Rumanía merece una oportunidad
Texto por Iván Castillo Otero. Publicado en el número 10 (noviembre 2017).
Puerta de embarque del vuelo que une Madrid con Bucarest. Mucha gente con el abrigo en la mano. La temperatura era calurosa a escasos días para que comenzase noviembre, pero la previsión meteorológica decía que al aterrizar en la capital de Rumanía tendríamos unos diez grados menos. No se equivocaba. Se habían vendido todos los billetes, algo que no es extraño: los rumanos forman la comunidad de inmigrantes más numerosa de entre todas las que viven en España. Tras cerca de cuatro horas de viaje, unos agentes de aduanas con cara de pocos amigos analizaban nuestra documentación y la del resto de los pasajeros en la zona de llegadas del aeropuerto Henri Coandă (conocido también como aeropuerto de Otopeni).
El precio del trayecto en taxi entre el aeródromo y el centro de la ciudad es irrisorio. Por ese dinero, en Madrid no sales ni del aparcamiento de Barajas. Muertos de frío esperamos a Tristan, que será nuestro casero durante unos días. Nos alquila un sencillo apartamento situado en el bulevar Nicolae Balcescu, cerca del Ateneo Rumano, el Teatro Nacional de Bucarest, el Museo Nacional de Arte o el Parque Cişmigiu. Es muy simpático. Habla un inglés claro y sobreactuado; vocaliza al máximo y acompaña cada palabra con un rosario de gestos. Nos cuenta que su mujer es la que gestiona más los alquileres, pero que su avanzado estado de gestación le impide realizar dicha tarea. Él nos sorprende al decirnos que es agente de policía y que se dedica a labores de vigilancia en un edificio oficial. “Cuando llega algún inquilino, el jefe me deja escaparme un rato para recibirlos”, nos confiesa.
Cae la medianoche sobre Bucarest. A dos calles del apartamento hay un supermercado que solo cierra un par de horas de madrugada. Elegimos la compra casi entre susurros para no romper el silencio que reina en el establecimiento. Los empleados son callados pero amables. Sus rostros cansados invitan a pensar que están en el último tramo de un largo turno. Salimos tras unos minutos y parece que el frío azota ahora con más rabia a la micul Paris (pequeña París), apodo que se ganó la ciudad en años posteriores a la Primera Guerra Mundial por la pompa de su élite social y su bella arquitectura. Muchos de estos edificios siguen en pie pese a los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y al programa urbano de sistematización inspirado en Corea del Norte que Nicolae Ceauşescu puso en marcha a partir de 1974. Esta iniciativa consistió en demoler y reconstruir posteriormente pueblos y ciudades de manera total o parcial para que el país se convirtiera en una sociedad que se desarrollase al mismo ritmo y de una manera igualitaria.
Nicolae Ceauşescu gobernó Rumanía entre 1967 y 1989. Dos años antes de acceder al poder, fue nombrado secretario general del Partido Comunista Rumano, cargo que mantendría hasta su muerte. Su predecesor al frente del país y de la formación marxista-leninista fue Gheorghe Gheorghiu-Dej, quien mantuvo una actitud aperturista hacia Europa occidental y Estados Unidos, alejándose de los estados firmantes del Pacto de Varsovia. Ceauşescu siguió esta línea durante la primera década de su mandato. Los años venideros hasta su derrocamiento estuvieron marcados por la brutal represión, el nacionalismo exacerbado y el deterioro de las relaciones con Occidente. Trató de escapar durante la Revolución rumana de 1989, pero fue capturado en Târgovişte junto con su mujer, Elena. Fueron enjuiciados y declarados culpables por un tribunal militar (creado para la ocasión) por genocidio, desfalco, abuso de poder y daños a la economía estatal. El 25 de diciembre de aquel año los ejecutaron, convirtiendo a Rumanía en el único país del bloque del este que acabó con la vida de su líder para pasar del comunismo al capitalismo.
La mañana amanece heladora. Bien temprano nos espera Alexandru en el portal para ser nuestro guía durante las próximas trece horas. Se defiende con corrección en español, lengua que está aprendiendo en el Instituto Cervantes de Bucarest. Era economista, pero la empresa para la que trabajaba quebró arrastrada por la crisis financiera del 2008. Desde entonces se dedica a las labores de chófer y guía y dice no tener intención de volver a ganarse el pan con los números, puesto que su actual fuente de ingresos le parece más amable. Habla sin tapujos de la actualidad y la historia de su país. Dice que el comunismo era malo, ya que no tenían libertad y vivían pendientes de la cartilla de racionamiento, pero se apresura a recordar que al menos tenían casa y trabajo. Tampoco le gusta el capitalismo y se enerva con la corrupción de sus actuales políticos. Destaca la independencia energética que tienen frente al gigante ruso, pero, pese a ello, asegura que Rumanía está como España en la década de los ochenta. “La corrupción nos hace pobres. Normal que los viejos comunistas hablen con nostalgia del dictador”, lamenta.
