No son tiempos
Por Carla Faginas Cerezo. Artículo publicado en el número 2 (mayo 2014).
Lo vi caminando por la calle Fuencarral, más movido por la inercia que por decisión propia, y no supe si lo que estaba viendo era cierto. Un viandante de mediana edad, con la indumentaria y la complexión física del ciudadano medio (entiéndase la generalización), el pelo corto y el traje bien planchado, lloraba desconsolado mientras vagaba entre un gentío que ni siquiera se giraba tras su paso. Confieso que no supe cómo reaccionar. Cruzó la carretera sin apenas fijarse en el tráfico y avanzó calle abajo hasta que lo perdí de vista. Yo, por mi parte, no volví sobre mis pasos. No lo seguí para comprobar si se encontraba bien, si necesitaba ayuda. Me quedé inmóvil en medio de la muchedumbre, alzando la mirada por encima de aquel millar de cabezas ajetreadas, y, tras recibir un par de empujones, decidí retomar mi camino con un sabor amargo en la boca que debió de desencajarme el rictus, porque un amigo, que era con quien caminaba, me preguntó qué me pasaba. “Nada”, respondí, “que acabamos de cruzarnos con un hombre que lloraba”.
Recordé entonces que semanas antes, regresando a casa del trabajo, había sido testigo de una de las escenas más extrañas que he presenciado en el año que llevo viviendo en la capital. Al bajar del metro en la estación de Cuatro Caminos, un niño de unos seis años se apeó al mismo tiempo que yo. Iba solo, con paso decidido, y agarrando un globo con cada mano. Subí las escaleras detrás de él y lo seguí por el entramado de pasillos que conforman las estaciones del metro de Madrid. Nadie más se fijó en él, o al menos eso me pareció. Segundos después, una señora, a la que le he otorgado el papel de madre del chaval, lo llamó por su nombre. Por lo visto, en un enfado entre los dos, ella había decidido hacer como que no estaba y seguirlo, al igual que yo, sin que él fuese consciente. Insisto en que nadie, incluida yo, se acercó a preguntarle si estaba solo o perdido. Me atrevería a decir que nadie más reparó en su presencia.
Contándole a un amigo de la infancia estas historias, junto con las de las cuatro personas que duermen en los soportales que separan mi casa de la boca de metro más cercana, este me dijo, literalmente, que las cosas están muy jodidas y que no son tiempos de preocuparse por los demás. Y añadió: “Yo antes era como tú, pero vivir en una ciudad tan grande me ha cambiado”.
Desde entonces no puedo evitar darle vueltas a todo, revisar con lupa los comentarios que la gente comparte conmigo y la actitud de las personas con las que me cruzo por la calle, y creo que me estoy volviendo una rancia. Veo las noticias con un gesto entre incrédulo y amargado, y me estoy ganando una fama de indignada que nunca antes había tenido (o al menos eso creo). Me enfada un presidente del mundo (sí, han leído bien: del mundo) dispuesto a bombardear a quien se ponga por delante sin que el peso de un Premio Nobel de la Paz ejerza influencia alguna sobre sus actos. Me enerva España como conjunto, especialmente su clase política y la permisividad con la que nosotros, los españoles, afrontamos una corrupción que actúa como la carcoma y de la que ningún estamento político o social parece quedar impune. Pero, sobre todo, me agobia la presencia de esas cuatro personas que duermen a la intemperie en mi calle.
Así que en esas estamos: en tiempos que no son, en ciudades que, según parece, deshumanizan inexorablemente y en caracteres que se agrian como el zumo de un limón con solo encender el televisor. Pero nada de esto importa, señores, porque ahora estamos a otras cosas. Qué más dan estas historias si en estos momentos nos ocupan otros temas mucho más importantes, ya sea el referéndum, la manida Marca España o las carreras de Esperanza Aguirre al volante. Mejor será entonces que no nos preocupemos, porque no son tiempos, que dejemos de lado lo que tengamos entre manos y nos bajemos al bar a tomar una caña, porque todavía es verano y como en España, dicen, no se vive en ningún sitio.
Recordé entonces que semanas antes, regresando a casa del trabajo, había sido testigo de una de las escenas más extrañas que he presenciado en el año que llevo viviendo en la capital. Al bajar del metro en la estación de Cuatro Caminos, un niño de unos seis años se apeó al mismo tiempo que yo. Iba solo, con paso decidido, y agarrando un globo con cada mano. Subí las escaleras detrás de él y lo seguí por el entramado de pasillos que conforman las estaciones del metro de Madrid. Nadie más se fijó en él, o al menos eso me pareció. Segundos después, una señora, a la que le he otorgado el papel de madre del chaval, lo llamó por su nombre. Por lo visto, en un enfado entre los dos, ella había decidido hacer como que no estaba y seguirlo, al igual que yo, sin que él fuese consciente. Insisto en que nadie, incluida yo, se acercó a preguntarle si estaba solo o perdido. Me atrevería a decir que nadie más reparó en su presencia.
Contándole a un amigo de la infancia estas historias, junto con las de las cuatro personas que duermen en los soportales que separan mi casa de la boca de metro más cercana, este me dijo, literalmente, que las cosas están muy jodidas y que no son tiempos de preocuparse por los demás. Y añadió: “Yo antes era como tú, pero vivir en una ciudad tan grande me ha cambiado”.
Desde entonces no puedo evitar darle vueltas a todo, revisar con lupa los comentarios que la gente comparte conmigo y la actitud de las personas con las que me cruzo por la calle, y creo que me estoy volviendo una rancia. Veo las noticias con un gesto entre incrédulo y amargado, y me estoy ganando una fama de indignada que nunca antes había tenido (o al menos eso creo). Me enfada un presidente del mundo (sí, han leído bien: del mundo) dispuesto a bombardear a quien se ponga por delante sin que el peso de un Premio Nobel de la Paz ejerza influencia alguna sobre sus actos. Me enerva España como conjunto, especialmente su clase política y la permisividad con la que nosotros, los españoles, afrontamos una corrupción que actúa como la carcoma y de la que ningún estamento político o social parece quedar impune. Pero, sobre todo, me agobia la presencia de esas cuatro personas que duermen a la intemperie en mi calle.
Así que en esas estamos: en tiempos que no son, en ciudades que, según parece, deshumanizan inexorablemente y en caracteres que se agrian como el zumo de un limón con solo encender el televisor. Pero nada de esto importa, señores, porque ahora estamos a otras cosas. Qué más dan estas historias si en estos momentos nos ocupan otros temas mucho más importantes, ya sea el referéndum, la manida Marca España o las carreras de Esperanza Aguirre al volante. Mejor será entonces que no nos preocupemos, porque no son tiempos, que dejemos de lado lo que tengamos entre manos y nos bajemos al bar a tomar una caña, porque todavía es verano y como en España, dicen, no se vive en ningún sitio.