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Instrucciones de uso: Feira da Ladra

1/11/2015

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La Feira da Ladra es el lugar perfecto donde pillastres y traperos van a vender lo que han ido “consiguiendo” para sus futuros clientes, además de encontrarse muy bien arropados por artesanos varios, señoras que —sin ellas planteárselo— abastecen de ropa vintage a la moderna juventud, jóvenes que quieren sacarle un dinero a la ropa que ya no usan y señores que se van despojando de antiguallas de las que es difícil saber si tienen un gran valor o, por el contrario, ninguno en absoluto. Llegar a este espacio tan ordenadamente caótico no es para nada difícil, aunque sí un tanto escarpado. La manera más común es dejándose llevar por el traqueteo del eléctrico 28, aunque con el inconveniente de que —sea la hora que sea— irá lleno de turistas (y carteristas). La alternativa es ir dando un progresivo paseo —siempre subiendo; si bajas… no estás yendo correctamente— por las callejuelas de la Mouraria y Alfama; o para los que temen perderse: siguiendo los propios raíles del tranvía, en cuyo recorrido irán apareciendo varios de los miradores donde se pueden apreciar las mejores vistas de la ciudad. Para mí, que tantas veces he ido, supone una amable excursión para las mañanas de los sábados. Sin embargo, ante el constantemente aumento de los tuk-tuk, no he podido dejar de odiar a los turistas que se dejan llevar en este pequeño medio de transporte hasta el mercadillo mientras reciben explicaciones de manual de los conductores a la vez que dificultan el paso de una parte del mercadillo; aunque cierto es que una valla policial impide que avancen hasta el lío central de puestos y aún se puede pasear tranquilamente. Una pena que, ante la cada vez mayor comodidad del turista medio, se pierdan la parte más importante de este maravilloso santuario, que no es otra que volver con alguna estupenda reliquia a casa. Por ello, me he visto en la obligación de crear unas sencillas instrucciones de uso y disfrute.

La Feira da Ladra empieza (según por donde se mire, claro) por el pasillo de la izquierda de la iglesia de São Vicente de Fora hasta llegar a un arco a partir del cual se amplía el espacio. Aquí, en sus estrechas aceras, ya se empiezan a aglomerar en el suelo trozos de tela a modo de separación con los más diversos objetos y ropas traídos de casa. Después, ya con más amplitud, a ambos lados se encuentran los artesanos con sus objetos hechos a mano y a precios “normales”. En el centro, lo que en días normales (la feira solo “abre” martes y sábados) funciona como un pequeño parking bajo algunos árboles, ya empiezan a verse los más variopintos objetos: monedas de todos los tamaños, fotos antiguas de a saber quiénes, llaveros dignos de llevar fuera del bolsillo del pantalón, sellos de las versiones más jóvenes de presidentes y personalidades varias, botones y un largo etcétera de, con perdón, mierda inútil. Al pasar el bajo edificio cuyas tiendas también sacan sus enseres afuera, se llega a la rotonda sobre la que varias señoras —que siempre van bien provistas de silla y sombrilla— han logrado imponer el monopolio oficial de prendas vintage. Entre ellas, camisas a las que hay que descoserles las hombreras (y algunas a las que hay que coserles los botones). De ahí hacia abajo, los habituales puestos del paquete de calcetines a tres euros te llevan a un batiburrillo imperfectamente organizado en el que tendrás que adentrarte si buscas herramientas, electrónica, cables o marcas de calidad. Por supuesto, las calles colindantes también se llenan de puestos varios, pues hay que alejarse del centro neurálgico si no quieres que la policía te eche cada vez que pongas una prenda en el suelo. Se ha de tener una licencia para vender. Supuestamente. Pues yo misma he ido a sacarme unos euros con ropa que ya no utilizaba. Así, a pequeña escala, te da para las cervezas de esa mañana y poco más. Pero no deja de ser una aventura.
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Un lío de lugar. Así que, ¿cómo gestionar todo este entramado de despojos para unos y tesoros para otros? Fácil: sin orden ni concierto, preguntando, regateando y llevando monedas sueltas, pues nunca sabes cuándo vas a encontrar algo fascinante o una prenda maravillosa made in los años sesenta. O un libro, pues no hay puesto que se precie que no cuente con algunos apilados; la mayoría de animales, de cocina, para aprender a hacer punto, de autoayuda o novela rosa, pero rebuscando siempre se encuentra algún clásico un poco amarillento pero a buen precio (uno o dos euros).