En Rumanía se conduce mal y, además, la red de carreteras no ayuda. Apenas hay autopistas y tardamos tres horas en recorrer 170 kilómetros. Me recuerda a cuando era niño y para ir de vacaciones desde San Sebastián a Coruña pasábamos por el centro de mil localidades como Cabezón de la Sal, Navia o San Vicente de la Barquera. Una pequeña aventura. “Hablar por el móvil al volante es el deporte nacional”, bromea Alexandru a los mandos de un Mercedes automático.
Llegamos al castillo de Peleș, situado en la localidad de Sinaia. Construido entre 1873 y 1914, fue la residencia de verano de los reyes y el primer edificio en Europa que gozó de electricidad y ascensor. En cuanto al interior, está decorado por encima de sus posibilidades. No queda hueco para colocar más figuras o tapices. A menos de cinco minutos en coche se encuentra el monasterio de Sinaia, de estilo bizantino y fundado por el príncipe Mihail Cantacuzino en el año 1695. Está habitado por trece monjes cristianos ortodoxos de la Archidiócesis de Bucarest. Alexandru aprovecha para hablarnos del gran poder que tiene la Iglesia ortodoxa en Rumanía. Se muestra molesto con su influencia en la educación y con la poca separación existente entre esta institución y el Estado. Él no ha bautizado a sus hijos y se siente orgulloso.
Atravesamos Transilvania disfrutando de unas bellas vistas de los montes Cárpatos, parando incluso para sentirlos con mayor calma, camino del castillo de Bran. Esta edificación goza de gran fama por ser en la que pensó (o eso dicen) el escritor Bram Stoker cuando escribió El conde Drácula. Del mismo modo, el protagonista del libro estaría inspirado en Vlad III, príncipe de Valaquia, más conocido como Vlad el Empalador. En lo que a la decoración se refiere, es diametralmente opuesto al castillo de Peleș. Es sobrio y con estancias, por lo general, pequeñas o medianas. Las escaleras, estrechas en su mayoría, son un atasco continuo de turistas. A los pies del castillo hay un mercado compuesto por pequeños puestos entre los que destacan los de suvenires. Es un parque de atracciones de los recuerdos. La cara de Drácula está impresa en todos los objetos que se les pueda ocurrir.
Alexandru nos espera para comer en un restaurante situado al lado del Castillo de Bran. El menú, de influencia moldava según nos cuenta, está compuesto por una sabrosa sopa bien condimentada con ternera y algunas verduras y un delicioso estofado que me recuerda al gulash. El postre, muy dulce, contiene una especie de buñuelo sobre lo que se parecería a un dónut, todo ello bañado con nata y mermelada. El café lo tomamos en Brasov, al sureste de la región de Transilvania. Es uno de los puntos neurálgicos de la cultura rumana. Destaca en el centro de este municipio de 290 000 habitantes la Iglesia Negra. Fue construida hacia 1380 por la comunidad de sajones transilvanos y a día de hoy es el mayor monumento religioso de estilo gótico del sudeste Europa. Cuenta con un órgano de 4000 tubos, una colección de alfombras de Anatolia y una campana de seis toneladas de peso, lo que la convierte en la mayor de Rumanía.
Volvemos al coche. El cansancio no es un impedimento para que Alexandru, que se bebe un gran café mientras conduce, nos cuente mil y una batallas de las guerras que han marcado al país. Sabe qué representa cada monumento situado en las cunetas. Sus relatos de todos los conflictos bélicos en los que han participado terminan con una misma conclusión: “Rumanía siempre fue la puttana”, dice mezclando castellano e italiano. Así resume él que el gobierno rumano de turno se postrara ante nazis o comunistas según conveniencia. Pregunta por Cataluña y por Euskadi. El proceso de independencia catalán le interesa especialmente y quiere saber hasta qué punto llega el enfrentamiento civil.
