Lo que me contó Marruecos
Texto por Vanessa Power Matteo. Fotografías de Luis Maldonado Moncada. Publicado en el número 12 (diciembre 2019)
Cada vez que piso un lugar por primera vez, inmediatamente intento casarlo con algún aroma. Para mí, cada rincón del planeta tiene un olor. París, por ejemplo, me huele a mantequilla; esa mantequilla que ayuda a formar un buen croissant. Tailandia entera me huele a citronella y guindilla; Estocolmo tiene olor a cardamomo y Venezuela, a cilantro fresco y papaya. Marruecos es otra historia. Llevo meses peleándome en secreto con él porque no logro atribuirle un olor. Y es que huele a tantas cosas que se me hace difícil elegir una. Mi sentido del olfato se volvió loco en este país africano. A veces olía a tantas cosas que no olía a nada. Canela, cardamomo, hierbabuena, cuero y abandono. Sí, el abandono también tiene un olor particular. Pisar Marruecos por primera vez creo que marca a cualquiera. Te debates entre quedarte clavado en la belleza o en el desorden; en los olores intensos o en el ruido imparable de la medina. En los colores opacos, terrosos y también los vibrantes, o en las decenas de personas queriendo venderte hasta lo que no tienen. Luego de quedarme con los olores clavados en la memoria, trato de escuchar lo que cada sitio tiene que decir, porque las ciudades y los países también cuentan historias. El truco es quedarte muy callado y dejarles que te hablen. Igual me llaman loca, pero a mí los lugares me hablan, algunos claramente, otros simplemente susurran, pero todos tienen algo que contar.
Fez fue la ciudad que me recibió en mi primera vez en Marruecos, con esa calma aparente que la caracteriza. Me contó historias pero no fue fácil al principio. Es una ciudad tímida y le cuesta mucho aquello de romper el hielo. Lo primero que me dijo fue que la tildaban de engreída al creerse (porque lo es) más guapa que Marrakech. Fez es como una fruta de cáscara dura: por fuera no muestra mucho; lo interesante está en el interior. Hay que escarbar, golpear el exterior y dejarse llevar para poder descubrirla. Esta ciudad te habla mejor desde lo alto. Con sus infinitas terrazas mostrándote sus casas pálidas y sus atardeceres únicos, a ella le gusta acoger a sus amigos con una taza de té de menta y con el llamado a rezo saliendo de varios minaretes al mismo tiempo y fundiéndose en uno solo. Pero si hay lugares en Fez que llevan cientos de historias a cuestas, esas son las curtidurías; esos lugares donde es mejor aferrarse a una hoja de hierbabuena antes de caer desmayado por el intenso olor a cuero curtido, tintes y excremento de palomas. Sin embargo, ese olor pasa desapercibido cuando te encuentras ante ese juego geométrico de pozos coloridos y de hombres trabajando sin descanso para convertir la piel de un animal en accesorios para adornar. Todas las historias de Fez están de puertas hacia adentro: en las paredes de la escuela musulmana Bou Inania que deslumbran con cada talla hecha de manera artesanal, en la luz dorada que se cuela por los patios centrales de los riad y en las tiendas repletas de aceite de argán escondidas en callejuelas.
Un tren viejo, lento y de sillones exageradamente grandes me llevó luego a Casablanca, con su magia de ciudad detenida en el tiempo, de ciudad que en su momento intentó ser y no pudo. Aquí las grietas de los edificios son las encargadas de contarte las historias, las líneas del tranvía también hablan y su gente pareciera estar muy ocupada para detenerse a escucharla. Me senté a tomarme un café en su plaza central y me sentí dentro de una película clásica; mientras, iba viendo en blanco y negro todo lo que pasaba delante de mí y esperaba ansiosa que empezase a hablar. Tengo que confesar que Casablanca, durante mis primeras horas recorriéndola, no me contó muchas cosas. Sin embargo, mi relación y mi conversación privada con ella dieron un bonito giro cuando llegué, en medio de la noche, a su mezquita Hassan II. Un derroche de lujo y excesos volcados en un edificio de 200 metros de altura perfectamente iluminado dieron paso a lo que sería una larga charla sobre religión musulmana, poderío y mezquitas que se hacen una con el mar. Un techo movible que se abre a control remoto es lo que menos esperas encontrar en un lugar de culto. Cientos de metros de alfombras bordadas a mano, lámparas de tamaños insospechados y suelos con calefacción te reciben en el que presume ser el templo más alto del mundo. Casablanca habla de contrastes, de murallas antiguas, de calles denigradas, de boutiques de lujo y de edificios residenciales con vistas al mar que solo pueden permitirse los más acaudalados.
