Lactobacillus bulgaricus
Texto y fotografías por Iván Castillo Otero. Publicado en el número 12 (diciembre 2019).
Why Sofia? Why Bulgaria?, nos pregunta el señor que tenemos delante en la parada del taxi. En teoría, los taxis se reservan en un mostrador del aeropuerto de la capital búlgara, pero es tarde y en la terminal de llegadas estamos cuatro gatos. Why not?, le respondo. Utilicé la misma respuesta a una pregunta idéntica de un lugareño en Rumanía. Ambas naciones tienen mucho que ofrecer, pero se lo tienen poco creído. El taxista es parco en palabras. Sabe a dónde tiene que llevarnos y no necesita mucho más. Transitamos por una avenida, similar a la Castellana de Madrid, que está desierta. Se permite apartar la mirada de la carretera (bastante más de lo que a mí me gustaría), como si hubiera puesto el piloto automático en su modesto coche para la larga recta que encaramos. Consulta un plano de la ciudad, que coloca sobre el volante, y lo guarda en la guantera cuando encuentra lo que buscaba. Respiro aliviado.
Bulgaria tiene la renta per cápita más baja de la Unión Europea, que se sitúa en los 7800 euros (en el caso de España está en los 25 900 euros). Entró en el bloque comunitario en el año 2007 (ya estaba en la OTAN desde 2004, al igual que otras naciones del Pacto de Varsovia), algo que, según los sondeos realizados en el país, los búlgaros siguen viendo con cierto recelo. Alejados definitivamente de la influencia del este, han vivido en la última década problemas sociales de calado, como una gran crisis bancaria que, junto con otros contratiempos, se llevó por delante, en 2014, al ejecutivo socialista del candidato independiente Plamen Oresharski. Apenas estuvo un año en el cargo de primer ministro. Llegó sustituyendo al derechista Boiko Borisov, del partido GERB, que regresó al poder inmediatamente después de la salida de Oresharski.
En la Segunda Guerra Mundial, Bulgaria se declaró nación neutra. Con las tropas alemanas avanzando hacia Grecia, Hitler les ofreció Macedonia, aceptaron y se unieron a él. Los búlgaros, que ocuparon Macedonia y el norte de Grecia con el beneplácito de Alemania, deportaron a 13 000 judíos griegos y macedonios a campos de exterminio nazis. Los Aliados bombardearon Bulgaria entre 1943 y 1944, causando grandes daños en las principales ciudades, y las fuerzas rusas invadieron el país antes del final de la guerra. Los comunistas, tras ganar las elecciones de 1945, consiguieron el control. El 15 de septiembre de 1946 se declaró la República Popular de Bulgaria y la familia real se exilió. Se celebraron juicios públicos contra el bando perdedor. Tódor Zhívkov, secretario general del Partido Comunista Búlgaro entre 1954 y 1989, presidió el país bajo la protección soviética desde 1962 a 1989. El 10 de noviembre de 1989, un golpe interno en el Partido Comunista acabó con la presidencia de Zhívkov, y el partido, renombrado como Partido Socialista Búlgaro, autorizó elecciones generales en 1990. Los opositores, que se presentaron unidos en una coalición, no lograron quitarles el poder. Los noventa fueron años de inestabilidad para los búlgaros, con frecuentes cambios de gobierno (algo que ha venido repitiéndose en mayor o menor medida hasta la actualidad). Combatir la delincuencia y la corrupción han sido promesas recurrentes de los políticos de todas las sensibilidades, y las reformas acometidas con la entrada en la OTAN y en la Unión Europea no han ayudado a que Bulgaria termine de despegar. Para muestra, un par de datos: el salario anual medio en 2015 era de 5529 euros y el mensual medio en 2016, de 383.
