Llámame por mi orientación sexual
Por Eli Torres. Publicado en el número 11 (diciembre 2018).
Nada más prenderse las luces del cine, tras ver esa maravillosa película que es Call me by your name, pensé: 1. «Quiero irme de vacaciones a Italia». 2. «Quiero un amor de verano». 3. «Quiero un amor de verano en Italia». 4. «Quiero ser un chico adolescente gay y tener un amor de verano en Italia». Sin embargo, me bastó el corto camino hasta casa para cambiar de parecer: «Quiero volver a ser adolescente y tener los amores de verano, correspondidos o no, en Italia o no, de una chica lesbiana».
Salí del armario a los 25 años (un poco tarde, sí) y, más que sentir que me faltó algo, que me perdí algo, que por supuesto que sí, a día de hoy simplemente considero que viví algunas relaciones y momentos de manera equivocada. Tergiversada; en una realidad alterada y paralela que nada tenía que ver con la que era. Pero lo peor es que ni me escondía ni me lo negaba; sencillamente es que NO LO SABÍA. Y no lo sabía por el simple hecho de que no tenía referentes; no a finales de los 90 en un pueblo del interior de Andalucía. ¿Esa chica con la que no perdía la oportunidad de sentarme en clase? Me gustaba. ¿Esa profesora a la que tanto admiraba? Me gustaba. ¿Esas fiestas de pijama entre amigas? Ay, esas fiestas de pijamas entre amigas...; que sí, que eran mis amigas, que algunas lo siguen siendo a día de hoy, que no sentía atracción por ellas, pero que era raro, joder. Y no lo sabía. Ni por asomo.
Hace un tiempo, en un viaje de fin de semana con un viejo amigo que estuvo lleno de confesiones e inmejorables conversaciones, le revelé que estuve enamorada de esa amiga de la adolescencia a cuya boda -hetero- fuimos ambos invitados. Entonces, aunque yo ya vivía en feliz consonancia con mi orientación sexual, aún no me había percatado de esa atracción que había sentido por ella, así que... ¡vaya cómo me emborraché ese día! Salí de aquella boda a gatas y, hecha un mar de lágrimas sin ni siquiera saber por qué, me metí en la cama como bien pude. La respuesta de mi colega ante tal confidencia fue: «¿Y qué hubiera cambiarlo saberlo? No te habría correspondido». «Cierto -le respondí-, pero al menos habría conocido el motivo por el que sufría». («Y no habría parecido una adolescente idiota cuando empecé a ligar con chicas», pensé).
Supongo que este último párrafo debería decir algo como que nadie, absolutamente nadie, debería perderse la oportunidad de ser una misma en cualquier etapa de su vida. Y mucho menos en la adolescencia, que es cuando se nos forja el carácter y se sufre tanto por cualquier nimiedad. Supongo que he de admitir que tampoco fue tan grave, que pude aceptar y hablar de mi orientación sexual en cuanto me atreví a atreverme. También supongo que, ahora, uno de mis cometidos vitales es ser una de esas referentes que yo no tuve.
Salí del armario a los 25 años (un poco tarde, sí) y, más que sentir que me faltó algo, que me perdí algo, que por supuesto que sí, a día de hoy simplemente considero que viví algunas relaciones y momentos de manera equivocada. Tergiversada; en una realidad alterada y paralela que nada tenía que ver con la que era. Pero lo peor es que ni me escondía ni me lo negaba; sencillamente es que NO LO SABÍA. Y no lo sabía por el simple hecho de que no tenía referentes; no a finales de los 90 en un pueblo del interior de Andalucía. ¿Esa chica con la que no perdía la oportunidad de sentarme en clase? Me gustaba. ¿Esa profesora a la que tanto admiraba? Me gustaba. ¿Esas fiestas de pijama entre amigas? Ay, esas fiestas de pijamas entre amigas...; que sí, que eran mis amigas, que algunas lo siguen siendo a día de hoy, que no sentía atracción por ellas, pero que era raro, joder. Y no lo sabía. Ni por asomo.
Hace un tiempo, en un viaje de fin de semana con un viejo amigo que estuvo lleno de confesiones e inmejorables conversaciones, le revelé que estuve enamorada de esa amiga de la adolescencia a cuya boda -hetero- fuimos ambos invitados. Entonces, aunque yo ya vivía en feliz consonancia con mi orientación sexual, aún no me había percatado de esa atracción que había sentido por ella, así que... ¡vaya cómo me emborraché ese día! Salí de aquella boda a gatas y, hecha un mar de lágrimas sin ni siquiera saber por qué, me metí en la cama como bien pude. La respuesta de mi colega ante tal confidencia fue: «¿Y qué hubiera cambiarlo saberlo? No te habría correspondido». «Cierto -le respondí-, pero al menos habría conocido el motivo por el que sufría». («Y no habría parecido una adolescente idiota cuando empecé a ligar con chicas», pensé).
Supongo que este último párrafo debería decir algo como que nadie, absolutamente nadie, debería perderse la oportunidad de ser una misma en cualquier etapa de su vida. Y mucho menos en la adolescencia, que es cuando se nos forja el carácter y se sufre tanto por cualquier nimiedad. Supongo que he de admitir que tampoco fue tan grave, que pude aceptar y hablar de mi orientación sexual en cuanto me atreví a atreverme. También supongo que, ahora, uno de mis cometidos vitales es ser una de esas referentes que yo no tuve.