La rosa púrpura del Cairo, de Woody Allen: a través de la pantalla
Texto por Miguel Laviña Guallart. Publicado en el número 8 (diciembre 2015).
El otoño es el tiempo de Woody Allen. Finales de septiembre, principios de octubre, los inicios de una estación en los que, desde hace algo más de tres décadas, llega a las pantallas una nueva película del cineasta neoyorkino. El último título en incorporarse a esta entrega anual es Irrational man (2015), una comedia dramática en la que indaga, de nuevo, en la posibilidad de que un crimen quede impune. Parte de la crítica se ha apresurado a señalar ciertas referencias a Match point (2005), al igual que en su día se establecieron conexiones entre esta y Delitos y faltas (1989). Desde hace ya unos 15 largos años, Allen alterna cintas que se limitan a plantear distintas variaciones de sus filmes precedentes con comedias perfectamente olvidables, junto a otras propuestas en las que surgen breves destellos de su antigua maestría —la interesante Irrational man entraría dentro de este último grupo—. Ante tanta decepción acumulada, siempre cabe la posibilidad de refugiarse en el pasado. Recuperar o descubrir aquellos largometrajes con los que el director de Manhattan (1979) construyó un fascinante universo de recuerdos, impresiones y relaciones, sucesivos encuentros y desencuentros, que recorrían la ciudad de Nueva York.
Esta dinámica rutinaria con la que se reciben sus nuevas películas, y la convicción de que algunos de los signos de identidad que articulaban su obra cada vez resultan más lejanos, tal vez conduzcan a olvidar unos años de absoluta capacidad creativa que se prolongan hasta finales de los noventa --Desmontando a Harry (1997) y Celebrity (1998) son sus últimas películas de especial entidad—. Especialmente deslumbrantes resultan los años ochenta, en los que se suceden títulos tan notables como Recuerdos (1980), Broadway Danny Rose (1984), Hannah y sus hermanas (1986) o Días de radio (1987). Entre estas obras de plenitud se encuentra La rosa púrpura del Cairo (1985), un film que parte de una idea ciertamente original, un personaje de ficción que decide escapar de su película para conocer la vida real. Esta premisa permite a Allen adentrarse en uno de los temas recurrentes de su filmografía, el diálogo entre el cine y la realidad. Pese a su aparente sencillez, La rosa púrpura del Cairo condensa los rasgos distintivos de su autor, y con el paso del tiempo permanece como una de sus obras más personales.
Allen ha relatado en numerosas ocasiones la manera en que creció entre las salas de cine de Brooklyn, y sus emocionantes escapadas a los grandes cines del centro de Nueva York. A esta temprana educación cinéfila le siguió el descubrimiento de los principales cineastas europeos de los años cincuenta y sesenta. Una admiración por autores como Bergman o Fellini que el director siempre ha confesado, y que queda de manifiesto en gran parte de sus filmes. Sin embargo, La rosa púrpura del Cairo puede considerarse una película original, que remite directamente a la personalidad de Allen, al igual que, por supuesto, Annie Hall (1977) y Manhattan, o la estupenda Broadway Danny Rose, aquel representante de artistas imposibles al que daba vida el propio Allen.
La rosa púrpura del Cairo presenta una estructura circular; el inicio y el final del periplo que vive la protagonista, Cecilia —Mia Farrow—, se expresan a través de un primer plano de su rostro. Al comienzo del film observa embelesada el cartel de la nueva película programada en el cine al que es asidua —la caída de una letra de la marquesina la devuelve bruscamente a la realidad—. De igual forma, será un elocuente primer plano frente a la pantalla, sumergida de nuevo en el encanto de una película, el que cierre el film. Abundan en la película estos primeros planos de Cecilia, una joven que tarde tras tarde se refugia en las sesiones continuas de un cine de New Jersey para escapar de su desdichada vida. En una de estas tardes en las que, de manera casi inconsciente, ve una y otra vez la misma película, La rosa púrpura del Cairo, uno de sus personajes, el explorador Tom Baxter, interrumpe la trama y atraviesa la pantalla, proponiéndole huir de la sala, ante el desconcierto de los espectadores y del resto de los personajes de ficción. Ante este hecho insólito, la productora de la cinta envía un equipo a la ciudad, incluido Gil Sheperd, el actor que interpreta a Tom —Jeff Daniels, en el doble personaje—, para tratar de convencerlo de que vuelva a la película.