Feira da Ladra
Campo de Santa Clara (tras el Panteón Nacional)
Cómo llegar: en el eléctrico (tranvía) 28 en dirección a Graça
Martes y sábados de 9h00 a 14h00 (si hace buen tiempo se suele alargar hasta las 17h00)
Fotografías de Eli Torres.
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Del bigote de las portuguesas y otras cosas

18/5/2015

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La fama que arrastra el supuesto bigote de las portuguesas —tan conocida desde siempre— se alió con la reciente máxima de: “Es que las portuguesas no son muy agraciadas físicamente”, que por supuesto acabo de maquillar eufemísticamente y que ni siquiera recuerdo de quién llegó a mis oídos, amén de que vino acompañada de un: “Pero los portugueses son muy bonitos”. Así que recién llegada a Lisboa no podía dejar de buscar a chicas feotas con bigote y a chicos bonitos cual bebés. Y me puse a investigar, porque a mí eso de los clichés me gusta comprobarlo por mí misma, no vaya a ser que sean ciertos. La cuestión es que tras mucho investigar (mentira) he llegado a la conclusión de que los lusitanos hacen suyo aquello que les interesa, si bien hacen oídos sordos a lo que no, y resulta que no son para nada tontos. ¿Un ejemplo? De nuestra querida Europa han cogido lo mejor: los horarios de las comidas y el trabajo, por lo que en Portugal se sale de trabajar a una decente, además de que se hace la digestión como debe ser antes de ir a dormir. O el inglés, que lo aprenden a la perfección como segunda lengua por eso de que no doblan los programas de la tele o las películas. Ahora, eso sí, no desechan ni por asomo algunas de las cosas buenas del sur: se bebe en la calle (que prohibido claro que está) y disfrutan del casi constante buen tiempo.

Pero no crean que me he olvidado del bigote de las portuguesas. Solo quería hacer el anterior apunte antes para encaminar el tema principal: ¿las portuguesas son feas? (véase que ya no hay eufemismo que valga). La respuesta, el quid de la cuestión, me llegó no hace mucho tiempo cuando me hablaron del estilo arquitectónico típico de aquí: el estilo chão. La idea es simple: poco recargamiento por fuera, digamos que hasta austeridad, de lo más sencillo y casi inadvertido (pasear por Lisboa y no darte cuenta de que estás ante una iglesia es fácil), porque lo esencial, donde se ha trabajado con ahínco, está dentro. ¿Y qué tiene que ver esto con el físico de las portuguesas? Pues que funciona igual, que son sencillas por fuera, y que por ello no tienen problemas en obviar un entrecejo abundante y en ahorrar en cera para el bigote. Que no son tan peripuestas como las españolas, tan de lápiz rojo en los labios, como bien nos tipifica el país vecino, tildándonos no pocas veces de “sueltas” (aunque esto viene de lejos y ya es otro asunto). Los chicos, en cambio, y siempre bendecidos por esta sociedad tan machista que aún arrastramos, son lindos por esa simpleza, por ir siempre tan bien lavados de cara. Así que, el pueblo portugués, tan considerado el culo de Europa y tan despreciado —o más bien obviado— por el español, le da importancia a lo que importa (valga la redundancia), a lo de dentro, a lo que no se ve a simple vista, y buena cuenta de ello he dado en otros textos al hablar de la ciudad de Lisboa. Y amén de ello.