Boyana está a unos ocho kilómetros al sur de Sofía. Es un barrio tranquilo de la capital con viviendas de clase acomodada y pudiente. No sería un lugar de peregrinación para los viajeros si no fuera por su singular iglesia. Declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en el año 1979, data principalmente del siglo XIII (el ala este es de finales del siglo X o principios del XI; el ala central y más grande es del siglo XIII, y el ala oeste es de mediados del siglo XIX). Entre los noventa murales de este templo ortodoxo búlgaro figuran algunos de los mejores ejemplos del arte medieval local. En su interior está el retrato más antiguo de Juan de Rila, y también hay imágenes del rey Constantino Asen (gobernó como emperador de Bulgaria desde 1257 hasta 1277) y de su mujer, la reina Irina. La entrada es limitada: solo se puede entrar en pequeños grupos (menos de una decena de personas), y no se puede pasar en su interior más de diez minutos. La entrada y la salida se hacen por una pequeña puerta donde hay que agachar la cabeza para no golpearla, y el parque con abundante vegetación en el que está situada la iglesia es un remanso de paz.
A algo más de cien kilómetros de Sofía se encuentra el monasterio de Rila, erigido sobre un valle, bosques frondosos e imponentes montes. Se puede llegar por carretera: tres cuartas partes del recorrido se hacen por amplias autovías y la última parte, por una carretera estrecha salpicada de curvas. El complejo del monasterio tiene 8800 metros cuadrados y fue fundado en el año 927 d. C. por el monje Juan de Rila. El edificio más destacado es la iglesia de Rozhdestvo Bogorodichno (iglesia de la Natividad), que se construyó entre 1834 y 1837. De primeras, impresionan sus tres cúpulas amarillas y los arcos blanquinegros. De cerca, deslumbran los frescos de colores vivos con escenas religiosas; algunas de ellas, algo macabras, ilustran castigos a pecadores. Por dentro, la iglesia es de un tamaño notable y oscura, con reliquias (en ocasiones, un poco tétricas) en cada esquina. Fuera se dan cita peregrinos, devotos y turistas. De entre estos últimos, algunos, muy atentos a las explicaciones de los numerosos guías; otros, en cambio, buscando esa foto en la que poco importa el lugar en el que se está haciendo.
Salimos de Rila y cogemos la autovía de vuelta a Sofía. Llegando a la ciudad, a ambos lados de la carretera asoman grandes edificios de viviendas. Todos, cortados siguiendo el mismo patrón, fueron construidos durante la época comunista. De aquellos tiempos, los autóctonos relatan recuerdos que me resultan familiares, ya que los he escuchado en otros países con pasado similar: todo el mundo tenía un piso casi de forma automática, no faltaba de comer y no había paro, pero tampoco gozaban de plena libertad de expresión.
Por la tarde, entran y salen los turistas sin prisa pero sin pausa de la catedral de San Alejandro Nevski. Marido y mujer, recién casados y emperifollados hasta los topes, y las amigas de la novia, se sacan unas fotografías con el templo de fondo. Una saltando, otra formales y una tercera haciendo un gesto divertido. Tanta algarabía contrasta con el ambiente reposado del interior la catedral. Construida entre 1882 y 1912 en memoria de los 200 000 soldados rusos que murieron luchando por la independencia del país durante la guerra contra el Imperio otomano, es uno de los símbolos de Bulgaria. No en vano, lleva el nombre de una figura clave en la historia medieval rusa que defendió el cristianismo ortodoxo frente a otras creencias. Es de estilo neobizantino y está decorada con mosaicos y cúpulas bañadas en oro. Tan luminosa es en el exterior como oscura en el interior. Huele a incienso, no con gran intensidad, y las paredes están algo descascarilladas. Del techo cuelgan grandes lámparas de araña.
Frente a la catedral de San Alejandro Nevski, caminando apenas cien metros, hay un pequeño mercado de reliquias. Sobre mesas desmontables se venden desde iconos religiosos en miniatura a teteras oxidadas. Nos llama la atención la cantidad de artículos con simbología nazi, sobre todo esvásticas, que hay a la venta. Comparten espacio con souvenires como broches comunistas. A mano derecha nos queda la iglesia Sveta Sofía (Santa Sofía), de estilo bizantino. Al lado está la estatua de Samuel de Bulgaria, primer emperador búlgaro (del 997 al 1014), a la que le grita con ganas una señora mientras los transeúntes miran con sorpresa la escena.
