Que me miran pero no me ven
Por Eli Torres. Ilustración de Lau Bonnie. Publicado en el número 12 (diciembre 2019).
Era un domingo cualquiera y me sorprendí mirando fijamente una foto de cuando tenía unos ocho años: era mediados de los años noventa y salgo en mitad del encuadre con un jersey de lana azul, una cruz de Caravaca pendiendo del cuello y una gran sonrisa en la cara. Detrás, mi pueblo: las casas blancas están abajo, mientras que al fondo se ve una montaña seca pero moteada por algunos cuadrantes de olivos en la ladera. El cielo está encapotado, lo cual no es muy común en el interior de Andalucía; lo habitual es que reluzca el sol y que el frío apriete hasta dejarte las manos moradas. La foto está sujeta en el marco de un cuadro que muestra una frase: «Sonríe. Hay un lugar para ti». Entonces reflexioné sobre que mi lugar nunca estuvo en ese pueblo en el que hace veinticinco años sonreía, aunque lo cierto es que sí hubo un tiempo en el que lo hacía, así que no deja de ser un lugar donde nunca fui más yo, pero donde también aprendí a no serlo en absoluto.
En las fotos de mi infancia siempre aparezco sonriendo y disfrutando de las cosas que más me gustaban, como ir en bicicleta, corretear por el campo y llevar ropa comodísima y de muchos estampados y colores —estábamos en los noventa, al fin y al cabo—. Sin embargo, más adelante, cuando me empezaron a salir las tetas y mis amigos de correrías pasaron a ser chicos susceptibles de ser mi primer beso, la ropa se me ajustó al cuerpo, los colores pasaron a ser tonos pasteles y, lo que más me sorprende, la sonrisa se convirtió en una mueca de inexpresión que ahora interpreto como un «qué coño hago llevando esta ropa de “chica” con la que me siento tan incómoda». Con el paso del tiempo, una vez que intenté todas las posibles maneras femeninas de vestirme, volví a ponerme los jerséis más coloridos y las camisas más estrambóticas. Entonces, volví a sonreír en las fotos y, por lo tanto, a ser yo. Es más, hace unos años, a un par de días de mi treinta cumpleaños, decidí cortarme el pelo corto. Corto, cortísimo como un niño de cinco años; aunque por suerte he ido perfeccionando el corte hasta conseguir que me quede decente. De hecho, durante el proceso, en un impulso de «ya que estamos...», me rapé y desde entonces luzco una frondosidad capilar que nunca tuve en mi época de rizos desordenados. Considero que ha sido la mejor decisión que he tomado sobre mi estética, y probablemente la única... hasta que empecé en ese trabajo que apenas me duró unos meses.
Sí, estaba muy feliz con mi decisión hasta que llegué un día a la oficina con el pelo recién cortado. Un corte impecable que se parecía a una suerte de cresta. Sin embargo, nadie se detuvo ni un segundo a mirarme, y mucho menos a comentar el buen hacer de mi peluquera (o, yo que sé, el horror que les supone un corte de tales características en una chica). Días antes habían reparado en los aproximadamente dos centímetros que una compañera había cortado su larga cabellera, e incluso en el redondeado en el que había transformado sus anteriores uñas cuadradas. Esto ocurrió varias veces, pues el pelo corto requiere de visitas regulares a la peluquería; y de verdad que cada vez me resultaba más chocante e incluso «siniestro». Si entre ellas se reconocían estupendas y se alababan sin parar, ¿por qué a mí no? ¿Es porque mis camisas se adornan con estampados florales más habituales en la ropa de «chico»?, ¿es porque no me maquillo y mis uñas dejan mucho que desear?, ¿es porque no respondo a los cánones sociales de la femineidad? ¿Me envidiaban?, ¿me odiaban?, ¿amenazaba su acatado estatus social como mujeres? ¿¿Qué era?? No es que necesitara atenciones; simplemente... una sensación de que me miraban pero no me veían.
