Lágrimas en la lluvia
Texto por Miguel Laviña Guallart. Publicado en el número 10 (noviembre 2017).
«He visto cosas que vosotros no creeríais, naves de ataque en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir»
.Estas célebres palabras, formuladas en los momentos finales de Blade Runner (Ridley Scott, 1982), dan forma a unas de las secuencias más fascinantes del cine de las últimas décadas. El replicante Roy Batty (Rutger Hauer) se encuentra finalmente frente a su perseguidor, el agente Rick Deckard —Harrison Ford—, encargado de “retirarlo”. Intuyendo cercana su muerte, comprende el significado de su inminente destino y la finitud de la existencia —un tiempo que se diluye, como las lágrimas en la lluvia—. La hermosa sonoridad de este breve monólogo es tan solo uno más de los elementos que, a lo largo de estos años, han contribuido a la aureola que Blade Runner ha adquirido como film de culto. La magistral visión que planteaba Ridley Scott del futuro de Los Ángeles, y el impacto de su desbordante dirección artística, la convirtieron a principios de los años ochenta en un referente del cine de ciencia ficción.
Los Ángeles en el año 2019 se ha convertido en una inquietante urbe que parece haber perdido sus límites, surcada por la resonancia de las continuas explosiones que emiten sus torres industriales, hacia un cielo en el que también se han difuminado el día y la noche, cubierto por una extraña luminosidad. Una ciudad que se extiende bajo una incesante lluvia, en la que las líneas verticales de sus rascacielos dejan paso a atestados mercados callejeros, iluminada por interminables luces de neón y unos enormes paneles publicitarios en los que las imágenes de unas sonrientes jóvenes asiáticas se repiten de forma hipnótica. En este inquietante futuro, la ingeniería genética ha conseguido crear robots (denominados “replicantes”) con una inteligencia virtualmente similar a la del ser humano para ser utilizados como esclavos en la colonización de otros planetas, y que han quedado proscritos en la Tierra tras una rebelión. Este es el escenario en el que el agente especial Rick Deckard recibe el encargo de eliminar a cuatro de estos replicantes, que han huido de una colonia exterior y han vuelto a la Tierra.
Blade Runner adapta libremente la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) de Philip K. Dick, prolífico autor de ciencia ficción que ha inspirado otras películas --Desafío total (1990), Minority Report (2002)—. Un proyecto del que se hizo cargo el director británico Ridley Scott, quien acababa de rodar Alien, el octavo pasajero (1979). Scott se forjó durante varios años en la creación publicitaria, antes de firmar en 1977 su primer largometraje, Los duelistas. Una brillante adaptación del relato homónimo de Joseph Conrad, en la que dio muestras de una sugerente capacidad visual y de un personal uso de la luz, sin duda influido por su larga experiencia en la formulación con imágenes de la publicidad. Una sensibilidad estética que ha estado presente en el conjunto de su filmografía. De esta forma, tras Los duelistas y Alien, Scott se postulaba como el director perfecto para hacerse cargo de un proyecto que, sin embargo, no estuvo exento de dificultades. Han sido ampliamente difundidos los problemas en la producción, las sucesivas versiones del guion, y las desavenencias durante el rodaje, en especial entre Scott y Ford. La película además fue un relativo fracaso de taquilla y crítica en el momento de su estreno en EE. UU., aunque fue ganando adeptos a lo largo del tiempo, a través de su difusión en distintos formatos y reestrenos.