A pocos minutos está la iglesia de Sveti Nikolai (San Nicolás), erigida en 1914 para la comunidad oriunda de Rusia. De manera coloquial, se le llama la iglesia rusa. En el exterior, una vez más destacan unas hermosas cúpulas doradas y también los mosaicos, que están bien cuidados. Entramos de manera inocente y un chico, amable y educado, nos pide que nos quedemos en una esquina, a la entrada del salón donde se está oficiando en ese preciso instante una misa ortodoxa. Podemos observarlo todo: bajan la luz y el pope (que es como llaman a los sacerdotes ortodoxos) camina por la estancia rezando y agitando un incensario. Las mujeres, con la cabeza cubierta por un pañuelo, y los hombres le acompañan de forma rítmica, convirtiendo el rezo en una sintonía repetitiva. Me siento totalmente atrapado, abducido, por el ambiente y, tras un rato, decidimos salir del templo por el apuro de estar alterando la intimidad de su ceremonia.
En las cercanías del Teatro Nacional Ivan Vazov, un nutrido grupo de señores juega al ajedrez en mesas acondicionadas para ello. Familias con niños pasean entre los jardines y los más jóvenes se sientan aquí y allá para conversar. Un grupo de hombres, que peinan canas, interpretan melodías animadas con guitarra, acordeón, batería y saxofón, y la gente se arremolina a su alrededor para escuchar. Todo transcurre en la zona más noble de la capital búlgara, donde callejeando uno puede encontrarse con imponentes edificios ministeriales, tiendas de marcas de lujo, numerosas iglesias y las ruinas de la antigua Sofía. Desde la catedral de Sveta-Nedelya (Santo Domingo) se vislumbra la mezquita Banya Bashi, a la que se puede entrar dejando el calzado en la puerta. Desde la entrada, donde hay un cesto de mimbre que contiene pañuelos para que las mujeres se cubran la cabeza antes de pasar al interior, se puede ver el techo de la sinagoga de la minoría judía, que es la tercera más grande de Europa. En Bulgaria, se calcula que el 81% de la población es cristiana ortodoxa; el 6%, protestante; el 5%, católica y el 8% practica otras confesiones religiosas.
El domingo por la mañana, los vendedores montan sus puestos de comida, ropa y complementos en el Mercado de las Mujeres, situado en el bulevar Stefan Stambolov. Pese a estar pegado a la zona en la que alterna la aristocracia de la ciudad, existe cierto contraste. Las calles están menos cuidadas y los parroquianos son de clases más humildes. También se ve mayor población inmigrante, y algunos comercios tienen la rotulación en árabe. A pocas manzanas está el Mercado Central. Allí, al oírnos hablar en español, nos para Alfredo. Es latinoamericano, pero lleva tres décadas en el país. Está comprando productos de cosmética e higiene personal que llevará a sus familiares, a los que va a visitar en breve. Huele a recién acicalado y está peinado con mimo. Viste un polo negro y un bluyín claro. Es dicharachero y se despacha sobre Aznar, Bolsonaro, el comunismo y el capitalismo sin casarse con nadie. Carga contra los ingleses, que, según él, viajan a Sofía para celebrar sus despedidas de soltero por un puñado de libras al cambio, y se emborrachan hasta la perder de la conciencia. Le preocupa el ascenso de la derecha europea y americana más extrema y lo que puede hacer el presidente de Brasil con el Amazonas. Baja la voz y mira a derecha e izquierda antes de criticar a la clase política local. Intento que no se me note, pero me sorprenden las precauciones que toma para hablar de los asuntos búlgaros. Por este motivo, prefiero omitir su país procedencia en estas líneas. Alfredo, por supuesto, es un nombre ficticio.
Los búlgaros son gente de buen comer y buen beber. Las ensaladas, bien condimentadas, son una pieza clave de la gastronomía local. Destacan también las carnes a la parrilla o guisadas (cerdo, vaca, pollo y venado, entre otras). Están muy orgullosos de sus vinos (distintos según la región), el rakia (licor local similar al brandi), y, sobre todo, sacan pecho por el yogur. Son varios los países que reclaman el origen de este producto lácteo, y los búlgaros defienden que ellos lo inventaron poniendo el acento en que la bacteria empleada para su elaboración se llama lactobacillus bulgaricus. Utilizan el yogur para platos dulces y salados y nosotros lo probamos sobre la bocina,[ET1] en el último postre, antes de abandonar el país.