Como decía, dejé ese trabajo al cabo de unos meses por diferentes y variados motivos. Pero digamos que sentía cómo la ropa ajustada y sus colores pasteles me volvían a mirar desde una esquina a la espera de volver a constreñir mi cuerpo y lo que yo quiero ser. Claro que esta vez no iba a pasar. Que no es que tenga muy claro qué quiero ser, y mucho menos cómo conseguirlo, aunque lo cierto es que empiezo a intuir lo que realmente necesito para serlo: sentirme como esa niña del jersey azul que, con la montaña al fondo, no deja de sonreír.
En las fotos de mi infancia siempre aparezco sonriendo y disfrutando de las cosas que más me gustaban, como ir en bicicleta, corretear por el campo y llevar ropa comodísima y de muchos estampados y colores —estábamos en los noventa, al fin y al cabo—. Sin embargo, más adelante, cuando me empezaron a salir las tetas y mis amigos de correrías pasaron a ser chicos susceptibles de ser mi primer beso, la ropa se me ajustó al cuerpo, los colores pasaron a ser tonos pasteles y, lo que más me sorprende, la sonrisa se convirtió en una mueca de inexpresión que ahora interpreto como un «qué coño hago llevando esta ropa de “chica” con la que me siento tan incómoda». Con el paso del tiempo, una vez que intenté todas las posibles maneras femeninas de vestirme, volví a ponerme los jerséis más coloridos y las camisas más estrambóticas. Entonces, volví a sonreír en las fotos y, por lo tanto, a ser yo. Es más, hace unos años, a un par de días de mi treinta cumpleaños, decidí cortarme el pelo corto. Corto, cortísimo como un niño de cinco años; aunque por suerte he ido perfeccionando el corte hasta conseguir que me quede decente. De hecho, durante el proceso, en un impulso de «ya que estamos...», me rapé y desde entonces luzco una frondosidad capilar que nunca tuve en mi época de rizos desordenados. Considero que ha sido la mejor decisión que he tomado sobre mi estética, y probablemente la única... hasta que empecé en ese trabajo que apenas me duró unos meses.
Sí, estaba muy feliz con mi decisión hasta que llegué un día a la oficina con el pelo recién cortado. Un corte impecable que se parecía a una suerte de cresta. Sin embargo, nadie se detuvo ni un segundo a mirarme, y mucho menos a comentar el buen hacer de mi peluquera (o, yo que sé, el horror que les supone un corte de tales características en una chica). Días antes habían reparado en los aproximadamente dos centímetros que una compañera había cortado su larga cabellera, e incluso en el redondeado en el que había transformado sus anteriores uñas cuadradas. Esto ocurrió varias veces, pues el pelo corto requiere de visitas regulares a la peluquería; y de verdad que cada vez me resultaba más chocante e incluso «siniestro». Si entre ellas se reconocían estupendas y se alababan sin parar, ¿por qué a mí no? ¿Es porque mis camisas se adornan con estampados florales más habituales en la ropa de «chico»?, ¿es porque no me maquillo y mis uñas dejan mucho que desear?, ¿es porque no respondo a los cánones sociales de la femineidad? ¿Me envidiaban?, ¿me odiaban?, ¿amenazaba su acatado estatus social como mujeres? ¿¿Qué era?? No es que necesitara atenciones; simplemente... una sensación de que me miraban pero no me veían.
Como decía, dejé ese trabajo al cabo de unos meses por diferentes y variados motivos. Pero digamos que sentía cómo la ropa ajustada y sus colores pasteles me volvían a mirar desde una esquina a la espera de volver a constreñir mi cuerpo y lo que yo quiero ser. Claro que esta vez no iba a pasar. Que no es que tenga muy claro qué quiero ser, y mucho menos cómo conseguirlo, aunque lo cierto es que empiezo a intuir lo que realmente necesito para serlo: sentirme como esa niña del jersey azul que, con la montaña al fondo, no deja de sonreír.