Al hilo del interés sobre todo aquello que rodea al film, uno de los aspectos que ha generado mayor debate es la existencia de varias versiones. Tras los resultados negativos en los pases previos, la Warner impuso a Scott algunos cambios significativos. En especial, la inclusión de una voz en off del protagonista y el añadido de un final abierto, para lo que utilizaron parte de los miles de metros de película que Stanley Kubrick había rodado para la secuencia inicial de El resplandor (1980). Incorporando estas modificaciones, se estrenó en EE. UU. con un metraje algo distinto al de su estreno internacional y con ligeras variaciones para sus pases televisivos. En 1992 se reestrenó la “versión del director”, con la que Scott no se sintió conforme, al no poder hacerse cargo personalmente del nuevo montaje debido al rodaje de Thelma y Louise (1991). Por último, en 2007 apareció el llamado “montaje final”, versión con la que el director afirma sentirse identificado. Además de restaurar el original y añadir algunos planos, elimina por completo los cambios impuestos por la productora. Al margen de estas variaciones, resulta admirable la forma en la que Blade Runner ha resistido el paso del tiempo frente a otros filmes contemporáneos. En especial, teniendo en cuenta la profunda transformación que ha experimentado la ciencia ficción, con el desarrollo de la imagen digital —incluso Kubrick renunció pocos años después a realizar A.I. Inteligencia artificial, un proyecto largamente estudiado, y decidió cedérselo a Spielberg, porque el cineasta británico sabía que estaba por llegar esta revolución digital—.
Blade Runner se concibe como un film futurista que, sin embargo, supera las reglas del género para adentrarse de forma progresiva por los caminos de un relato de intriga, adquiriendo unos aires nostálgicos que remiten al cine negro de los años cuarenta. La película se estructura en dos búsquedas paralelas que confluyen en un magnífico tramo final. Por un lado, el grupo de replicantes intentando llegar hasta su creador, el director de la Tyrell Corporation, y de manera simultánea Rick Deckard avanzando en su investigación para retirarlos. Una especie de juego de claves entre el líder de los replicantes y el policía hacia un anunciado enfrentamiento que se va fraguando a lo largo del metraje. La voz en off de su versión inicial incidía todavía más en este aspecto de relato policiaco clásico. Algunos de los escenarios por los que transitan los personajes recuerdan también al cine negro rodado en Los Ángeles, calles atestadas con un visionario dominio asiático que dan paso a zonas prohibidas en las que suntuosos edificios permanecen semiabandonados. La evocadora banda sonora compuesta por Vangelis para el film incide en este carácter nostálgico. Y como cualquier buen relato de cine negro, incorpora una historia de amor con tintes fatales. La relación de Deckard con Rachael (Sean Young), una replicante que, como el resto de estas creaciones, está programada para existir tan solo un determinado número de años. Un elemento perturbador del que Deckard es consciente, pero que no le impide verse arrastrado por estos sentimientos.
Bajo esta apariencia formal de cinta de ciencia ficción que sigue las líneas básicas de los relatos del cine negro, Blade Runner desliza otras posibles lecturas, planteando interrogantes que resultan en algunos aspectos visionarios. Al hilo de su reinterpretación de la premisa clásica del género fantástico —el hombre superado por su propia creación—, prevé una ingeniería genética que en el futuro permite una nueva forma de esclavitud. Desde el momento en que estas creaciones desarrollan ciertas emociones, comienzan a plantearse unas preguntas sobre la existencia similares a las del ser humano en cuanto a su origen, futuro y el tiempo que resta. Generan uno de los sentimientos con los que el hombre convive desde su nacimiento, el miedo. Tal y como afirma el replicante Roy en cierto momento, en realidad “ser esclavo es vivir con miedo”. La búsqueda del creador, una especie de dios para los replicantes, y su destrucción, posee distintas connotaciones. Un gesto que puede relacionarse con el instante, algo más tarde, en el que Roy se atraviesa la mano con un clavo, abierto de forma similar a diversas interpretaciones y cargado de simbolismo.
A lo largo del metraje, Scott introduce sucesivos planos en los que varias pupilas actúan como contraplano de aquello que está sucediendo —espléndida la primera imagen de una de estas pupilas, en la que se reflejan las explosiones sobre el cielo de Los Ángeles—. Una idea repetida que sugiere una sociedad en la que sus integrantes permanecen vigilados, en la que todo parece mirado, aunque en ocasiones ni siquiera sea realmente visto —las observadoras pupilas ciegas de los búhos artificiales que decoran algunas estancias—. Resulta relevante también la inclusión en varias escenas de otro elemento de carácter tan simbólico como son los maniquíes. Además de su sugerente presencia como objeto decorativo, podría sugerir algunos de los temas estudiados entre los surrealistas, interrogantes como la distancia entre sueño y realidad, o la fractura entre lo artificial y lo natural, unos límites de la identidad que en ese futuro parecen difuminados.