PD: que nadie se me vaya a ofender ni piense que el bigote clama en el labio superior de cada portuguesa, que los tiempos han cambiado y Youtube e Instagram nos enseñan a todos cómo lucir un maravilloso make-up.
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Fotografía de  Rocío Cebrero
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Las muñecas rusas de Lisboa

8/3/2015

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Una nueva Lisboa se está haciendo hueco entre los vestigios que la vieja se esforzó tanto en levantar. El dinero que tiene Portugal está en la calle, se gasta en el día a día, en los cafés y en los pequeños caprichos que cada cual considere, pero en ningún caso se está invirtiendo en nuevas infraestructuras, en levantar la nueva ciudad o en reformar la vieja. Los edificios señoriales que un día hacían brillar sus azulejos impolutos están ahora deslucidos y ajados, pero lo que se empieza a guardar en ellos no tiene nada que ver con la capa de polvo que reina en sus fachadas, sino que nuevos e interesantes proyectos se nutren de esas “características” que los hacen más baratos y accesibles. Pero hay que tocar al timbre para conocer lo que desde hace un tiempo vienen guardando viejos inmuebles, fábricas en desuso o grandes depósitos olvidados. Como el Museo de la Electricidad, que utiliza la gran antigua central termoeléctrica a orillas del Tajo y que mantiene algunas de sus instalaciones como parte de la exposición permanente. Pero no me refería a este tipo de iniciativas, no a las que nacen con un buen montante de dinero de alguna gran empresa privada, sino a esos proyectos que surgen de la nada y que están conformados por gente como tú y como yo que “trabaja” a cambio de buenos momentos y no de un sueldo.

Las tripas de Lisboa rugen en carcasas carcomidas por el tiempo. Y todo está mezclado. Todo se confunde. Los jóvenes siguen disfrutando de las tradiciones que dejaron sus mayores y estos a su vez no se extrañan de lo nuevo, sino que lo hacen suyo. Porque señoras mayores, esas de edad indefinida y aspecto cansado, meriendan en cafeterías nuevas con aires de cadena inglesa. Mujeres de casi 50 años se unen a jóvenes de 25 para sacar adelante las más variopintas muestras culturales en un viejo almacén de las afueras que ellos mismos han reformado. Porque veo cada día a unos modernos subir y bajar en mi edificio pero al asomarme por la ventana un señor transporta un saco en su hombro mientras canta fado a pleno pulmón. Y porque los bares de la esquina atestados de parroquianos y con manteles de cuadros rojos son la primera e imprescindible elección de cualquier turista.

Lisboa es como una serie de muñecas rusas rellenas de diferentes esencias y ambientes. Y todo está permitido. Grafitis incluidos. Porque la ciudad está atestada de ellos y es el propio ayuntamiento quien promueve esta iniciativa: vecinos y propietarios pueden revitalizar sus fachadas, muros o paredes con la ayuda de estos artistas siempre que se comprometan a dejar las obras durante al menos tres meses. Todos salen ganando. Y si algún grafiti surge de la nada, entonces dicho departamento se encarga de catalogarla y archivarla. Y los hay mejores y peores. Porque todo vale. Porque cualquiera tiene un hueco en esta ciudad que tanto se mantiene fiel a sus raíces y que ha marcado un gran punto rojo en el oeste europeo como ciudad abierta, barata, acogedora, soleada, permisible y un largo etcétera de adjetivos que aún estoy tratando de descubrir.
Fotografías de Eli Torres.
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Lo que reflejan los azulejos de Lisboa

18/1/2015

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Y con el pasar de los días te acabas olvidando de qué era eso que te arrastraba a las calles de Lisboa, en los últimos días de septiembre, cuando al verano aún le estaba costando despedirse. Después todo se vuelve conocido, recorrido, y entonces se pierden de vista esas primeras sensaciones que ya no lo son más. Pero llegan visitas, con las que recorres los mismos rincones de esos primeros días, y vuelves a recordar qué es eso tan realmente diferente de esta ciudad tan vencida por el tiempo y por los embates de una mala situación: la luz del sol, ¿tal vez por su posición en esta parte de la geografía?, como quieras llamar a esa bola que aviva los colores y que deja unos atardeceres que no he visto en ninguna otra ciudad.

