Relación entre solidaridad y economía desde un enfoque antropológico
Por Ángel del Palacio Tamarit. Publicado en el número 7 (junio 2015).
El año pasado me encontré con una costumbre muy curiosa que realiza una tribu africana: el ritual de “insultar la carne”. Los ¡Kung son una tribu bosquimana de cazadores-recolectores que viven dispersos en el desierto del Kalahari, al sur de África. Su población se estima en 100.000 personas. Una parte de la alimentación de esta tribu, no mayoritaria pero sí más valorada por su escasez, se basa en la carne. Los cazadores parten juntos a la cacería, pero individualmente cada uno trata de obtener su presa. El ritual en cuestión consiste en que cuando uno de ellos consigue una presa, el resto de cazadores ridiculiza el tamaño y la apariencia de esta con comentarios del tipo: “este animal es un saco de huesos, todavía nos da tiempo a ir a buscar otro más grande” o “si sé que iba a ser tan pequeña, no hacía ni el esfuerzo de venir a cazar”. Después todos se ríen y vuelven con la presa a donde está el resto de la banda. El cazador que obtiene la presa no es el que parte la carne y la distribuye, y tampoco tiene derecho a más cantidad por el hecho de haberla cazado.
El sentido de este ritual, explicaba un informante de la tribu al antropólogo canadiense Richard Lee, que estudiaba este pueblo, es educar en la humildad. De esta forma los cazadores más habilidosos no obtienen poder sobre el resto mediante la acumulación de prestigio social o el reclamo de deudas impagadas. El acto de compartir se basa en la obligación del que reparte y en la exigencia del que recibe, y se diferencia de la reciprocidad en que no espera nada a cambio. La poca pericia de otros cazadores que hace tiempo no consiguen una presa no influye en la cantidad de carne que reciben. Este igualitarismo social en el reparto de la carne evita las jerarquías y la estratificación social dentro de la tribu, y contradice la idea generalizada y errónea de que toda economía es un tipo de intercambio. Si los cazadores habilidosos intercambiaran carne por prestigio sería una forma de reciprocidad.
Cuando el antropólogo Richard Lee preguntó a los ¡Kung si tenían un cabecilla, estos le dijeron: “¡Todos somos cabecillas… cada uno es cabecilla de sí mismo!”. En esta cultura con utilización inmediata de los recursos se establece, según Lee, “un techo de acumulación de bienes por encima del cual nadie puede pasar, y también hay un límite por debajo del cual nadie puede caer”.
Indagando más en Internet sobre esta tribu encontré que el expresidente uruguayo José Mújica los considera como un referente, un modelo social a seguir: “Lo notable de estos tipos es que reconocen una brutal individualidad y sin embargo tienen obligaciones sociales que cumplen”. Esta práctica me hizo recordar esa frase que nos ha dicho algún adulto a todos cuando éramos pequeños: “¡Hay que compartir!”. Frase que se nos deja de repetir según nos vamos haciendo mayores, porque en el mercado laboral no tiene cabida el compartir, ya que lo que se busca es el máximo bien personal.
Me viene también a la memoria un relato sobre una tribu sudafricana que detallo a continuación y cuyo origen desconozco: un antropólogo propuso un juego a los niños de una tribu africana. Puso una canasta llena de frutas cerca de un árbol y les dijo que aquel que llegara primero ganaría todas las frutas. Cuando dio la señal para que corrieran, todos los niños se tomaron de las manos y corrieron juntos, y después se sentaron juntos a disfrutar del premio. Cuando él les preguntó por qué habían corrido así, si uno solo podía ganar todas las frutas, le respondieron: “Ubuntu, ¿cómo uno de nosotros podría estar feliz si todos los demás están tristes?”. Ubuntu en la cultura xhosa significa: “Yo soy porque nosotros somos”.
Aunque ignoro la veracidad de este relato, ubuntu es un concepto ético tradicional africano que define una actitud de lealtad entre las personas. Esta filosofía inspiró el movimiento de reconocimiento público de crímenes y reconciliación en el contexto del apartheid, e hizo posible la transición democrática sudafricana liderada por Nelson Mandela. Desmond Tutu, arzobispo anglicano pacifista que luchó activamente contra el apartheid y presidente de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación (también fue Premio Nobel de la Paz en 1984, pero sabemos que este premio actualmente no significa nada…), explicaba: “Una persona con ubuntu es abierta y está disponible para los demás, respalda a los demás, no se siente amenazada cuando otros son capaces y son buenos en algo, porque está segura de sí mismo ya que sabe que pertenece a una gran totalidad, que se decrece cuando otras personas son humilladas o menospreciadas, cuando otros son torturados u oprimidos”.