Los integrantes de esta sociedad dominada por la imagen y en la que la identidad aparece cuestionada tienen una extraña forma de relacionarse, sumidos en la soledad. Resulta significativo que a los replicantes se les implantan unos recuerdos ficticios, proporcionándoles un pasado que les ayude a gestionar sus emociones, un artificio que se sostiene sobre unas fotografías falsas. Las viejas fotografías que guarda uno de los replicantes y que Deckard analiza recuerdan a la soledad que siempre transmiten las vacías habitaciones de los hoteles en los cuadros de Hopper. Las fotografías sobre el piano en el apartamento del propio Deckard despiertan esta misma sensación. Tanto la versión del director como el montaje final incluyen la célebre imagen del unicornio en la escena en la que Deckard repasa sus recuerdos, —la misma figura que aparece en el suelo del apartamento en la escena final— y que parece despertarle dudas sobre su propia identidad. Este añadido de Scott incide en el asunto, insistentemente debatido, respecto a si Deckard también pudiera ser un replicante. Una cuestión sobre la que todo aquel que se aproxime a la película puede sacar sus propias conclusiones.
La secuencia en la que finalmente se produce el inevitable encuentro entre Deckard y Roy está rodada en una reproducción del Bradbury Building, un icónico edificio de Los Ángeles construido a finales del siglo XIX. Sus suntuosos salones abandonados y sus laberínticas estancias sirven de escenario para una agónica persecución que finaliza en sus tejados y renacentistas cornisas en un prodigioso ejercicio del uso de la luz y el espacio. El replicante —perturbadora la interpretación del actor holandés Rutger Hauer— somete a una especie de juego perverso a su perseguidor. En el último instante impedirá que Deckard muera, un gesto de redención que parece acercarle a la condición humana. Bajo la insistente lluvia de Los Ángeles, aceptará finalmente que su tiempo llega a su fin, esas “lágrimas en la lluvia” —un monólogo que al parecer fue improvisado en parte por Hauer durante el rodaje—. La versión inicial incluía un final abierto, la huida de Deckard y Rachael hacia los bosques del norte, de carácter algo más romántico y que elimina el montaje final. Al tiempo que comenzaba a sonar el tema de los títulos finales, uno de los más célebres de Vangelis, se dirigían hacia un futuro incierto. Cabe preguntarse si, por una vez, la productora en realidad estuvo más acertada que la visión del director. De cualquier manera, Blade Runner conserva intacto su poder de fascinación en las diferentes versiones y a lo largo de estos años su visión del futuro se ha mantenido como un referente para sucesivas generaciones. Un futuro tan prodigioso como inquietante que todavía no nos ha alcanzado.
Los Ángeles en el año 2019 se ha convertido en una inquietante urbe que parece haber perdido sus límites, surcada por la resonancia de las continuas explosiones que emiten sus torres industriales, hacia un cielo en el que también se han difuminado el día y la noche, cubierto por una extraña luminosidad. Una ciudad que se extiende bajo una incesante lluvia, en la que las líneas verticales de sus rascacielos dejan paso a atestados mercados callejeros, iluminada por interminables luces de neón y unos enormes paneles publicitarios en los que las imágenes de unas sonrientes jóvenes asiáticas se repiten de forma hipnótica. En este inquietante futuro, la ingeniería genética ha conseguido crear robots (denominados “replicantes”) con una inteligencia virtualmente similar a la del ser humano para ser utilizados como esclavos en la colonización de otros planetas, y que han quedado proscritos en la Tierra tras una rebelión. Este es el escenario en el que el agente especial Rick Deckard recibe el encargo de eliminar a cuatro de estos replicantes, que han huido de una colonia exterior y han vuelto a la Tierra.