Toca subirse de nuevo al tren, esta vez rumbo a Marrakech, que fue la elegida para terminar mi paso por el país africano. A diferencia de Fez y Casablanca, esta ciudad nunca se calló y le costó mucho darme un respiro. No fue fácil aquello de escucharla con paciencia porque a punta de gritos e historias me bombardeó. La plaza Jemaa el-Fna es un espectáculo de bullicio y cultura marroquí digno de admirar. No es apta para corazones débiles ni para gente buscando remansos de paz. La plaza te agita el corazón; es como subirse a una montaña rusa que te revuelve los sentidos pero de la cual no te quieres bajar. Encantadores de serpientes, mujeres que te adivinan el futuro, ollas humeantes, gritos, cascadas de frutos secos y tiendas con tanto cacharro en espacios tan reducidos que parecía que fuera explotarte en la cara en cualquier segundo. Mientras caminaba por la medina y engullía el que sería uno de los mejores panes de mi vida, perfectamente suave, caliente y embarrado en miel, Marrakech me contó que el artista Jacques Majorelle había creado en 1937 un color azul tan intenso y delirante que era imposible que pasase desapercibido. Ese azul Majorelle baña hoy las paredes del jardín más famoso de la ciudad, donde cactus, ventanas amarillas y turistas hambrientos de fotos se pelean por un lugar. Marrakech también muestra excesos como Casablanca, pero no a través de una mezquita sino del Palacio de la Bahía; ocho hectáreas llenas de columnas ornamentadas, mármol y azulejos de colores rodeados de palmeras y naranjos que harían a cualquiera sentirse parte de la realeza. Sin embargo, estos excesos no son exclusivos de la arquitectura, los sentimos también en la infinidad de especias, hierbas y frutos secos que se llegan a mezclar para hacer un buen tajín con pollo y cuscús.
Son esos contrastes de los cuales Marruecos no paraba de presumir. Y es que así es el país, un bazar bullicioso y un remanso de paz. Un bocado rápido con sabor a cordero en medio de la medina o un desayuno pausado lleno de elegantes cuencos con mermeladas y panes de formas infinitas en el patio de un riad. Un país que puede hablarte sin parar y, a ratos, regalarte el silencio más profundo que puedes llegar a sentir.
Fez fue la ciudad que me recibió en mi primera vez en Marruecos, con esa calma aparente que la caracteriza. Me contó historias pero no fue fácil al principio. Es una ciudad tímida y le cuesta mucho aquello de romper el hielo. Lo primero que me dijo fue que la tildaban de engreída al creerse (porque lo es) más guapa que Marrakech. Fez es como una fruta de cáscara dura: por fuera no muestra mucho; lo interesante está en el interior. Hay que escarbar, golpear el exterior y dejarse llevar para poder descubrirla. Esta ciudad te habla mejor desde lo alto. Con sus infinitas terrazas mostrándote sus casas pálidas y sus atardeceres únicos, a ella le gusta acoger a sus amigos con una taza de té de menta y con el llamado a rezo saliendo de varios minaretes al mismo tiempo y fundiéndose en uno solo. Pero si hay lugares en Fez que llevan cientos de historias a cuestas, esas son las curtidurías; esos lugares donde es mejor aferrarse a una hoja de hierbabuena antes de caer desmayado por el intenso olor a cuero curtido, tintes y excremento de palomas. Sin embargo, ese olor pasa desapercibido cuando te encuentras ante ese juego geométrico de pozos coloridos y de hombres trabajando sin descanso para convertir la piel de un animal en accesorios para adornar. Todas las historias de Fez están de puertas hacia adentro: en las paredes de la escuela musulmana Bou Inania que deslumbran con cada talla hecha de manera artesanal, en la luz dorada que se cuela por los patios centrales de los riad y en las tiendas repletas de aceite de argán escondidas en callejuelas.
