Oír para ver
Texto por Eider Burgos. Ilustraciones por Miren Karmele Gómez. Publicado en el número 3 (julio 2014).
Bilbao, año 2006. El sol se había ocultado hacía rato cuando Miren Karmele Gómez, que por entonces tenía 21 años, llegó a casa tras otro día en la universidad. Podría haber sido un martes cualquiera, de no ser porque la palabra ‘puente’ había cambiado de color y nadie excepto ella parecía haberlo notado.
Al cruzar el umbral de su hogar, pudo oír cómo su amiga Lorea se afanaba en la cocina preparando la cena. No tardó en acercarse a su compañera de piso y preguntarle por lo sucedido. “Hoy se me ha cambiado el color de la palabra ‘puente’. Se me ha hecho raro. ¿A ti no?”, le dijo. Ante la cara de sorpresa de su amiga, Miren Karmele trató de explicarle que ahí donde antes la palabra giraba hacia abajo en color morado, ahora había adquirido un tono rosáceo. “Pero que si a ti no te ha pasado, no pasa nada”, le espetó finalmente, al comprobar que Lorea la observaba como si fuera una desquiciada.
Pero no, Miren Karmele no está loca. Tampoco está enferma. Sin embargo, nadie más en el mundo percibe el entorno como lo hace su cerebro. Y es que ella ve los sonidos, las palabras y las canciones. Cada fonema posee su propio color, forma y movimiento y no es capaz de entender el mundo sin uno de estos tres elementos. Miren Karmele tiene sinestesia.
Pero, ¿qué es la sinestesia? “Es una mezcla de sentidos. Cuando la persona percibe una sensación, evoca la percepción de otra que no está ahí”, define Óscar Vegas, psicobiólogo de la Facultad de Psicología en la Universidad del País Vasco. Esto da lugar a experiencias tan curiosas como saborear las palabras o visualizar colores a través del tacto. Existen hasta veinte tipos de sinestesia perfectamente definidos por la ciencia, y se sabe que entre un 1 y un 4% -de media un 2%- de la población mundial es sinesteta. Aún así, el origen de este fenómeno sigue siendo desconocido.
Al cruzar el umbral de su hogar, pudo oír cómo su amiga Lorea se afanaba en la cocina preparando la cena. No tardó en acercarse a su compañera de piso y preguntarle por lo sucedido. “Hoy se me ha cambiado el color de la palabra ‘puente’. Se me ha hecho raro. ¿A ti no?”, le dijo. Ante la cara de sorpresa de su amiga, Miren Karmele trató de explicarle que ahí donde antes la palabra giraba hacia abajo en color morado, ahora había adquirido un tono rosáceo. “Pero que si a ti no te ha pasado, no pasa nada”, le espetó finalmente, al comprobar que Lorea la observaba como si fuera una desquiciada.
Pero no, Miren Karmele no está loca. Tampoco está enferma. Sin embargo, nadie más en el mundo percibe el entorno como lo hace su cerebro. Y es que ella ve los sonidos, las palabras y las canciones. Cada fonema posee su propio color, forma y movimiento y no es capaz de entender el mundo sin uno de estos tres elementos. Miren Karmele tiene sinestesia.
Pero, ¿qué es la sinestesia? “Es una mezcla de sentidos. Cuando la persona percibe una sensación, evoca la percepción de otra que no está ahí”, define Óscar Vegas, psicobiólogo de la Facultad de Psicología en la Universidad del País Vasco. Esto da lugar a experiencias tan curiosas como saborear las palabras o visualizar colores a través del tacto. Existen hasta veinte tipos de sinestesia perfectamente definidos por la ciencia, y se sabe que entre un 1 y un 4% -de media un 2%- de la población mundial es sinesteta. Aún así, el origen de este fenómeno sigue siendo desconocido.
Eleazar Herrera: “Me pusieron una ecuación y cambié las letras y los números por colores”
Todos somos sinestetas
Existen diversas teorías sobre cómo se produce este síndrome. La más común defiende que absolutamente todos los humanos han sido sinestetas en algún momento. Para ser exactos, durante los primeros meses de vida. Es en esta etapa cuando se produce el mayor número de conexiones neuronales, lo que acabaría uniendo el área de un sentido con otra. Cuando en la mayoría de los cerebros se produce la muerte celular selectiva -proceso natural por el que se reduce el número de conexiones entre neuronas-, algunos seguirían conservando esos puentes entre sensores.