Estas dos historias sobre dos culturas —consideradas primitivas por la sociedad occidental— hacen preguntarse por la calidad de las relaciones sociales que genera un sistema cooperativo y otro competitivo como el occidental. La visión evolucionista occidental considera que las naciones subdesarrolladas y las culturas primitivas deben ascender por unos estados de modernización tecnológica marcados por los países desarrollados y cuya cima representan ellos mismos. Imponen una noción de progreso etnocéntrico basado en la técnica. Sin embargo, estas culturas parecen que están más desarrolladas que la nuestra en cuanto a sociabilidad y búsqueda del bien común.
En mi opinión, me parece que hay un mayor miedo social a la igualdad que a la desigualdad, cuando este último es el extremo creciente. La riqueza se concentra cada vez más en menos manos. Se nos educa en la competitividad en vez de en la cooperación, y se nos dice que si trabajas duro y buscas tu propio beneficio puedes ser rico. Puede ser, pero también podemos vivir todos bien. Y el bien de todos, el bien común, es incompatible con el neoliberalismo.
El capitalismo colonial causó estragos entre las sociedades “primitivas”. Como en el caso de otra tribu africana, los Bemba, asentados en el norte de Zambia. La economía de esta tribu se basaba en trueques y agricultura familiar con roles de género y de edad muy marcados: los jóvenes varones eran los encargados de los cultivos. Con la llegada de misioneros cristianos en 1896 a esta zona, junto con otros colonos con intereses en la extracción de minerales, se produjo una monetarización de la economía de esta tribu. Los jóvenes varones eran desplazados de sus comunidades a los cinturones mineros de Zambia, lo cual provocó escasez en las cosechas de los Bemba, y por consiguiente hambrunas. Estos jóvenes se convirtieron en una reserva de mano de obra barata para los colonos. Los niños que quedaban eran usados por los misioneros, quienes eran llamados “padres blancos”, para que trabajaran en sus huertos y construcciones a cambio de su “educación”.
En muchas culturas había y hay ciertos objetos que han sido usados como dinero —los egipcios usaron el trigo, al igual que los amerindios el maíz o los romanos la sal; de ahí viene la palabra “salario”— y que cumplían alguna de las cuatro funciones del dinero actual (medio de cambio, patrón de valor, medio de pago y medio de atesorar riqueza), pero su uso era restringido, ya que no todo se podía comprar y vender. O se usaban distintos objetos según lo que se quisiera intercambiar.
Entre los Bemba el dinero empezó a ser más necesario. Su uso se filtró en ritos sociales de prestigio como los contratos matrimoniales. También aumentó su uso porque se acostumbraron a comer pan que compraban a los colonos; no había trigo en esta parte de África. El dinero de los colonos no tenía asociado unas normas sociales determinadas para los nativos, de tal forma que algunos jóvenes bemba que trabajaban en las minas empezaron a desarraigarse de sus comunidades de origen y ya no se veían en la obligación de compartir su salario o mandarlo a su casa de origen, como sí tenían que hacer con los productos cosechados cuando trabajaban allí. La extensión del uso del dinero entre los Bemba rompió los lazos de solidaridad en los que se fundamentaba su estructura social y su cultura.
Actualmente, la economía invisibiliza cualquier bien común que no se pueda traducir en términos de rentabilidad. Como dice Esther Vivas, activista y periodista investigadora de movimientos sociales y políticas agrícolas y alimentarias, “el principal error de la economía actual es que ha reducido el concepto de valor al concepto de precio”. La teoría económica de la elección racional es de carácter instrumental, solo habla acerca de medios y no de fines o razones sociales.