Cuando la oscuridad se impone sobre Lisboa, sobre todo en días nublados o con lluvia, se convierte en una ciudad sucia y sombría, rebosante de charcos y con ríos de agua. Sin embargo, y parece que es lo más habitual, cuando el sol brilla en todo lo alto y el cielo es de un azul muy vívido, entonces es cuando te quieres quedar a vivir en esta ciudad ―he de hacer un alto para decir que soy del sur―. Porque esa luz tan brillante y resplandeciente se refleja en los azulejos que visten las casas, o en los colores con los que han sido pintadas, y entonces se produce un festival de verdes, amarillos, azules, blancos y rojos. Y solo apetece pasear, observar e indagar. Pero cuando llega el momento de una nueva puesta de sol, entonces es mejor pararse allí donde se esté y no perderse ni un detalle. Porque, no sé qué pasa, pero en ese momento en el que el día se recoge, cuando la quietud se apodera de las aguas del Tajo, el azul claro de los días soleados se ve envuelto por un naranja centelleante que acaba por ser una franja en el horizonte y que va menguando a medida que el sol se va escondiendo; hasta que al final, aun cuando no hay rastro del sol, este sigue reflejando ese naranja, ahora de un tono más apagado, hasta que la noche cae y envuelve completamente la ciudad. Sólo entonces, date la vuelta para ver un cielo tintado de rosáceo con una enorme luna llena al fondo. Y siempre con una vista coronada por ese puente rojo tan característico de la ciudad y el Cristo Rei en la otra orilla.

Cais do Sodré, ese paseo junto al Tajo que se entiende desde la estación del mismo nombre hasta Praça do Comerço, es el mejor lugar para ver los atardeceres lisboetas. Aunque, obviamente, cualquier mirador es una perfecta elección para disfrutar de este momento. El de Santa Catarina, en Bairro Alto, te acoge junto a un buen número de personas que ya seguro llevan horas allí apostadas bebiendo, charlando y fumando. En el barrio de Alfama, desde cualquiera de sus miradores, las vistas son más amplias y se ve cómo parte de la ciudad va perdiendo sus colores. Pero desde la otra orilla del río, en Cacilhas, junto a naves y edificios abandonados, ves en total calma cómo toda Lisboa se ennegrece y el puente se ilumina con un sinfín de puntitos amarillos.  
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Fotografía de Laura Basanta.
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CSI Lisboa: de cuando sustraer no es lo mismo que robar

30/12/2014

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Y entonces dos tipos de andar raro, saludo amable pero tenso, bigote, gabardina y estuche grueso de guitarra bajaron extrañamente por las escaleras de casa. Jamás nos habíamos cruzado con ellos. No los hemos vuelto a ver. ¿Serían espectros? Y para rematar el día: una señora paseando a uno de esos cerdos vietnamitas en medio de la vorágine de imbecilidades que nos asaltó un domingo cualquiera después de una noche de sábado no tan habitual. Y he aquí los ingredientes: beber para olvidar, ligar para robar y confusión para entender —idiomática y situacionalmente—. ¿Que qué paso? Aún no logro comprender y casi menos preguntar.

Se nos fue un poco la cabeza pensando en cómo la policía vendría a casa a coger huellas dactilares de nuestro salón. Habíamos dado por desaparecido uno de nuestros ordenadores tras haberlo buscado a fondo por toda la casa. No queríamos ponernos en lo peor, la noche anterior salimos todos los compañeros y quisimos pensar que fue una confusión y que se encontraría bajo cualquier desorden hogareño. Bromeamos por Facebook, pues unos estaban fuera, algunos trabajando y otros revolviendo toda la casa. Hasta que la llamada esperada llegó con la explicación: un tipo ajeno a casa con un posible propósito sexual se llevó algo de dinero y dicho ordenador. Supongo que el alcohol no le permitió conseguir su objetivo y lo cambió sobre la marcha. O no, tal vez todo estaba planeado. Y no sé cómo, pero llegamos a su perfil de Facebook y entonces tuvimos que llevarnos las manos a la cabeza al ver las pintas del sustractor: nos había robado un niñato que al parecer se las dio de amable durante las horas previas al desastre. ¿Qué paso? Ni idea, aunque sospecho que tuvo que ver con el estado de embriaguez en el que me encontré en un bar a la persona que se dejó acompañar a casa por el mangante. Ah, y claro que fuimos a la policía, pero nos vino a decir que no fue un robo, sino una sustracción; y que somos gilipollas.