Esto explicaría por qué un sinesteta crece sin saber que lo es. No es hasta la adolescencia, o incluso hasta la madurez, cuando la mayoría descubren su condición. Han crecido con ello, y no conocen otra manera de entender el mundo más que la suya propia. “Tendemos a pensar que todo el mundo ve las cosas como nosotros, pero cada uno tenemos nuestro margen”, apunta Vegas. Hasta que llega el día en que un comentario casual provoca la sorpresa de todos. Ya puede ser porque ‘puente’ cambie de color o porque alguien quiera convencerte de que el cinco es verde.
Ese fue el caso de Eleazar Herrera, de 23 años. Fue con 16 cuando se reunió con un grupo de amigos y uno de ellos comentó que el cinco era verde. “Le dije: «¡Mentira! ¡Es azul!». Me pusieron una ecuación y cambié los números y las letras por colores”, recuerda. Un tiempo más tarde, la Universidad de Granada hizo un llamamiento en la red en busca de voluntarios para un estudio sobre la sinestesia. La prueba consistía en un test en el que se presentaba una larguísima lista de letras, números y palabras junto a una paleta de colores. Los usuarios debían relacionar el color que les evocara cada elemento; luego tenían que repetir el proceso otras dos veces en distinto orden cada vez. “Me costó tres horas hacerlo. Al final me salió un 91% de coincidencias”, explica Eleazar.
Vuelta a la realidad
Este hallazgo supone para sus protagonistas un importante choque con la realidad. No solo viven el mundo de una manera totalmente extraña para un no sinestésico, sino que, por si fuera poco, ningún sinesteta sentirá, verá ni percibirá lo mismo que otro. Las respuestas a los estímulos son totalmente distintas en cada caso. “Que de repente te digan que los colores que tú estás viendo no los ve nadie más es un shock. Me cuestionaba todo, mi mundo, mis ideas…”, confiesa Miren Karmele.
No es para menos. El grado de sinestesia que posee esta joven de Elizondo es tan fuerte, que constantemente ve colores y formas bailando delante de sus ojos. Con cada palabra, con cada sonido. “También he tenido del tipo tacto-visión, pero son las que yo llamo sorpresa”, apunta. “Imagínate, estás tomando café con la amiga de siempre, te toca y empiezan a salir círculos azules”.
Para ella, el lenguaje y los colores son uno, y las palabras no se entienden sin su dibujo correspondiente. En una ocasión, se encontraba en una reunión de amigos de diferentes partes del mundo. Alguien comentó algo de una ballena. “Lo dijeron en euskera, en italiano, en portugués… Veía la misma palabra en cinco idiomas. Me crearon tantos colores que de repente no vi ninguno. Y como pienso con colores, no podía hablar. Me tuve que ir hasta que volvió mi escala”, narra.
Eleazar, en cambio, asocia los colores con las letras y los números -“hay nombres que me gustan más por el color de sus letras. Puede que en un futuro elija el nombre de mis hijos dependiendo de su color”-, pero es capaz de eludirlos cuando lee o escribe. “Es como cuando en Photoshop ocultas una capa. Sé que el color no está ahí”, aclara. No es así con lo que ve a partir de la música o de sonidos muy estridentes. “No me gustan los sitios con ruido, los conciertos… ¿Sabes lo que es que la vecina esté escuchando ópera por la noche, ver un montón de cosas y no poder dormir? ¡Y no se lo puedo explicar! ‘Oye mira, que es que me estás haciendo unas ondas aquí que me estás pintando todo el techo’”, cuenta riéndose.
Existen diversas teorías sobre cómo se produce este síndrome. La más común defiende que absolutamente todos los humanos han sido sinestetas en algún momento. Para ser exactos, durante los primeros meses de vida. Es en esta etapa cuando se produce el mayor número de conexiones neuronales, lo que acabaría uniendo el área de un sentido con otra. Cuando en la mayoría de los cerebros se produce la muerte celular selectiva -proceso natural por el que se reduce el número de conexiones entre neuronas-, algunos seguirían conservando esos puentes entre sensores.