Luchando contra una inestabilidad enraizada en el carácter local, el pueblo búlgaro pelea contra el pesimismo de aquellos a quienes las cosas no les han ido bien en las últimas décadas. Mientras conservan la esperanza de que el futuro sea más amable con ellos y la economía les dé un respiro, venden las bondades de un país que al visitante le ofrece bellas playas frente al mar Negro, hermosas zonas de montaña y naturaleza y siglos de historia y arte en una amplia nómina de iglesias y monasterios.
Bulgaria tiene la renta per cápita más baja de la Unión Europea, que se sitúa en los 7800 euros (en el caso de España está en los 25 900 euros). Entró en el bloque comunitario en el año 2007 (ya estaba en la OTAN desde 2004, al igual que otras naciones del Pacto de Varsovia), algo que, según los sondeos realizados en el país, los búlgaros siguen viendo con cierto recelo. Alejados definitivamente de la influencia del este, han vivido en la última década problemas sociales de calado, como una gran crisis bancaria que, junto con otros contratiempos, se llevó por delante, en 2014, al ejecutivo socialista del candidato independiente Plamen Oresharski. Apenas estuvo un año en el cargo de primer ministro. Llegó sustituyendo al derechista Boiko Borisov, del partido GERB, que regresó al poder inmediatamente después de la salida de Oresharski.
En la Segunda Guerra Mundial, Bulgaria se declaró nación neutra. Con las tropas alemanas avanzando hacia Grecia, Hitler les ofreció Macedonia, aceptaron y se unieron a él. Los búlgaros, que ocuparon Macedonia y el norte de Grecia con el beneplácito de Alemania, deportaron a 13 000 judíos griegos y macedonios a campos de exterminio nazis. Los Aliados bombardearon Bulgaria entre 1943 y 1944, causando grandes daños en las principales ciudades, y las fuerzas rusas invadieron el país antes del final de la guerra. Los comunistas, tras ganar las elecciones de 1945, consiguieron el control. El 15 de septiembre de 1946 se declaró la República Popular de Bulgaria y la familia real se exilió. Se celebraron juicios públicos contra el bando perdedor. Tódor Zhívkov, secretario general del Partido Comunista Búlgaro entre 1954 y 1989, presidió el país bajo la protección soviética desde 1962 a 1989. El 10 de noviembre de 1989, un golpe interno en el Partido Comunista acabó con la presidencia de Zhívkov, y el partido, renombrado como Partido Socialista Búlgaro, autorizó elecciones generales en 1990. Los opositores, que se presentaron unidos en una coalición, no lograron quitarles el poder. Los noventa fueron años de inestabilidad para los búlgaros, con frecuentes cambios de gobierno (algo que ha venido repitiéndose en mayor o menor medida hasta la actualidad). Combatir la delincuencia y la corrupción han sido promesas recurrentes de los políticos de todas las sensibilidades, y las reformas acometidas con la entrada en la OTAN y en la Unión Europea no han ayudado a que Bulgaria termine de despegar. Para muestra, un par de datos: el salario anual medio en 2015 era de 5529 euros y el mensual medio en 2016, de 383.
Boyana está a unos ocho kilómetros al sur de Sofía. Es un barrio tranquilo de la capital con viviendas de clase acomodada y pudiente. No sería un lugar de peregrinación para los viajeros si no fuera por su singular iglesia. Declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en el año 1979, data principalmente del siglo XIII (el ala este es de finales del siglo X o principios del XI; el ala central y más grande es del siglo XIII, y el ala oeste es de mediados del siglo XIX). Entre los noventa murales de este templo ortodoxo búlgaro figuran algunos de los mejores ejemplos del arte medieval local. En su interior está el retrato más antiguo de Juan de Rila, y también hay imágenes del rey Constantino Asen (gobernó como emperador de Bulgaria desde 1257 hasta 1277) y de su mujer, la reina Irina. La entrada es limitada: solo se puede entrar en pequeños grupos (menos de una decena de personas), y no se puede pasar en su interior más de diez minutos. La entrada y la salida se hacen por una pequeña puerta donde hay que agachar la cabeza para no golpearla, y el parque con abundante vegetación en el que está situada la iglesia es un remanso de paz.
