores, acaba en desolación, porque Valencia es una ciudad en la que se crece de espaldas a la huerta. De espalda a sí misma, a su raíz, a su identidad, a su alma. Los mismos ciudadanos, yo mismo, vivimos tal vez a menos de dos kilómetros de esa otra Valencia, y hemos crecido despegados. Desenraizados de Castellar Oliveral, de La Punta, de Alboraya. Ciegos hasta que casi es demasiado tarde.
Afortunadamente, el enésimo ataque encuentra a quien le hace frente: el propio Tribunal de las Aguas, la denominación de origen Xufa de València, el sindicato agrario Unió de Llauradors, el Colegio Oficial de Ingenieros Agrónomos, las asociaciones de vecinos de Castellar Oliveral, Natzaret-La Punta o Benimaclet, asociaciones específicas como Per l’Horta, ecologistas como Acció Ecologista Agró o colectivos de luchas hermanas como Salvem el Cabanyal o Salvem el Botànic.
Tal vez el grado de incompatibilidad con la realidad del consistorio de Rita Barberá alcance el paroxismo con las afirmaciones de que "es la única alcaldesa que ha protegido la huerta". Bueno, desde hace más de 20 años ha sido la única alcaldesa. Según un estudio del geógrafo Víctor Soriano, en 50 años ha desaparecido un 64 % de la huerta. Y eso fue hasta 2011.
Para los promotores inmobiliarios esto no ha sido suficiente. La Asociación Provincial de Promotores Inmobiliarios y Agentes Urbanizadores de Valencia (APCV), en una sorprendente pirueta en materia de relaciones públicas, ha calificado el plan de "vago, obsoleto y perezoso". En un alarde de filantropía, se muestran preocupados porque la falta de suelo empuje al alza los precios de la vivienda.
Citando al periodista Enric Llopis (Rebelión: La ciudad que devora su huerta), y de acuerdo con el colectivo Per l’Horta, "la urbanización y construcción de viviendas en la huerta no se justifica por necesidades demográficas (la ciudad ha perdido 30.000 vecinos en cinco años) ni por urgencias habitacionales (Valencia tiene actualmente unas 60.000 viviendas vacías, que publicaciones especializadas en vivienda de alquiler elevan a 214.000, a lo que se agregan solares para construir otras 38.000)".
A esta avidez se suman otros consistorios, como el de Alboraya, con sus propios planes en el territorio sobre el que tiene competencia. O la Universidad Politécnica de Valencia, que no ha podido resistirse a juguetear con ampliarse indefinidamente a costa de la huerta de Vera. Llopis cita acertadamente biografías plagadas de agresiones a vuelta de la recalificación y la apropiación del territorio. La pedanía de Castellar-Oliveral, que hace décadas está asediada por las autovías V-30 y V-31, o el Plan Sur, que a vueltas con la riada y la posterior desviación del cauce del río significó un auténtico ejercicio de expropiación sistemática, amiguismo y desarrollismo franquista.
Puede parecer una pequeña lucha local, pero, como en Gamonal, en realidad hablamos de luchas particulares que conforman un panorama general. General es el boom inmobiliario, la crisis, la falta de modelo productivo, el desprecio al sector primario, el intento de armar una segunda burbuja inmobiliaria; general es la depredación, la lógica del beneficio, el cortoplacismo, la agresión ecológica, el planeamiento de espaldas a los vecinos y a los ciudadanos o el discurso utilitarista por citar algunas implicaciones que comprenden más de una lucha en más de un lugar.
Esto coincide con la aprobación de la Ley de Defensa de las Señas de Identidad valencianas. Un episodio en el que, mientras arrasa el paisaje por excelencia de Valencia y su cultura centenaria, el PP se envuelve en la bandera regionalista (no nacionalista, por supuesto; aroma a folklor, como mucho) que prescribe cómo ser y sentirse buen valenciano. La reforma estatutaria de Camps fue un buen precedente, pues ya prometía convertir a Santa María de la Valldigna en el Monasteri de Montserrat valenciano. Una buena guerra de símbolos en lo cultural, en el imaginario, mientras que en el terreno de la acción se lamina todo vestigio de cultura propia.
No es anecdótico. Y tal vez nada casual. No es casual tampoco que el interés por los huertos urbanos, por el retorno de precarios y desempleados al sector primario, por la autoorganización y por el espíritu cooperativo que toma forma en barrios como Benimaclet también se vean amenazados.
Desde su humildad también inquietan. Los ciudadanos sin raíces, sin pertenencias, sin lealtades, sin rumbo; las hojas al viento de los tiempos líquidos que describe el sociólogo Bauman son más interesantes, son más fáciles, son más susceptibles de sugestionar. Tal vez La Punta, cuyo suelo sigue desaprovechado, no fue destruida ni siquiera siguiendo una lógica del beneficio, sino porque era un mundo aparte en sí mismo, con una cultura, un discurrir del tiempo y una vivencia diferentes, propios, y eso es lo intolerable. Lo singular, lo cooperativo, lo diferente. Eso había que destruirlo.
Pero no han podido destruir a la gente. De aquella experiencia documentada de resistencia nace una tradición de resistencia; nace una voluntad, articulada, organizada, de resistir. Puede que el adversario sea fuerte, que la sociedad todavía haya de despertar de un sueño prometido de prosperidad, pero buena parte de ella está muy despierta, y se hace oír, con 20.000 razones que en forma de alegaciones pretenden que de la huerta no se hable en clave de pasado.
La huerta es presente, es la vida de multitud de personas con nombres y apellidos, es riqueza, es entorno. Vale la pena luchar por ella, y por ella lucharán, para que la alcaldesa la "proteja" un poco menos. Que la deje un poco libre, libre de sus beatíficos abrazos, que le dé espacio para respirar. Hoy, en defensa propia, ha logrado que muchos miremos alrededor, que parpadeemos y que veamos realmente nuestra ciudad, tal y como es, tal y como fue, y que unos metros más allá del asfalto, más allá de los adoquines, reparemos en que está el verde. Y luchando por salvarla quizá nos salvemos nosotros.
EPÍLOGO
Esa salvación es la renuncia del derrotismo. Como improbable epílogo, contra todo pronóstico, la movilización popular ha surtido efecto y el curso de la actualidad ha avanzado en esa dirección. Por ahora, el PGOU de la ciudad de Valencia queda paralizado al menos hasta después de las elecciones. Las miles de alegaciones han hecho imposible una respuesta lo suficientemente rápida como para dejarlo todo atado y bien atado en previsión de un cambio en el equilibrio de fuerzas municipal. La capacidad de la sociedad civil para marcar la agenda política parece habernos salvado de nosotros mismos. Esta es una moraleja importante: contra la indiferencia, esperanza.