Así se dan paradojas como la que sucede en EE. UU. —el país de la “libertad”— con la industria privada de las prisiones. Desde que entraron corporaciones privadas en la gestión de las prisiones ha aumentado la población carcelaria en este país hasta encabezar el ranking mundial: el 25 % de todos los reclusos del mundo están en EE. UU. Pero no solo han visto negocio las instituciones penitenciarias, sino también grandes empresas que usan a los reclusos como mano de obra barata llegando a pagar exiguos salarios de centavos de dólar por hora. Algunas de las empresas que se benefician de esta mano de obra carcelaria son: Microsoft, IBM, Motorola, Dell, etc. Un alto porcentaje de los reclusos que están en prisión por delitos no violentos es debido a que han sido condenados por posesión o tráfico de drogas. Las condenas asociadas a las drogas de los pobres, la heroína y el crack, son más largas aun siendo menor la cantidad que en el caso de las drogas de los ricos, la cocaína. No solo no se contextualiza la violencia estructural para intentar comprenderla y erradicarla, sino que de esta forma incluso se vuelve a reproducir y sancionar a otro nivel superior: el legal. Es más rentable la “criminalidad” que la prevención, cuando en realidad el crimen es justamente esta concepción.
El sentido de este ritual, explicaba un informante de la tribu al antropólogo canadiense Richard Lee, que estudiaba este pueblo, es educar en la humildad. De esta forma los cazadores más habilidosos no obtienen poder sobre el resto mediante la acumulación de prestigio social o el reclamo de deudas impagadas. El acto de compartir se basa en la obligación del que reparte y en la exigencia del que recibe, y se diferencia de la reciprocidad en que no espera nada a cambio. La poca pericia de otros cazadores que hace tiempo no consiguen una presa no influye en la cantidad de carne que reciben. Este igualitarismo social en el reparto de la carne evita las jerarquías y la estratificación social dentro de la tribu, y contradice la idea generalizada y errónea de que toda economía es un tipo de intercambio. Si los cazadores habilidosos intercambiaran carne por prestigio sería una forma de reciprocidad.
Cuando el antropólogo Richard Lee preguntó a los ¡Kung si tenían un cabecilla, estos le dijeron: “¡Todos somos cabecillas… cada uno es cabecilla de sí mismo!”. En esta cultura con utilización inmediata de los recursos se establece, según Lee, “un techo de acumulación de bienes por encima del cual nadie puede pasar, y también hay un límite por debajo del cual nadie puede caer”.
Indagando más en Internet sobre esta tribu encontré que el expresidente uruguayo José Mújica los considera como un referente, un modelo social a seguir: “Lo notable de estos tipos es que reconocen una brutal individualidad y sin embargo tienen obligaciones sociales que cumplen”. Esta práctica me hizo recordar esa frase que nos ha dicho algún adulto a todos cuando éramos pequeños: “¡Hay que compartir!”. Frase que se nos deja de repetir según nos vamos haciendo mayores, porque en el mercado laboral no tiene cabida el compartir, ya que lo que se busca es el máximo bien personal.
Me viene también a la memoria un relato sobre una tribu sudafricana que detallo a continuación y cuyo origen desconozco: un antropólogo propuso un juego a los niños de una tribu africana. Puso una canasta llena de frutas cerca de un árbol y les dijo que aquel que llegara primero ganaría todas las frutas. Cuando dio la señal para que corrieran, todos los niños se tomaron de las manos y corrieron juntos, y después se sentaron juntos a disfrutar del premio. Cuando él les preguntó por qué habían corrido así, si uno solo podía ganar todas las frutas, le respondieron: “Ubuntu, ¿cómo uno de nosotros podría estar feliz si todos los demás están tristes?”. Ubuntu en la cultura xhosa significa: “Yo soy porque nosotros somos”.
Aunque ignoro la veracidad de este relato, ubuntu es un concepto ético tradicional africano que define una actitud de lealtad entre las personas. Esta filosofía inspiró el movimiento de reconocimiento público de crímenes y reconciliación en el contexto del apartheid, e hizo posible la transición democrática sudafricana liderada por Nelson Mandela. Desmond Tutu, arzobispo anglicano pacifista que luchó activamente contra el apartheid y presidente de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación (también fue Premio Nobel de la Paz en 1984, pero sabemos que este premio actualmente no significa nada…), explicaba: “Una persona con ubuntu es abierta y está disponible para los demás, respalda a los demás, no se siente amenazada cuando otros son capaces y son buenos en algo, porque está segura de sí mismo ya que sabe que pertenece a una gran totalidad, que se decrece cuando otras personas son humilladas o menospreciadas, cuando otros son torturados u oprimidos”.
Estas dos historias sobre dos culturas —consideradas primitivas por la sociedad occidental— hacen preguntarse por la calidad de las relaciones sociales que genera un sistema cooperativo y otro competitivo como el occidental. La visión evolucionista occidental considera que las naciones subdesarrolladas y las culturas primitivas deben ascender por unos estados de modernización tecnológica marcados por los países desarrollados y cuya cima representan ellos mismos. Imponen una noción de progreso etnocéntrico basado en la técnica. Sin embargo, estas culturas parecen que están más desarrolladas que la nuestra en cuanto a sociabilidad y búsqueda del bien común.