Y aprovechando la ocasión, dicho bar --Agito— se encuentra en el Bairro Alto, en la parte alta de la rua da Rosa, y es más que recomendable. Es mi lugar favorito, hasta el momento. Es amplio, con diferentes zonas, sillones, fotos bonitas de Lisboa, algunos cuadros y murales raros, bebida barata, se puede comer y… fumar (fumar de todo). Agradable, a media luz y buen ambiente. Mucho gentío el fin de semana y tranquilidad durante la semana. Para más detalles: hay que buscar una fachada llena de plantas.  
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Fotografía de Laura Basanta.
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La infancia que me dejé en Lisboa

2/12/2014

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A mi madre no le gusta Lisboa. La encuentra demasiado cochambrosa y derruida. Y no le falta razón. Prefiere, por ejemplo, París; tan de postal, tan románticamente impuesta por el cine, tan bonita, tópica y típica. Y sigue sin faltarle razón. Pero es que Lisboa no es para eso. No es para hacerle turismo, no es para sentirse como en un decorado lleno de clichés al que hacerle fotos sin parar. Lisboa es para vivirla. Siempre que visito una ciudad me hago la pregunta de si la elegiría para vivir en ella algún día. Cuando vine hace ya algunos años no es que me invadiera un sí inmediato, sino que quise huir, saltarme la parte de la cámara de fotos al cuello y venirme enseguida con mis maletas. Ahora ya estoy aquí.

No sé lo que tanto me atrae de esta ciudad. Si me esfuerzo en mirarla desde los ojos de mi madre entiendo lo que quiere decir, la sensación que produce ver cientos de fachadas con los azulejos caídos; entonces yo también quiero irme a hacerle fotos a París. Pero lo que ella no sabe es que guarda cierta semejanza con mi infancia, hay muchos lugares y situaciones que me recuerdan a cuando era niña, a cuando ir hasta el barrio más lejano de mi pueblo me parecía la mejor de las aventuras. Junto a mi casa hay una pequeña tienda con el mostrador de madera en la que un señor vende productos… ¿de higiene? Creo. Dos diminutas ventanitas que hacen las veces de escaparate acogen un cuidadoso muestrario de peines, fregonas, esponjas de ducha, cremas y un sinfín de artículos que parecen llevar una eternidad en la misma posición. El cartel de la puerta dice que lleva abierta cien años. Eso es demasiado tiempo. Y es solo un ejemplo, pues Lisboa está llena de establecimientos en los que no limitarse tan solo a escoger algo y pagarlo, sino que hay que pedir, preguntar y charlar; como cuando era pequeña y la señora de un pequeño ultramarinos me preguntaba por mi abuela y yo me moría de la vergüenza.

Pero lo que más me chocó, lo que la mayoría de las veces me saca de quicio, pero que a la vez me hace cuestionarme en qué nos hemos convertido, es la información en Internet. Me explico: en este país no es tan fácil encontrar información sobre dónde hay una tienda de algo muy específico, o cuál es el horario de un bar, o cómo solicitar un curso de portugués para extranjeros que el propio ayuntamiento propone. La primera vez que me encontré con una página tipo años 90, plana, con colores estridentes y topitos que parpadeaban casi me caigo de espaldas. No, sino que hay que preguntar, indagar, patear la ciudad en busca y captura. Pero tampoco quiero exagerar, pues casi cualquier negocio está presente en las redes sociales y siempre es una esperanzadora vía de contacto.