Blade Runner adapta libremente la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) de Philip K. Dick, prolífico autor de ciencia ficción que ha inspirado otras películas --Desafío total (1990), Minority Report (2002)—. Un proyecto del que se hizo cargo el director británico Ridley Scott, quien acababa de rodar Alien, el octavo pasajero (1979). Scott se forjó durante varios años en la creación publicitaria, antes de firmar en 1977 su primer largometraje, Los duelistas. Una brillante adaptación del relato homónimo de Joseph Conrad, en la que dio muestras de una sugerente capacidad visual y de un personal uso de la luz, sin duda influido por su larga experiencia en la formulación con imágenes de la publicidad. Una sensibilidad estética que ha estado presente en el conjunto de su filmografía. De esta forma, tras Los duelistas y Alien, Scott se postulaba como el director perfecto para hacerse cargo de un proyecto que, sin embargo, no estuvo exento de dificultades. Han sido ampliamente difundidos los problemas en la producción, las sucesivas versiones del guion, y las desavenencias durante el rodaje, en especial entre Scott y Ford. La película además fue un relativo fracaso de taquilla y crítica en el momento de su estreno en EE. UU., aunque fue ganando adeptos a lo largo del tiempo, a través de su difusión en distintos formatos y reestrenos.
Al hilo del interés sobre todo aquello que rodea al film, uno de los aspectos que ha generado mayor debate es la existencia de varias versiones. Tras los resultados negativos en los pases previos, la Warner impuso a Scott algunos cambios significativos. En especial, la inclusión de una voz en off del protagonista y el añadido de un final abierto, para lo que utilizaron parte de los miles de metros de película que Stanley Kubrick había rodado para la secuencia inicial de El resplandor (1980). Incorporando estas modificaciones, se estrenó en EE. UU. con un metraje algo distinto al de su estreno internacional y con ligeras variaciones para sus pases televisivos. En 1992 se reestrenó la “versión del director”, con la que Scott no se sintió conforme, al no poder hacerse cargo personalmente del nuevo montaje debido al rodaje de Thelma y Louise (1991). Por último, en 2007 apareció el llamado “montaje final”, versión con la que el director afirma sentirse identificado. Además de restaurar el original y añadir algunos planos, elimina por completo los cambios impuestos por la productora. Al margen de estas variaciones, resulta admirable la forma en la que Blade Runner ha resistido el paso del tiempo frente a otros filmes contemporáneos. En especial, teniendo en cuenta la profunda transformación que ha experimentado la ciencia ficción, con el desarrollo de la imagen digital —incluso Kubrick renunció pocos años después a realizar A.I. Inteligencia artificial, un proyecto largamente estudiado, y decidió cedérselo a Spielberg, porque el cineasta británico sabía que estaba por llegar esta revolución digital—.
Blade Runner se concibe como un film futurista que, sin embargo, supera las reglas del género para adentrarse de forma progresiva por los caminos de un relato de intriga, adquiriendo unos aires nostálgicos que remiten al cine negro de los años cuarenta. La película se estructura en dos búsquedas paralelas que confluyen en un magnífico tramo final. Por un lado, el grupo de replicantes intentando llegar hasta su creador, el director de la Tyrell Corporation, y de manera simultánea Rick Deckard avanzando en su investigación para retirarlos. Una especie de juego de claves entre el líder de los replicantes y el policía hacia un anunciado enfrentamiento que se va fraguando a lo largo del metraje. La voz en off de su versión inicial incidía todavía más en este aspecto de relato policiaco clásico. Algunos de los escenarios por los que transitan los personajes recuerdan también al cine negro rodado en Los Ángeles, calles atestadas con un visionario dominio asiático que dan paso a zonas prohibidas en las que suntuosos edificios permanecen semiabandonados. La evocadora banda sonora compuesta por Vangelis para el film incide en este carácter nostálgico. Y como cualquier buen relato de cine negro, incorpora una historia de amor con tintes fatales. La relación de Deckard con Rachael (Sean Young), una replicante que, como el resto de estas creaciones, está programada para existir tan solo un determinado número de años. Un elemento perturbador del que Deckard es consciente, pero que no le impide verse arrastrado por estos sentimientos.