A partir de esta fractura entre fantasía y realidad, Allen consigue un equilibrio entre las situaciones cómicas que genera la confrontación de estos dos elementos, y el trasfondo dramático del film, tanto de la vida real de la protagonista, como de la época en la que está ambientada, los años de la Gran Depresión. El audaz punto de partida, la huida del personaje y la interrupción del metraje conducen a varias secuencias cargadas de un inteligente humor. A las protestas y la consternación del resto de los protagonistas por no poder continuar con el argumento se suma el estupor de otros personajes, en pleno atasco, por aparecer en el rollo que no les corresponde, o el deseo de escapar también a la vida real. Resultan hilarantes los diálogos entre los integrantes del film —se supone que viven en un lujoso apartamento en Manhattan— y los modestos espectadores, que asisten entre atónitos e indignados a lo que sucede en la pantalla.
La incursión del explorador Tom Baxter en la pequeña localidad de New Jersey permite continuar con el tono de comedia, aunque Allen introduce ciertos detalles nostálgicos, recordando los modelos que seguían las películas de los años treinta. Así, la manera de Tom de dirigirse a todo aquel que se encuentra en su camino, emulando los diálogos de su película, la caballeresca forma con la que intenta conquistar a Cecilia, o su sorpresa porque después de besarla no se produzca un fundido en negro. Proviene de un mundo imaginario en el que ignora que existen las prostitutas y los hombres no juegan sucio en las peleas. Incluso el ritmo de los diálogos y los desplazamientos de Cecilia y Tom por la ciudad, con una trepidante banda sonora como fondo, recuerda las screwball comedies de aquellos años.
Este tono de comedia se confronta con la infeliz realidad de Cecilia y cuanto la rodea; incluso la triste sensación invernal que transmite el parque de atracciones fuera de temporada, donde Tom se esconde, parece una metáfora de la situación que atraviesa el país por la Gran Depresión. El homenaje al cine clásico americano lleva también implícita una visión irónica del sistema de estudios. Las grandes productoras pusieron en marcha su potente maquinaria durante esos años de crisis para tratar de distraer al público con multitud de comedias y melodramas en ambientes lujosos o lugares exóticos. El férreo control que ejercían los estudios se evidencia en el miedo por lo que pueda hacer uno de sus personajes en libertad. Incluso aparece la célebre paranoia por la “amenaza comunista” de aquel tiempo en EE. UU. El propio actor Gil Sheperd, a pesar de mostrarse cobarde y deshonesto con Cecilia, en última instancia parece una víctima más del engranaje de los estudios.
Sin duda, el aspecto más relevante de La rosa púrpura del Cairo es la relación entre cine y realidad. El cine, en muy distintas manifestaciones, está presente en multitud de películas de Allen —como un reflejo de su vida cotidiana—. A veces realiza pequeños homenajes a títulos relacionados con el argumento --Perdición (1944) de Billy Wilder en Misterioso asesinato en Manhattan (1993) —, pero en especial el cine es utilizado como elemento fundamental de reflexión. La idea que articula La rosa púrpura del Cairo es la del cine como un refugio de la realidad. En otros filmes, es una vía de evasión para afrontar la rutina diaria, o incluso un medio para encontrar ciertas respuestas a las constantes preguntas que surcan su filmografía. Así, en Delitos y faltas, Cliff —el propio Allen— disfruta llevando a su sobrina al cine como forma de “educarla”. A la salida de una proyección de Matrimonio original (1942) de Hitchcock comenta entusiasmado que “vivir así era maravilloso”, aunque reconoce jocoso que tal vez no deberían ir al cine “todas las tardes”. El cine como medio de encontrar respuestas está presente en Hannah y sus hermanas, donde su protagonista Mickey —de nuevo Allen—, tras un intento de suicidio, deambula por las calles de Manhattan y termina recluido en un cine. Frente a una simple comedia de los Hermanos Marx, comienza a sentir algo de consuelo: “Mira a toda esa gente divirtiéndose; y ¿qué más da si lo peor es cierto, si Dios no existe y solo pasas por la vida una vez? ¿No quieres vivir esa experiencia? No todo es una pesadez. Debería dejar de amargarme la vida buscando respuestas que nunca tendré y disfrutar de ella mientras dure”.