A algo más de cien kilómetros de Sofía se encuentra el monasterio de Rila, erigido sobre un valle, bosques frondosos e imponentes montes. Se puede llegar por carretera: tres cuartas partes del recorrido se hacen por amplias autovías y la última parte, por una carretera estrecha salpicada de curvas. El complejo del monasterio tiene 8800 metros cuadrados y fue fundado en el año 927 d. C. por el monje Juan de Rila. El edificio más destacado es la iglesia de Rozhdestvo Bogorodichno (iglesia de la Natividad), que se construyó entre 1834 y 1837. De primeras, impresionan sus tres cúpulas amarillas y los arcos blanquinegros. De cerca, deslumbran los frescos de colores vivos con escenas religiosas; algunas de ellas, algo macabras, ilustran castigos a pecadores. Por dentro, la iglesia es de un tamaño notable y oscura, con reliquias (en ocasiones, un poco tétricas) en cada esquina. Fuera se dan cita peregrinos, devotos y turistas. De entre estos últimos, algunos, muy atentos a las explicaciones de los numerosos guías; otros, en cambio, buscando esa foto en la que poco importa el lugar en el que se está haciendo.
Salimos de Rila y cogemos la autovía de vuelta a Sofía. Llegando a la ciudad, a ambos lados de la carretera asoman grandes edificios de viviendas. Todos, cortados siguiendo el mismo patrón, fueron construidos durante la época comunista. De aquellos tiempos, los autóctonos relatan recuerdos que me resultan familiares, ya que los he escuchado en otros países con pasado similar: todo el mundo tenía un piso casi de forma automática, no faltaba de comer y no había paro, pero tampoco gozaban de plena libertad de expresión.
Por la tarde, entran y salen los turistas sin prisa pero sin pausa de la catedral de San Alejandro Nevski. Marido y mujer, recién casados y emperifollados hasta los topes, y las amigas de la novia, se sacan unas fotografías con el templo de fondo. Una saltando, otra formales y una tercera haciendo un gesto divertido. Tanta algarabía contrasta con el ambiente reposado del interior la catedral. Construida entre 1882 y 1912 en memoria de los 200 000 soldados rusos que murieron luchando por la independencia del país durante la guerra contra el Imperio otomano, es uno de los símbolos de Bulgaria. No en vano, lleva el nombre de una figura clave en la historia medieval rusa que defendió el cristianismo ortodoxo frente a otras creencias. Es de estilo neobizantino y está decorada con mosaicos y cúpulas bañadas en oro. Tan luminosa es en el exterior como oscura en el interior. Huele a incienso, no con gran intensidad, y las paredes están algo descascarilladas. Del techo cuelgan grandes lámparas de araña.
Frente a la catedral de San Alejandro Nevski, caminando apenas cien metros, hay un pequeño mercado de reliquias. Sobre mesas desmontables se venden desde iconos religiosos en miniatura a teteras oxidadas. Nos llama la atención la cantidad de artículos con simbología nazi, sobre todo esvásticas, que hay a la venta. Comparten espacio con souvenires como broches comunistas. A mano derecha nos queda la iglesia Sveta Sofía (Santa Sofía), de estilo bizantino. Al lado está la estatua de Samuel de Bulgaria, primer emperador búlgaro (del 997 al 1014), a la que le grita con ganas una señora mientras los transeúntes miran con sorpresa la escena.
A pocos minutos está la iglesia de Sveti Nikolai (San Nicolás), erigida en 1914 para la comunidad oriunda de Rusia. De manera coloquial, se le llama la iglesia rusa. En el exterior, una vez más destacan unas hermosas cúpulas doradas y también los mosaicos, que están bien cuidados. Entramos de manera inocente y un chico, amable y educado, nos pide que nos quedemos en una esquina, a la entrada del salón donde se está oficiando en ese preciso instante una misa ortodoxa. Podemos observarlo todo: bajan la luz y el pope (que es como llaman a los sacerdotes ortodoxos) camina por la estancia rezando y agitando un incensario. Las mujeres, con la cabeza cubierta por un pañuelo, y los hombres le acompañan de forma rítmica, convirtiendo el rezo en una sintonía repetitiva. Me siento totalmente atrapado, abducido, por el ambiente y, tras un rato, decidimos salir del templo por el apuro de estar alterando la intimidad de su ceremonia.
