Me olvidé de montar en bicicleta
Por Carla Faginas Cerezo. Publicado en el número 8 (diciembre 2015).
EL día antes de comenzar las clases de sexto de primaria, en septiembre del 95, me abrí la cabeza de lado a lado cuando salía del garaje de una amiga montada en una bicicleta de montaña. Tenía diez años y sabía pedalear sin ayuda de ruedines desde los cinco. Hasta aquel día fatídico, fecha en la que un enfermero rasuró buena parte de mi jovencísima cabeza sin tan siquiera preguntar, me había cansado de recorrer junto a mi padre los caminos imposibles y empedrados de Monteferro —un pico cercano a la playa donde pasé los veranos de mi infancia― y también de caerme de mi bici amarilla y pelarme las rodillas con la tierra y las raíces que lo embozan. Sin embargo, bastaron diez puntos de sutura, varios meses de coletas casi impracticables y unos segundos sin conocimiento para decidir que aquello de montar no era lo mío; que mejor sería dedicarme a otros menesteres. Camino del hospital, tras haber experimentado la inquietante sensación de tocar mi propio cráneo y retirar después la mano empapada en sangre, le pregunté a mi tía si iba a morirme aquel día. No he vuelto a subirme a una bicicleta desde entonces.
Algunos años después, cuando contaba diecisiete, choqué a unos doce kilómetros por hora contra una uralita cuando conducía el coche de mi exnovio. Aquel incidente no nos causó daño alguno ni a nosotros ni al vehículo. Tampoco provocamos problemas a otros conductores, ya que estábamos en un aparcamiento prácticamente desierto. Todo el malestar que aquello pudo causar entre nosotros se resolvió con un par de chistes a posteriori. Fin del asunto. En la fecha del “choque” llevaba unas diez prácticas realizadas sin ningún contratiempo, pero no volví a conducir un coche hasta los veinticinco años, edad a la que me saqué el permiso, y lo hice por pura necesidad.
Pero si repaso los momentos de mi vida que ilustran la poca confianza que he tenido siempre en mí misma debería narrar también aquel episodio que viví en segundo de preescolar y que a día de hoy me gusta rememorar en voz alta y entre risas. Cuando tenía algo más de cinco años entró en mi clase una chiquilla de mi misma edad cuyo rostro se me quedó grabado en la retina para siempre: por primera vez en mi corta vida había visto a una persona que me parecía abiertamente fea. Aquel instante, que para muchas personas no habría significado más que un recuerdo frugal, se convirtió para la niña que yo era en un punto de inflexión. Horas después del encuentro, ya en casa, me enfrenté al espejo del cuarto de baño, donde una criatura con mucho pelo me observaba con la misma extrañeza que yo a ella. “¿Y si yo también soy fea y no lo sé?”, me pregunté, aturdida. Aquella fue la primera teoría que habría de concebir en mi vida: todo el mundo, sin excepción, se considera bello a sí mismo, siendo la fealdad solo apreciable por el ojo ajeno. Así las cosas, yo, que hasta entonces me veía guapa, tenía que haber sido siempre fea. Lo asumí con la franqueza con la que los críos admiten las nuevas situaciones que se les presentan y pasé a otras cosas.
Supongo que por todas estas historias, entre otras, padecí a lo largo de mi vida algún que otro desorden alimentario e incontables procesos de cambio de identidad: ahora soy vegetariana, ahora soy budista; ahora quiero vivir en una gran ciudad, ahora quiero echarme al monte… Se me ocurre, y aquí va otra teoría sin sentido, que tal vez he pasado décadas tapando con otras personas a la persona que siempre he sido: aquella niña con mucho pelo que quería ser escritora y que jamás debió olvidarse de montar en bicicleta.
Algunos años después, cuando contaba diecisiete, choqué a unos doce kilómetros por hora contra una uralita cuando conducía el coche de mi exnovio. Aquel incidente no nos causó daño alguno ni a nosotros ni al vehículo. Tampoco provocamos problemas a otros conductores, ya que estábamos en un aparcamiento prácticamente desierto. Todo el malestar que aquello pudo causar entre nosotros se resolvió con un par de chistes a posteriori. Fin del asunto. En la fecha del “choque” llevaba unas diez prácticas realizadas sin ningún contratiempo, pero no volví a conducir un coche hasta los veinticinco años, edad a la que me saqué el permiso, y lo hice por pura necesidad.
Pero si repaso los momentos de mi vida que ilustran la poca confianza que he tenido siempre en mí misma debería narrar también aquel episodio que viví en segundo de preescolar y que a día de hoy me gusta rememorar en voz alta y entre risas. Cuando tenía algo más de cinco años entró en mi clase una chiquilla de mi misma edad cuyo rostro se me quedó grabado en la retina para siempre: por primera vez en mi corta vida había visto a una persona que me parecía abiertamente fea. Aquel instante, que para muchas personas no habría significado más que un recuerdo frugal, se convirtió para la niña que yo era en un punto de inflexión. Horas después del encuentro, ya en casa, me enfrenté al espejo del cuarto de baño, donde una criatura con mucho pelo me observaba con la misma extrañeza que yo a ella. “¿Y si yo también soy fea y no lo sé?”, me pregunté, aturdida. Aquella fue la primera teoría que habría de concebir en mi vida: todo el mundo, sin excepción, se considera bello a sí mismo, siendo la fealdad solo apreciable por el ojo ajeno. Así las cosas, yo, que hasta entonces me veía guapa, tenía que haber sido siempre fea. Lo asumí con la franqueza con la que los críos admiten las nuevas situaciones que se les presentan y pasé a otras cosas.
Supongo que por todas estas historias, entre otras, padecí a lo largo de mi vida algún que otro desorden alimentario e incontables procesos de cambio de identidad: ahora soy vegetariana, ahora soy budista; ahora quiero vivir en una gran ciudad, ahora quiero echarme al monte… Se me ocurre, y aquí va otra teoría sin sentido, que tal vez he pasado décadas tapando con otras personas a la persona que siempre he sido: aquella niña con mucho pelo que quería ser escritora y que jamás debió olvidarse de montar en bicicleta.