Esto explicaría por qué un sinesteta crece sin saber que lo es. No es hasta la adolescencia, o incluso hasta la madurez, cuando la mayoría descubren su condición. Han crecido con ello, y no conocen otra manera de entender el mundo más que la suya propia. “Tendemos a pensar que todo el mundo ve las cosas como nosotros, pero cada uno tenemos nuestro margen”, apunta Vegas. Hasta que llega el día en que un comentario casual provoca la sorpresa de todos. Ya puede ser porque ‘puente’ cambie de color o porque alguien quiera convencerte de que el cinco es verde.
Ese fue el caso de Eleazar Herrera, de 23 años. Fue con 16 cuando se reunió con un grupo de amigos y uno de ellos comentó que el cinco era verde. “Le dije: «¡Mentira! ¡Es azul!». Me pusieron una ecuación y cambié los números y las letras por colores”, recuerda. Un tiempo más tarde, la Universidad de Granada hizo un llamamiento en la red en busca de voluntarios para un estudio sobre la sinestesia. La prueba consistía en un test en el que se presentaba una larguísima lista de letras, números y palabras junto a una paleta de colores. Los usuarios debían relacionar el color que les evocara cada elemento; luego tenían que repetir el proceso otras dos veces en distinto orden cada vez. “Me costó tres horas hacerlo. Al final me salió un 91% de coincidencias”, explica Eleazar.
Vuelta a la realidad
Este hallazgo supone para sus protagonistas un importante choque con la realidad. No solo viven el mundo de una manera totalmente extraña para un no sinestésico, sino que, por si fuera poco, ningún sinesteta sentirá, verá ni percibirá lo mismo que otro. Las respuestas a los estímulos son totalmente distintas en cada caso. “Que de repente te digan que los colores que tú estás viendo no los ve nadie más es un shock. Me cuestionaba todo, mi mundo, mis ideas…”, confiesa Miren Karmele.
No es para menos. El grado de sinestesia que posee esta joven de Elizondo es tan fuerte, que constantemente ve colores y formas bailando delante de sus ojos. Con cada palabra, con cada sonido. “También he tenido del tipo tacto-visión, pero son las que yo llamo sorpresa”, apunta. “Imagínate, estás tomando café con la amiga de siempre, te toca y empiezan a salir círculos azules”.
Para ella, el lenguaje y los colores son uno, y las palabras no se entienden sin su dibujo correspondiente. En una ocasión, se encontraba en una reunión de amigos de diferentes partes del mundo. Alguien comentó algo de una ballena. “Lo dijeron en euskera, en italiano, en portugués… Veía la misma palabra en cinco idiomas. Me crearon tantos colores que de repente no vi ninguno. Y como pienso con colores, no podía hablar. Me tuve que ir hasta que volvió mi escala”, narra.
Eleazar, en cambio, asocia los colores con las letras y los números -“hay nombres que me gustan más por el color de sus letras. Puede que en un futuro elija el nombre de mis hijos dependiendo de su color”-, pero es capaz de eludirlos cuando lee o escribe. “Es como cuando en Photoshop ocultas una capa. Sé que el color no está ahí”, aclara. No es así con lo que ve a partir de la música o de sonidos muy estridentes. “No me gustan los sitios con ruido, los conciertos… ¿Sabes lo que es que la vecina esté escuchando ópera por la noche, ver un montón de cosas y no poder dormir? ¡Y no se lo puedo explicar! ‘Oye mira, que es que me estás haciendo unas ondas aquí que me estás pintando todo el techo’”, cuenta riéndose.
“El LSD produce efectos parecidos a la sinestesia. Soy como Obélix, pero
a la marmita que caí era de LSD”
Para esta escritora vitoriana también fue extraño descubrir que su percepción era única, pero le ayudó a entender aspectos de su infancia. “Cuando en el colegio otros niños pintaban un número del color que para mí no era, me sentaba mal. Les decía: ‘¿Has visto eso? ¡Bórralo!’”.