Allen establece este particular diálogo entre el cine y sus personajes a través de una serie de planos/contraplanos en los que puede verse reflejado en los rostros, iluminados por la semioscuridad de las salas, el efecto que genera lo proyectado en la pantalla. En La rosa púrpura el Cairo, la aventura de Tom da la oportunidad a Cecilia de materializar sus sueños, pero deberá elegir entre fantasía y realidad. Finalmente, Allen equilibra el relato y reconoce la necesidad de optar por la vida real. Sin embargo, tras una ilusión efímera, la desesperación llevará a Cecilia a refugiarse de nuevo en el cine. Allen construye una conmovedora secuencia final, descubriendo el reflejo de la magia del cine en el rostro de Cecilia ante una maravillosa escena de Sombrero de copa (1935). Fred Astaire y Ginger Rogers interpretan Cheek to cheek mientras que un prolongado primer plano adivina cómo entre la tristeza va abriéndose paso de nuevo la esperanza. Ginger y Fred continúan bailando Check to cheek, la canción que abría el film en los títulos de créditos —el círculo se ha cerrado—, mientras Cecilia, y el propio Allen, eligen una vez más la fantasía como refugio de la realidad.
Esta dinámica rutinaria con la que se reciben sus nuevas películas, y la convicción de que algunos de los signos de identidad que articulaban su obra cada vez resultan más lejanos, tal vez conduzcan a olvidar unos años de absoluta capacidad creativa que se prolongan hasta finales de los noventa --Desmontando a Harry (1997) y Celebrity (1998) son sus últimas películas de especial entidad—. Especialmente deslumbrantes resultan los años ochenta, en los que se suceden títulos tan notables como Recuerdos (1980), Broadway Danny Rose (1984), Hannah y sus hermanas (1986) o Días de radio (1987). Entre estas obras de plenitud se encuentra La rosa púrpura del Cairo (1985), un film que parte de una idea ciertamente original, un personaje de ficción que decide escapar de su película para conocer la vida real. Esta premisa permite a Allen adentrarse en uno de los temas recurrentes de su filmografía, el diálogo entre el cine y la realidad. Pese a su aparente sencillez, La rosa púrpura del Cairo condensa los rasgos distintivos de su autor, y con el paso del tiempo permanece como una de sus obras más personales.
Allen ha relatado en numerosas ocasiones la manera en que creció entre las salas de cine de Brooklyn, y sus emocionantes escapadas a los grandes cines del centro de Nueva York. A esta temprana educación cinéfila le siguió el descubrimiento de los principales cineastas europeos de los años cincuenta y sesenta. Una admiración por autores como Bergman o Fellini que el director siempre ha confesado, y que queda de manifiesto en gran parte de sus filmes. Sin embargo, La rosa púrpura del Cairo puede considerarse una película original, que remite directamente a la personalidad de Allen, al igual que, por supuesto, Annie Hall (1977) y Manhattan, o la estupenda Broadway Danny Rose, aquel representante de artistas imposibles al que daba vida el propio Allen.
La rosa púrpura del Cairo presenta una estructura circular; el inicio y el final del periplo que vive la protagonista, Cecilia —Mia Farrow—, se expresan a través de un primer plano de su rostro. Al comienzo del film observa embelesada el cartel de la nueva película programada en el cine al que es asidua —la caída de una letra de la marquesina la devuelve bruscamente a la realidad—. De igual forma, será un elocuente primer plano frente a la pantalla, sumergida de nuevo en el encanto de una película, el que cierre el film. Abundan en la película estos primeros planos de Cecilia, una joven que tarde tras tarde se refugia en las sesiones continuas de un cine de New Jersey para escapar de su desdichada vida. En una de estas tardes en las que, de manera casi inconsciente, ve una y otra vez la misma película, La rosa púrpura del Cairo, uno de sus personajes, el explorador Tom Baxter, interrumpe la trama y atraviesa la pantalla, proponiéndole huir de la sala, ante el desconcierto de los espectadores y del resto de los personajes de ficción. Ante este hecho insólito, la productora de la cinta envía un equipo a la ciudad, incluido Gil Sheperd, el actor que interpreta a Tom —Jeff Daniels, en el doble personaje—, para tratar de convencerlo de que vuelva a la película.
A partir de esta fractura entre fantasía y realidad, Allen consigue un equilibrio entre las situaciones cómicas que genera la confrontación de estos dos elementos, y el trasfondo dramático del film, tanto de la vida real de la protagonista, como de la época en la que está ambientada, los años de la Gran Depresión. El audaz punto de partida, la huida del personaje y la interrupción del metraje conducen a varias secuencias cargadas de un inteligente humor. A las protestas y la consternación del resto de los protagonistas por no poder continuar con el argumento se suma el estupor de otros personajes, en pleno atasco, por aparecer en el rollo que no les corresponde, o el deseo de escapar también a la vida real. Resultan hilarantes los diálogos entre los integrantes del film —se supone que viven en un lujoso apartamento en Manhattan— y los modestos espectadores, que asisten entre atónitos e indignados a lo que sucede en la pantalla.