Palabras van, palabras vienen, una pequeña cabezada (el día ha sido largo) y llegamos a Bucarest, donde ya es de noche. Bajo un frío, cómo no, helador, nos damos un gran apretón de manos con Alexandru. Es muy buen tipo. Los días venideros nos sirven para recorrer la ciudad. Nos movemos a pie y paramos en la iglesia Stavropoleos, en Curtea Veche (primera corte real de Bucarest que está en desuso desde 1718 y destruida casi por completo tras un terremoto en 1738) o en el palacio del Parlamento Rumano (edificio administrativo civil más grande del mundo y de clara inspiración norcoreana). Es una urbe con vida a ambas orillas del río Dâmbovița. Sin duda, tanto Bucarest como Rumanía en su conjunto merecen una oportunidad.
El precio del trayecto en taxi entre el aeródromo y el centro de la ciudad es irrisorio. Por ese dinero, en Madrid no sales ni del aparcamiento de Barajas. Muertos de frío esperamos a Tristan, que será nuestro casero durante unos días. Nos alquila un sencillo apartamento situado en el bulevar Nicolae Balcescu, cerca del Ateneo Rumano, el Teatro Nacional de Bucarest, el Museo Nacional de Arte o el Parque Cişmigiu. Es muy simpático. Habla un inglés claro y sobreactuado; vocaliza al máximo y acompaña cada palabra con un rosario de gestos. Nos cuenta que su mujer es la que gestiona más los alquileres, pero que su avanzado estado de gestación le impide realizar dicha tarea. Él nos sorprende al decirnos que es agente de policía y que se dedica a labores de vigilancia en un edificio oficial. “Cuando llega algún inquilino, el jefe me deja escaparme un rato para recibirlos”, nos confiesa.
Cae la medianoche sobre Bucarest. A dos calles del apartamento hay un supermercado que solo cierra un par de horas de madrugada. Elegimos la compra casi entre susurros para no romper el silencio que reina en el establecimiento. Los empleados son callados pero amables. Sus rostros cansados invitan a pensar que están en el último tramo de un largo turno. Salimos tras unos minutos y parece que el frío azota ahora con más rabia a la micul Paris (pequeña París), apodo que se ganó la ciudad en años posteriores a la Primera Guerra Mundial por la pompa de su élite social y su bella arquitectura. Muchos de estos edificios siguen en pie pese a los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y al programa urbano de sistematización inspirado en Corea del Norte que Nicolae Ceauşescu puso en marcha a partir de 1974. Esta iniciativa consistió en demoler y reconstruir posteriormente pueblos y ciudades de manera total o parcial para que el país se convirtiera en una sociedad que se desarrollase al mismo ritmo y de una manera igualitaria.
Nicolae Ceauşescu gobernó Rumanía entre 1967 y 1989. Dos años antes de acceder al poder, fue nombrado secretario general del Partido Comunista Rumano, cargo que mantendría hasta su muerte. Su predecesor al frente del país y de la formación marxista-leninista fue Gheorghe Gheorghiu-Dej, quien mantuvo una actitud aperturista hacia Europa occidental y Estados Unidos, alejándose de los estados firmantes del Pacto de Varsovia. Ceauşescu siguió esta línea durante la primera década de su mandato. Los años venideros hasta su derrocamiento estuvieron marcados por la brutal represión, el nacionalismo exacerbado y el deterioro de las relaciones con Occidente. Trató de escapar durante la Revolución rumana de 1989, pero fue capturado en Târgovişte junto con su mujer, Elena. Fueron enjuiciados y declarados culpables por un tribunal militar (creado para la ocasión) por genocidio, desfalco, abuso de poder y daños a la economía estatal. El 25 de diciembre de aquel año los ejecutaron, convirtiendo a Rumanía en el único país del bloque del este que acabó con la vida de su líder para pasar del comunismo al capitalismo.
La mañana amanece heladora. Bien temprano nos espera Alexandru en el portal para ser nuestro guía durante las próximas trece horas. Se defiende con corrección en español, lengua que está aprendiendo en el Instituto Cervantes de Bucarest. Era economista, pero la empresa para la que trabajaba quebró arrastrada por la crisis financiera del 2008. Desde entonces se dedica a las labores de chófer y guía y dice no tener intención de volver a ganarse el pan con los números, puesto que su actual fuente de ingresos le parece más amable. Habla sin tapujos de la actualidad y la historia de su país. Dice que el comunismo era malo, ya que no tenían libertad y vivían pendientes de la cartilla de racionamiento, pero se apresura a recordar que al menos tenían casa y trabajo. Tampoco le gusta el capitalismo y se enerva con la corrupción de sus actuales políticos. Destaca la independencia energética que tienen frente al gigante ruso, pero, pese a ello, asegura que Rumanía está como España en la década de los ochenta. “La corrupción nos hace pobres. Normal que los viejos comunistas hablen con nostalgia del dictador”, lamenta.