En mi opinión, me parece que hay un mayor miedo social a la igualdad que a la desigualdad, cuando este último es el extremo creciente. La riqueza se concentra cada vez más en menos manos. Se nos educa en la competitividad en vez de en la cooperación, y se nos dice que si trabajas duro y buscas tu propio beneficio puedes ser rico. Puede ser, pero también podemos vivir todos bien. Y el bien de todos, el bien común, es incompatible con el neoliberalismo.
El capitalismo colonial causó estragos entre las sociedades “primitivas”. Como en el caso de otra tribu africana, los Bemba, asentados en el norte de Zambia. La economía de esta tribu se basaba en trueques y agricultura familiar con roles de género y de edad muy marcados: los jóvenes varones eran los encargados de los cultivos. Con la llegada de misioneros cristianos en 1896 a esta zona, junto con otros colonos con intereses en la extracción de minerales, se produjo una monetarización de la economía de esta tribu. Los jóvenes varones eran desplazados de sus comunidades a los cinturones mineros de Zambia, lo cual provocó escasez en las cosechas de los Bemba, y por consiguiente hambrunas. Estos jóvenes se convirtieron en una reserva de mano de obra barata para los colonos. Los niños que quedaban eran usados por los misioneros, quienes eran llamados “padres blancos”, para que trabajaran en sus huertos y construcciones a cambio de su “educación”.
En muchas culturas había y hay ciertos objetos que han sido usados como dinero —los egipcios usaron el trigo, al igual que los amerindios el maíz o los romanos la sal; de ahí viene la palabra “salario”— y que cumplían alguna de las cuatro funciones del dinero actual (medio de cambio, patrón de valor, medio de pago y medio de atesorar riqueza), pero su uso era restringido, ya que no todo se podía comprar y vender. O se usaban distintos objetos según lo que se quisiera intercambiar.
Entre los Bemba el dinero empezó a ser más necesario. Su uso se filtró en ritos sociales de prestigio como los contratos matrimoniales. También aumentó su uso porque se acostumbraron a comer pan que compraban a los colonos; no había trigo en esta parte de África. El dinero de los colonos no tenía asociado unas normas sociales determinadas para los nativos, de tal forma que algunos jóvenes bemba que trabajaban en las minas empezaron a desarraigarse de sus comunidades de origen y ya no se veían en la obligación de compartir su salario o mandarlo a su casa de origen, como sí tenían que hacer con los productos cosechados cuando trabajaban allí. La extensión del uso del dinero entre los Bemba rompió los lazos de solidaridad en los que se fundamentaba su estructura social y su cultura.
Actualmente, la economía invisibiliza cualquier bien común que no se pueda traducir en términos de rentabilidad. Como dice Esther Vivas, activista y periodista investigadora de movimientos sociales y políticas agrícolas y alimentarias, “el principal error de la economía actual es que ha reducido el concepto de valor al concepto de precio”. La teoría económica de la elección racional es de carácter instrumental, solo habla acerca de medios y no de fines o razones sociales.
Así se dan paradojas como la que sucede en EE. UU. —el país de la “libertad”— con la industria privada de las prisiones. Desde que entraron corporaciones privadas en la gestión de las prisiones ha aumentado la población carcelaria en este país hasta encabezar el ranking mundial: el 25 % de todos los reclusos del mundo están en EE. UU. Pero no solo han visto negocio las instituciones penitenciarias, sino también grandes empresas que usan a los reclusos como mano de obra barata llegando a pagar exiguos salarios de centavos de dólar por hora. Algunas de las empresas que se benefician de esta mano de obra carcelaria son: Microsoft, IBM, Motorola, Dell, etc. Un alto porcentaje de los reclusos que están en prisión por delitos no violentos es debido a que han sido condenados por posesión o tráfico de drogas. Las condenas asociadas a las drogas de los pobres, la heroína y el crack, son más largas aun siendo menor la cantidad que en el caso de las drogas de los ricos, la cocaína. No solo no se contextualiza la violencia estructural para intentar comprenderla y erradicarla, sino que de esta forma incluso se vuelve a reproducir y sancionar a otro nivel superior: el legal. Es más rentable la “criminalidad” que la prevención, cuando en realidad el crimen es justamente esta concepción.