Bajo esta apariencia formal de cinta de ciencia ficción que sigue las líneas básicas de los relatos del cine negro, Blade Runner desliza otras posibles lecturas, planteando interrogantes que resultan en algunos aspectos visionarios. Al hilo de su reinterpretación de la premisa clásica del género fantástico —el hombre superado por su propia creación—, prevé una ingeniería genética que en el futuro permite una nueva forma de esclavitud. Desde el momento en que estas creaciones desarrollan ciertas emociones, comienzan a plantearse unas preguntas sobre la existencia similares a las del ser humano en cuanto a su origen, futuro y el tiempo que resta. Generan uno de los sentimientos con los que el hombre convive desde su nacimiento, el miedo. Tal y como afirma el replicante Roy en cierto momento, en realidad “ser esclavo es vivir con miedo”. La búsqueda del creador, una especie de dios para los replicantes, y su destrucción, posee distintas connotaciones. Un gesto que puede relacionarse con el instante, algo más tarde, en el que Roy se atraviesa la mano con un clavo, abierto de forma similar a diversas interpretaciones y cargado de simbolismo.
A lo largo del metraje, Scott introduce sucesivos planos en los que varias pupilas actúan como contraplano de aquello que está sucediendo —espléndida la primera imagen de una de estas pupilas, en la que se reflejan las explosiones sobre el cielo de Los Ángeles—. Una idea repetida que sugiere una sociedad en la que sus integrantes permanecen vigilados, en la que todo parece mirado, aunque en ocasiones ni siquiera sea realmente visto —las observadoras pupilas ciegas de los búhos artificiales que decoran algunas estancias—. Resulta relevante también la inclusión en varias escenas de otro elemento de carácter tan simbólico como son los maniquíes. Además de su sugerente presencia como objeto decorativo, podría sugerir algunos de los temas estudiados entre los surrealistas, interrogantes como la distancia entre sueño y realidad, o la fractura entre lo artificial y lo natural, unos límites de la identidad que en ese futuro parecen difuminados.
Los integrantes de esta sociedad dominada por la imagen y en la que la identidad aparece cuestionada tienen una extraña forma de relacionarse, sumidos en la soledad. Resulta significativo que a los replicantes se les implantan unos recuerdos ficticios, proporcionándoles un pasado que les ayude a gestionar sus emociones, un artificio que se sostiene sobre unas fotografías falsas. Las viejas fotografías que guarda uno de los replicantes y que Deckard analiza recuerdan a la soledad que siempre transmiten las vacías habitaciones de los hoteles en los cuadros de Hopper. Las fotografías sobre el piano en el apartamento del propio Deckard despiertan esta misma sensación. Tanto la versión del director como el montaje final incluyen la célebre imagen del unicornio en la escena en la que Deckard repasa sus recuerdos, —la misma figura que aparece en el suelo del apartamento en la escena final— y que parece despertarle dudas sobre su propia identidad. Este añadido de Scott incide en el asunto, insistentemente debatido, respecto a si Deckard también pudiera ser un replicante. Una cuestión sobre la que todo aquel que se aproxime a la película puede sacar sus propias conclusiones.
La secuencia en la que finalmente se produce el inevitable encuentro entre Deckard y Roy está rodada en una reproducción del Bradbury Building, un icónico edificio de Los Ángeles construido a finales del siglo XIX. Sus suntuosos salones abandonados y sus laberínticas estancias sirven de escenario para una agónica persecución que finaliza en sus tejados y renacentistas cornisas en un prodigioso ejercicio del uso de la luz y el espacio. El replicante —perturbadora la interpretación del actor holandés Rutger Hauer— somete a una especie de juego perverso a su perseguidor. En el último instante impedirá que Deckard muera, un gesto de redención que parece acercarle a la condición humana. Bajo la insistente lluvia de Los Ángeles, aceptará finalmente que su tiempo llega a su fin, esas “lágrimas en la lluvia” —un monólogo que al parecer fue improvisado en parte por Hauer durante el rodaje—. La versión inicial incluía un final abierto, la huida de Deckard y Rachael hacia los bosques del norte, de carácter algo más romántico y que elimina el montaje final. Al tiempo que comenzaba a sonar el tema de los títulos finales, uno de los más célebres de Vangelis, se dirigían hacia un futuro incierto. Cabe preguntarse si, por una vez, la productora en realidad estuvo más acertada que la visión del director. De cualquier manera, Blade Runner conserva intacto su poder de fascinación en las diferentes versiones y a lo largo de estos años su visión del futuro se ha mantenido como un referente para sucesivas generaciones. Un futuro tan prodigioso como inquietante que todavía no nos ha alcanzado.