En las cercanías del Teatro Nacional Ivan Vazov, un nutrido grupo de señores juega al ajedrez en mesas acondicionadas para ello. Familias con niños pasean entre los jardines y los más jóvenes se sientan aquí y allá para conversar. Un grupo de hombres, que peinan canas, interpretan melodías animadas con guitarra, acordeón, batería y saxofón, y la gente se arremolina a su alrededor para escuchar. Todo transcurre en la zona más noble de la capital búlgara, donde callejeando uno puede encontrarse con imponentes edificios ministeriales, tiendas de marcas de lujo, numerosas iglesias y las ruinas de la antigua Sofía. Desde la catedral de Sveta-Nedelya (Santo Domingo) se vislumbra la mezquita Banya Bashi, a la que se puede entrar dejando el calzado en la puerta. Desde la entrada, donde hay un cesto de mimbre que contiene pañuelos para que las mujeres se cubran la cabeza antes de pasar al interior, se puede ver el techo de la sinagoga de la minoría judía, que es la tercera más grande de Europa. En Bulgaria, se calcula que el 81% de la población es cristiana ortodoxa; el 6%, protestante; el 5%, católica y el 8% practica otras confesiones religiosas.
El domingo por la mañana, los vendedores montan sus puestos de comida, ropa y complementos en el Mercado de las Mujeres, situado en el bulevar Stefan Stambolov. Pese a estar pegado a la zona en la que alterna la aristocracia de la ciudad, existe cierto contraste. Las calles están menos cuidadas y los parroquianos son de clases más humildes. También se ve mayor población inmigrante, y algunos comercios tienen la rotulación en árabe. A pocas manzanas está el Mercado Central. Allí, al oírnos hablar en español, nos para Alfredo. Es latinoamericano, pero lleva tres décadas en el país. Está comprando productos de cosmética e higiene personal que llevará a sus familiares, a los que va a visitar en breve. Huele a recién acicalado y está peinado con mimo. Viste un polo negro y un bluyín claro. Es dicharachero y se despacha sobre Aznar, Bolsonaro, el comunismo y el capitalismo sin casarse con nadie. Carga contra los ingleses, que, según él, viajan a Sofía para celebrar sus despedidas de soltero por un puñado de libras al cambio, y se emborrachan hasta la perder de la conciencia. Le preocupa el ascenso de la derecha europea y americana más extrema y lo que puede hacer el presidente de Brasil con el Amazonas. Baja la voz y mira a derecha e izquierda antes de criticar a la clase política local. Intento que no se me note, pero me sorprenden las precauciones que toma para hablar de los asuntos búlgaros. Por este motivo, prefiero omitir su país procedencia en estas líneas. Alfredo, por supuesto, es un nombre ficticio.
Los búlgaros son gente de buen comer y buen beber. Las ensaladas, bien condimentadas, son una pieza clave de la gastronomía local. Destacan también las carnes a la parrilla o guisadas (cerdo, vaca, pollo y venado, entre otras). Están muy orgullosos de sus vinos (distintos según la región), el rakia (licor local similar al brandi), y, sobre todo, sacan pecho por el yogur. Son varios los países que reclaman el origen de este producto lácteo, y los búlgaros defienden que ellos lo inventaron poniendo el acento en que la bacteria empleada para su elaboración se llama lactobacillus bulgaricus. Utilizan el yogur para platos dulces y salados y nosotros lo probamos sobre la bocina,[ET1] en el último postre, antes de abandonar el país.
Luchando contra una inestabilidad enraizada en el carácter local, el pueblo búlgaro pelea contra el pesimismo de aquellos a quienes las cosas no les han ido bien en las últimas décadas. Mientras conservan la esperanza de que el futuro sea más amable con ellos y la economía les dé un respiro, venden las bondades de un país que al visitante le ofrece bellas playas frente al mar Negro, hermosas zonas de montaña y naturaleza y siglos de historia y arte en una amplia nómina de iglesias y monasterios.