En Rumanía se conduce mal y, además, la red de carreteras no ayuda. Apenas hay autopistas y tardamos tres horas en recorrer 170 kilómetros. Me recuerda a cuando era niño y para ir de vacaciones desde San Sebastián a Coruña pasábamos por el centro de mil localidades como Cabezón de la Sal, Navia o San Vicente de la Barquera. Una pequeña aventura. “Hablar por el móvil al volante es el deporte nacional”, bromea Alexandru a los mandos de un Mercedes automático.
Llegamos al castillo de Peleș, situado en la localidad de Sinaia. Construido entre 1873 y 1914, fue la residencia de verano de los reyes y el primer edificio en Europa que gozó de electricidad y ascensor. En cuanto al interior, está decorado por encima de sus posibilidades. No queda hueco para colocar más figuras o tapices. A menos de cinco minutos en coche se encuentra el monasterio de Sinaia, de estilo bizantino y fundado por el príncipe Mihail Cantacuzino en el año 1695. Está habitado por trece monjes cristianos ortodoxos de la Archidiócesis de Bucarest. Alexandru aprovecha para hablarnos del gran poder que tiene la Iglesia ortodoxa en Rumanía. Se muestra molesto con su influencia en la educación y con la poca separación existente entre esta institución y el Estado. Él no ha bautizado a sus hijos y se siente orgulloso.
Atravesamos Transilvania disfrutando de unas bellas vistas de los montes Cárpatos, parando incluso para sentirlos con mayor calma, camino del castillo de Bran. Esta edificación goza de gran fama por ser en la que pensó (o eso dicen) el escritor Bram Stoker cuando escribió El conde Drácula. Del mismo modo, el protagonista del libro estaría inspirado en Vlad III, príncipe de Valaquia, más conocido como Vlad el Empalador. En lo que a la decoración se refiere, es diametralmente opuesto al castillo de Peleș. Es sobrio y con estancias, por lo general, pequeñas o medianas. Las escaleras, estrechas en su mayoría, son un atasco continuo de turistas. A los pies del castillo hay un mercado compuesto por pequeños puestos entre los que destacan los de suvenires. Es un parque de atracciones de los recuerdos. La cara de Drácula está impresa en todos los objetos que se les pueda ocurrir.
Alexandru nos espera para comer en un restaurante situado al lado del Castillo de Bran. El menú, de influencia moldava según nos cuenta, está compuesto por una sabrosa sopa bien condimentada con ternera y algunas verduras y un delicioso estofado que me recuerda al gulash. El postre, muy dulce, contiene una especie de buñuelo sobre lo que se parecería a un dónut, todo ello bañado con nata y mermelada. El café lo tomamos en Brasov, al sureste de la región de Transilvania. Es uno de los puntos neurálgicos de la cultura rumana. Destaca en el centro de este municipio de 290 000 habitantes la Iglesia Negra. Fue construida hacia 1380 por la comunidad de sajones transilvanos y a día de hoy es el mayor monumento religioso de estilo gótico del sudeste Europa. Cuenta con un órgano de 4000 tubos, una colección de alfombras de Anatolia y una campana de seis toneladas de peso, lo que la convierte en la mayor de Rumanía.
Volvemos al coche. El cansancio no es un impedimento para que Alexandru, que se bebe un gran café mientras conduce, nos cuente mil y una batallas de las guerras que han marcado al país. Sabe qué representa cada monumento situado en las cunetas. Sus relatos de todos los conflictos bélicos en los que han participado terminan con una misma conclusión: “Rumanía siempre fue la puttana”, dice mezclando castellano e italiano. Así resume él que el gobierno rumano de turno se postrara ante nazis o comunistas según conveniencia. Pregunta por Cataluña y por Euskadi. El proceso de independencia catalán le interesa especialmente y quiere saber hasta qué punto llega el enfrentamiento civil.
Palabras van, palabras vienen, una pequeña cabezada (el día ha sido largo) y llegamos a Bucarest, donde ya es de noche. Bajo un frío, cómo no, helador, nos damos un gran apretón de manos con Alexandru. Es muy buen tipo. Los días venideros nos sirven para recorrer la ciudad. Nos movemos a pie y paramos en la iglesia Stavropoleos, en Curtea Veche (primera corte real de Bucarest que está en desuso desde 1718 y destruida casi por completo tras un terremoto en 1738) o en el palacio del Parlamento Rumano (edificio administrativo civil más grande del mundo y de clara inspiración norcoreana). Es una urbe con vida a ambas orillas del río Dâmbovița. Sin duda, tanto Bucarest como Rumanía en su conjunto merecen una oportunidad.