Amarillo + Amarillo = 4
La de la infancia es una de las etapas más complicadas para un sinesteta. Así lo dice Óscar Vegas, quien explica que la confusión entre grafemas y colores puede acarrear problemas de aprendizaje. “Cada vez que escuchan una palabra ven colores. Para entender el lenguaje tienen que abstraerse de esos colores, que funcionan como barrera. Los mismos con los números”. Así lo recuerda Miren Karmele que, a pesar de haber sido siempre una buena estudiante, tuvo que poner un poco más de su parte para comprender ciertos conceptos. “Cuando te enseñan que dos más dos son cuatro yo veía que el dos amarillo con otro dos amarillo daba un cuatro rojo, pero al día siguiente el dos se me iba al azul. ¿Por qué decía 2+2=4? Porque así me lo habían dicho”, explica.
Sin embargo, una vez que los sinestetas encuentran la manera de conjugar su percepción con los estudios, puede suponerles incluso una ventaja a la hora de aprender idiomas o realizar operaciones complicadas. Es el caso de Eleazar, que es capaz de calcular los cuadrados de los números gracias a los colores. “Es muy fácil porque son iguales. Simplemente los colores se mezclan y dan lugar a otro. Ese nuevo color lo descodifico y sale el resultado. Te puedo decir al momento que 17x17 da 289”.
“La gente que sale en la televisión sumando números inmensos en cuestión de segundos, es probable que tengan sinestesia”, explica Vegas. Es el caso de Daniel Tammet, un británico de 35 años que desde los 25 ostenta el récord europeo de memorización y recitado de cifras del número pi. Un total de 22.514 dígitos en algo más de cinco horas. Para Tammet, cada número posee su propio color, textura y emoción, y juntos conforman un paisaje. Según sus palabras, el número pi es “especialmente hermoso”.
Las mujeres que protagonizan este reportaje han sabido sacarle partido a sus cualidades. Miren Karmele pinta cuadros de manera periódica que ilustran lo que ve cuando escucha una palabra o una canción. Desde hace dos años, mantiene un blog donde lleva publicadas cerca de 200 obras. Tal es la expectación que genera, que ahora colabora con una casa rural para la que dibuja el edificio en cuestión utilizando la misma técnica. Lo mismo ha hecho para el Planetario de Pamplona, donde trabaja como profesora en escuela de estrellas, y en junio participó en un proyecto en el que realizaba dibujos en directo al son de un concierto de txistu.
Eleazar aprovecha lo que ve en la narración de sus novelas. “En ‘La Ciudadela’ hay un momento en el que el personaje está en un sitio oscuro, saca la espada y hace un jirón por donde entra luz. El sonido de cortar tiene un dibujo de filo de guadaña que sale hacia sí mismo. Claro, esto no lo puedo poner en todos los sitios. En una novela de sueños como esta, sí”.
Todas estas capacidades generan desconcierto, curiosidad y envidia a parts iguales. Tanta, que se corre el peligro de convertir al sinesteta en un conejillo de indias.
“Me preguntan cosas como ‘¿Y qué ves cuando hago esto?’, y golpean la mesa”, cuenta Eleazar. “Pero a ver, que no tengo poderes”, apostilla.
Miren Karmele coincide. “Me hacen muchas preguntas, y lo entiendo. La primera siempre es cómo veo su nombre, y lo vuelven a preguntar meses más tarde para ver si digo lo mismo”. Y le quita hierro al asunto. “Pero a todo esto hay que darle un punto de normalidad”, aclara. “Tengo dos ojos, dos orejas, la misma poca pasta…”.
Con sus pros y sus contras, la sinestesia es una parte indisoluble de quien la posee. “Si se les pregunta si desearían perderla, dirán que ninguno quiere. Es la manera en la que perciben el mundo y así lo entienden”, puntualiza Óscar Vegas.
Muchos consideran lo consideran un don y unos cuantos sueñan con experimentarlo. “Creo que el LSD produce efectos parecidos a la sinestesia. Ni me planteo probarlo, ya tengo suficiente. Soy como Obelix, solo que a la marmita que me caí era de LSD. Y no tengo resaca”, bromea Miren Karmele.