Lisboa, al fin y al cabo, tiene un deje antiguo, de tiempos pasados: sus destartalados eléctricos, el desorden al conducir, los coches momentáneamente aparcados aun cortándole el paso a los tranvías, el poder dejar la basura en la puerta de casa o en la esquina de cualquier calle (lo que, en según qué situaciones, no es muy salubre), pequeñas nubes de mosquitos sobre las cajas de fruta del mercado cuando hace calor…, y ni qué decir tiene que se pueda seguir fumando en los bares, aunque parece que poco a poco se va eligiendo no hacerlo. En definitiva, esta ciudad tiene como una capa de polvo de la que parece no querer deshacerse.

PD: mis sensaciones darán paso en breve a pequeñas muestras de rincones lisboetas, por eso de que este blog no sirva para sacar al lector un “es cierto” (o todo lo contrario) tras la vuelta del viaje sino para coger algunos apuntes antes de preparar la mochila.
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Fotografía de Laura Basanta.
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La vida lisboeta, ¿la vida mejor?

18/11/2014

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Lisboa es el nuevo Berlín. Capital alternativa y decadente de Europa. Ciudad a la que venirse para no hacer nada, tal vez con la vaga excusa de haberse inscrito en un curso cualquiera, pero mayormente con la imperante necesidad de conocer. ¿De conocer qué? La parsimonia de sus gentes, los colores de sus casas, la antigüedad de sus calles, su ajado skyline. Su tristeza. Porque Lisboa y los lisboetas son tristes, son almas en pena a las que pareció irles bien un lejano día pero que se fueron dejando llevar hasta caer en la dejadez y ahora viven de las ruinas de lo que fueron. Y no parece irles tan mal. Jóvenes de toda Europa se están dejando caer por la capital lusa por algo que tiene que ver con el ambiente y no con sus fachadas. Yo misma lo he hecho, o lo he descubierto tras dos meses viviendo aquí. No sé muy bien qué vine buscando, tampoco he encontrado nada en particular que avive mis días en esta ciudad, pero contagia, se te pega a los zapatos.

A la cola de Europa, incluso más que España, a Lisboa se le caen las casas por una parte pero se le empiezan a reconstruir por otra. Ha caído tanto en la perdición y durante tanto tiempo que ha conseguido “volver a ponerse de moda”, aunque aún tiene mucho trabajo por hacer; o no, mejor que nos la dejen así, porque ahí reside su encanto. Un encanto basado en la atemporalidad que guarda, en la lejanía que mantiene con otras capitales o con cualquier ciudad media, en el recuerdo de tiempos peores en los que parecía que la vida funcionaba igual de bien —o de mal—, en la permisividad que le brinda a esos jóvenes que vienen en busca de no se sabe qué. Porque en las calles de Lisboa se bebe, se fuma y se toma cualquier droga que pueda conseguirse en plena calle y a plena luz del día. Y no estoy hablando de excesos, sino de una falta de miedo que anima a salir a la calle, a apostarse en un mirador y a rodearse de amigos que riegan su sed con alcohol y que cierran su círculo con humo. Pequeños grupos que comparten música y charla con cualquiera que se haya acercado a pedir un poco de papel para “un cigarro”. Y en todos los idiomas posibles; círculos de Babel que buscan palabras en no importa qué lengua para lograr entender por qué ha venido aquí esa persona que está al lado. Y fueron las noches de fin de verano en el Miradouro de Santa Catarina las que me dieron fe de todo lo anterior.

PD: esta es la primera impresión que tengo de Lisboa, no tiene por qué ser la realidad ni coincidir con la idea de otra persona en una situación parecida a la mía. Pasen, disfruten y quédense si les agrada. Habrá nuevas impresiones próximamente.  
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Fotografía de Laura Basanta.
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    Sobre este blog
    La hache es muda y se muda con Eli Torres cada vez que ésta tiene la oportunidad de descubrir una nueva ciudad. Sin una ruta marcada, esta periodista que nunca llegó a ejercer se mueve al son de puntos y comas (trabaja como correctora y en pijama), y a veces relata lo que le pasa en esas ciudades. Ya lo hizo sobre Bayona (en Francia), ahora le toca el turno a Lisboa

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