La incursión del explorador Tom Baxter en la pequeña localidad de New Jersey permite continuar con el tono de comedia, aunque Allen introduce ciertos detalles nostálgicos, recordando los modelos que seguían las películas de los años treinta. Así, la manera de Tom de dirigirse a todo aquel que se encuentra en su camino, emulando los diálogos de su película, la caballeresca forma con la que intenta conquistar a Cecilia, o su sorpresa porque después de besarla no se produzca un fundido en negro. Proviene de un mundo imaginario en el que ignora que existen las prostitutas y los hombres no juegan sucio en las peleas. Incluso el ritmo de los diálogos y los desplazamientos de Cecilia y Tom por la ciudad, con una trepidante banda sonora como fondo, recuerda las screwball comedies de aquellos años.
Este tono de comedia se confronta con la infeliz realidad de Cecilia y cuanto la rodea; incluso la triste sensación invernal que transmite el parque de atracciones fuera de temporada, donde Tom se esconde, parece una metáfora de la situación que atraviesa el país por la Gran Depresión. El homenaje al cine clásico americano lleva también implícita una visión irónica del sistema de estudios. Las grandes productoras pusieron en marcha su potente maquinaria durante esos años de crisis para tratar de distraer al público con multitud de comedias y melodramas en ambientes lujosos o lugares exóticos. El férreo control que ejercían los estudios se evidencia en el miedo por lo que pueda hacer uno de sus personajes en libertad. Incluso aparece la célebre paranoia por la “amenaza comunista” de aquel tiempo en EE. UU. El propio actor Gil Sheperd, a pesar de mostrarse cobarde y deshonesto con Cecilia, en última instancia parece una víctima más del engranaje de los estudios.
Sin duda, el aspecto más relevante de La rosa púrpura del Cairo es la relación entre cine y realidad. El cine, en muy distintas manifestaciones, está presente en multitud de películas de Allen —como un reflejo de su vida cotidiana—. A veces realiza pequeños homenajes a títulos relacionados con el argumento --Perdición (1944) de Billy Wilder en Misterioso asesinato en Manhattan (1993) —, pero en especial el cine es utilizado como elemento fundamental de reflexión. La idea que articula La rosa púrpura del Cairo es la del cine como un refugio de la realidad. En otros filmes, es una vía de evasión para afrontar la rutina diaria, o incluso un medio para encontrar ciertas respuestas a las constantes preguntas que surcan su filmografía. Así, en Delitos y faltas, Cliff —el propio Allen— disfruta llevando a su sobrina al cine como forma de “educarla”. A la salida de una proyección de Matrimonio original (1942) de Hitchcock comenta entusiasmado que “vivir así era maravilloso”, aunque reconoce jocoso que tal vez no deberían ir al cine “todas las tardes”. El cine como medio de encontrar respuestas está presente en Hannah y sus hermanas, donde su protagonista Mickey —de nuevo Allen—, tras un intento de suicidio, deambula por las calles de Manhattan y termina recluido en un cine. Frente a una simple comedia de los Hermanos Marx, comienza a sentir algo de consuelo: “Mira a toda esa gente divirtiéndose; y ¿qué más da si lo peor es cierto, si Dios no existe y solo pasas por la vida una vez? ¿No quieres vivir esa experiencia? No todo es una pesadez. Debería dejar de amargarme la vida buscando respuestas que nunca tendré y disfrutar de ella mientras dure”.
Allen establece este particular diálogo entre el cine y sus personajes a través de una serie de planos/contraplanos en los que puede verse reflejado en los rostros, iluminados por la semioscuridad de las salas, el efecto que genera lo proyectado en la pantalla. En La rosa púrpura el Cairo, la aventura de Tom da la oportunidad a Cecilia de materializar sus sueños, pero deberá elegir entre fantasía y realidad. Finalmente, Allen equilibra el relato y reconoce la necesidad de optar por la vida real. Sin embargo, tras una ilusión efímera, la desesperación llevará a Cecilia a refugiarse de nuevo en el cine. Allen construye una conmovedora secuencia final, descubriendo el reflejo de la magia del cine en el rostro de Cecilia ante una maravillosa escena de Sombrero de copa (1935). Fred Astaire y Ginger Rogers interpretan Cheek to cheek mientras que un prolongado primer plano adivina cómo entre la tristeza va abriéndose paso de nuevo la esperanza. Ginger y Fred continúan bailando Check to cheek, la canción que abría el film en los títulos de créditos —el círculo se ha cerrado—, mientras Cecilia, y el propio Allen, eligen una vez más la fantasía como refugio de la realidad.