Un tren viejo, lento y de sillones exageradamente grandes me llevó luego a Casablanca, con su magia de ciudad detenida en el tiempo, de ciudad que en su momento intentó ser y no pudo. Aquí las grietas de los edificios son las encargadas de contarte las historias, las líneas del tranvía también hablan y su gente pareciera estar muy ocupada para detenerse a escucharla. Me senté a tomarme un café en su plaza central y me sentí dentro de una película clásica; mientras, iba viendo en blanco y negro todo lo que pasaba delante de mí y esperaba ansiosa que empezase a hablar. Tengo que confesar que Casablanca, durante mis primeras horas recorriéndola, no me contó muchas cosas. Sin embargo, mi relación y mi conversación privada con ella dieron un bonito giro cuando llegué, en medio de la noche, a su mezquita Hassan II. Un derroche de lujo y excesos volcados en un edificio de 200 metros de altura perfectamente iluminado dieron paso a lo que sería una larga charla sobre religión musulmana, poderío y mezquitas que se hacen una con el mar. Un techo movible que se abre a control remoto es lo que menos esperas encontrar en un lugar de culto. Cientos de metros de alfombras bordadas a mano, lámparas de tamaños insospechados y suelos con calefacción te reciben en el que presume ser el templo más alto del mundo. Casablanca habla de contrastes, de murallas antiguas, de calles denigradas, de boutiques de lujo y de edificios residenciales con vistas al mar que solo pueden permitirse los más acaudalados.
Toca subirse de nuevo al tren, esta vez rumbo a Marrakech, que fue la elegida para terminar mi paso por el país africano. A diferencia de Fez y Casablanca, esta ciudad nunca se calló y le costó mucho darme un respiro. No fue fácil aquello de escucharla con paciencia porque a punta de gritos e historias me bombardeó. La plaza Jemaa el-Fna es un espectáculo de bullicio y cultura marroquí digno de admirar. No es apta para corazones débiles ni para gente buscando remansos de paz. La plaza te agita el corazón; es como subirse a una montaña rusa que te revuelve los sentidos pero de la cual no te quieres bajar. Encantadores de serpientes, mujeres que te adivinan el futuro, ollas humeantes, gritos, cascadas de frutos secos y tiendas con tanto cacharro en espacios tan reducidos que parecía que fuera explotarte en la cara en cualquier segundo. Mientras caminaba por la medina y engullía el que sería uno de los mejores panes de mi vida, perfectamente suave, caliente y embarrado en miel, Marrakech me contó que el artista Jacques Majorelle había creado en 1937 un color azul tan intenso y delirante que era imposible que pasase desapercibido. Ese azul Majorelle baña hoy las paredes del jardín más famoso de la ciudad, donde cactus, ventanas amarillas y turistas hambrientos de fotos se pelean por un lugar. Marrakech también muestra excesos como Casablanca, pero no a través de una mezquita sino del Palacio de la Bahía; ocho hectáreas llenas de columnas ornamentadas, mármol y azulejos de colores rodeados de palmeras y naranjos que harían a cualquiera sentirse parte de la realeza. Sin embargo, estos excesos no son exclusivos de la arquitectura, los sentimos también en la infinidad de especias, hierbas y frutos secos que se llegan a mezclar para hacer un buen tajín con pollo y cuscús.
Son esos contrastes de los cuales Marruecos no paraba de presumir. Y es que así es el país, un bazar bullicioso y un remanso de paz. Un bocado rápido con sabor a cordero en medio de la medina o un desayuno pausado lleno de elegantes cuencos con mermeladas y panes de formas infinitas en el patio de un riad. Un país que puede hablarte sin parar y, a ratos, regalarte el silencio más profundo que puedes llegar a sentir.