Amarillo + Amarillo = 4
La de la infancia es una de las etapas más complicadas para un sinesteta. Así lo dice Óscar Vegas, quien explica que la confusión entre grafemas y colores puede acarrear problemas de aprendizaje. “Cada vez que escuchan una palabra ven colores. Para entender el lenguaje tienen que abstraerse de esos colores, que funcionan como barrera. Los mismos con los números”. Así lo recuerda Miren Karmele que, a pesar de haber sido siempre una buena estudiante, tuvo que poner un poco más de su parte para comprender ciertos conceptos. “Cuando te enseñan que dos más dos son cuatro yo veía que el dos amarillo con otro dos amarillo daba un cuatro rojo, pero al día siguiente el dos se me iba al azul. ¿Por qué decía 2+2=4? Porque así me lo habían dicho”, explica.
Sin embargo, una vez que los sinestetas encuentran la manera de conjugar su percepción con los estudios, puede suponerles incluso una ventaja a la hora de aprender idiomas o realizar operaciones complicadas. Es el caso de Eleazar, que es capaz de calcular los cuadrados de los números gracias a los colores. “Es muy fácil porque son iguales. Simplemente los colores se mezclan y dan lugar a otro. Ese nuevo color lo descodifico y sale el resultado. Te puedo decir al momento que 17x17 da 289”.
“La gente que sale en la televisión sumando números inmensos en cuestión de segundos, es probable que tengan sinestesia”, explica Vegas. Es el caso de Daniel Tammet, un británico de 35 años que desde los 25 ostenta el récord europeo de memorización y recitado de cifras del número pi. Un total de 22.514 dígitos en algo más de cinco horas. Para Tammet, cada número posee su propio color, textura y emoción, y juntos conforman un paisaje. Según sus palabras, el número pi es “especialmente hermoso”.
Las mujeres que protagonizan este reportaje han sabido sacarle partido a sus cualidades. Miren Karmele pinta cuadros de manera periódica que ilustran lo que ve cuando escucha una palabra o una canción. Desde hace dos años, mantiene un blog donde lleva publicadas cerca de 200 obras. Tal es la expectación que genera, que ahora colabora con una casa rural para la que dibuja el edificio en cuestión utilizando la misma técnica. Lo mismo ha hecho para el Planetario de Pamplona, donde trabaja como profesora en escuela de estrellas, y en junio participó en un proyecto en el que realizaba dibujos en directo al son de un concierto de txistu.
Eleazar aprovecha lo que ve en la narración de sus novelas. “En ‘La Ciudadela’ hay un momento en el que el personaje está en un sitio oscuro, saca la espada y hace un jirón por donde entra luz. El sonido de cortar tiene un dibujo de filo de guadaña que sale hacia sí mismo. Claro, esto no lo puedo poner en todos los sitios. En una novela de sueños como esta, sí”.
Todas estas capacidades generan desconcierto, curiosidad y envidia a parts iguales. Tanta, que se corre el peligro de convertir al sinesteta en un conejillo de indias.
“Me preguntan cosas como ‘¿Y qué ves cuando hago esto?’, y golpean la mesa”, cuenta Eleazar. “Pero a ver, que no tengo poderes”, apostilla.
Miren Karmele coincide. “Me hacen muchas preguntas, y lo entiendo. La primera siempre es cómo veo su nombre, y lo vuelven a preguntar meses más tarde para ver si digo lo mismo”. Y le quita hierro al asunto. “Pero a todo esto hay que darle un punto de normalidad”, aclara. “Tengo dos ojos, dos orejas, la misma poca pasta…”.
Con sus pros y sus contras, la sinestesia es una parte indisoluble de quien la posee. “Si se les pregunta si desearían perderla, dirán que ninguno quiere. Es la manera en la que perciben el mundo y así lo entienden”, puntualiza Óscar Vegas.
Muchos consideran lo consideran un don y unos cuantos sueñan con experimentarlo. “Creo que el LSD produce efectos parecidos a la sinestesia. Ni me planteo probarlo, ya tengo suficiente. Soy como Obelix, solo que a la marmita que me caí era de LSD. Y no tengo resaca”, bromea Miren Karmele.