Hijas de Marineda
Por Ismael Gil Candal. Publicado en el número 11 (diciembre 2018).
Las farolas crepitaban en la soledad de la noche. La luz del Barrio Alto arrojaba ámbar por las calles de rostro empedrado mientras el murmullo que provocaban los chasquidos del mar golpeando contra el muelle primero se mezclaba con el llorar de gaviotas noctámbulas que daban tumbos por La Marina. Toda aquella orgía sonora de Marineda se colaba, con delicadeza de susurro, por las viejas calles que tanta memoria tenían.
Frente a la iglesia de Santa María Magdalena, dos sombras escondidas charlan, inquietas, tratando de resolver los problemas del mundo. A medida que se deslizan hasta el ventanal de la casa de Emilia Pardo Bazán, se descubren sus identidades. Son Carmela y Mariña, incansables trabajadoras de la casa-museo de la autora que inmortalizó Marineda, pintando con sus palabras cada uno de sus rincones.
Al amparo de la gélida brisa nocturna, tan característica de los veranos de la ciudad marinera, comparten un cigarrillo con naturaleza de presidiarias.
-Mariña -advierte la boca de Carmela-, cabeza.
Las arrugas de Carmela se contonean al ritmo descompasado de su respiración. Están curtidas por el trabajo y el dolor de los años. Por pelo tiene un manto blanco de plata que brilla como la misma luna que las observa en esos instantes. Mientras los segundos pasan, sus dedos afilados sostienen el cigarro como las ramas del carballo guardan sus bellotas.
-Tenemos la prueba de sus deseos -responde Mariña temblorosa pero firme-. ¿Cómo que «cabeza»?
Las compañeras se pasan la nicotina para distraer sus angustias. Mariña enjuagó entonces el sudor de sus mejillas con las mangas. Era una mujer de generosa frente, con ojos de fraga y ojeras de mimbre.
-Carmeliña -suplicaba el humo que salía por la boca de Mariña-, por favor te lo pido.
Carmela, encargada de la casa-museo, había sido fuente de inspiración para Mariña, becaria en prácticas. Eran las supervivientes del equipo encargado de investigar el legado de la escritora, y su perseverancia se tradujo en el descubrimiento del testamento que sentenciaba el deseo de Emilia de ser enterrada en las Torres de Meirás.
Como consecuencia, los lazos entre Mariña y Carmela se estrecharon hasta el punto de creerse familia. Las pupilas de agua verdosa de la joven estaban incrustadas en el recuerdo de aquellos instantes en que ambas intercambiaban impresiones de yodo, terapéuticas para sobrellevar los amaneceres. Pero en su mundo anocheció y ya no había esperanza de ver el sol juntas de nuevo.
La cruzada de Carmela y Mariña no tenía otro propósito que el de trasladar sus huesos a un lugar que Emilia amó. Sin embargo, uno de los últimos bastiones del poder antiguo custodiaba aquel lugar y, cuando aquellos huesos que pertenecieron al alma de la autora por fin llegaron al lugar de su descanso, aquella familia, dueña de las Torres de Meirás, rozando la actitud del okupa en casa ajena, negó su acceso por haber vivido como una mujer libre.
-No sabes lo que te van a hacer si te cogen.
-Saber, sé. Peor es no descansar.
-Pues duerme, mujer.
-¿Cómo seguir adelante sin la conciencia tranquila?
-No es obligación tuya.
-Lo es para mí. Para seguir luchando. ¿Qué nos quedará si no es la esperanza?
-Te cavas la tumba.
-Dame las llaves para cargar el ataúd en la camioneta. Lo enterraré en las Torres con o sin tu ayuda.
-Ya está abierta -lamentó Carmela-.Pero te olvidas de mí, ¿oíste?
Mariña, con mueca de alma rota, subió hasta la casa donde, provisionalmente, descansaba el ataúd que guardaba los huesos de Emilia. Pese al fresco de la noche, su sangre hervía. No quería padecer el devenir de los días pensando en ser prisionera, sin decisión ni derecho. Quería vivirlos libre, con el calor de la paz del que descansa en el hogar, el auténtico hogar, en el útero de la tierra que la sostiene.
En cuanto se encontró frente al ataúd, toda la humedad del universo enmudeció. Mariña tenía tal ímpetu y amor por lo que creía que regó, con su mera presencia, átomos de vida sobre aquel lugar inerte.
Frente a la iglesia de Santa María Magdalena, dos sombras escondidas charlan, inquietas, tratando de resolver los problemas del mundo. A medida que se deslizan hasta el ventanal de la casa de Emilia Pardo Bazán, se descubren sus identidades. Son Carmela y Mariña, incansables trabajadoras de la casa-museo de la autora que inmortalizó Marineda, pintando con sus palabras cada uno de sus rincones.
Al amparo de la gélida brisa nocturna, tan característica de los veranos de la ciudad marinera, comparten un cigarrillo con naturaleza de presidiarias.
-Mariña -advierte la boca de Carmela-, cabeza.
Las arrugas de Carmela se contonean al ritmo descompasado de su respiración. Están curtidas por el trabajo y el dolor de los años. Por pelo tiene un manto blanco de plata que brilla como la misma luna que las observa en esos instantes. Mientras los segundos pasan, sus dedos afilados sostienen el cigarro como las ramas del carballo guardan sus bellotas.
-Tenemos la prueba de sus deseos -responde Mariña temblorosa pero firme-. ¿Cómo que «cabeza»?
Las compañeras se pasan la nicotina para distraer sus angustias. Mariña enjuagó entonces el sudor de sus mejillas con las mangas. Era una mujer de generosa frente, con ojos de fraga y ojeras de mimbre.
-Carmeliña -suplicaba el humo que salía por la boca de Mariña-, por favor te lo pido.
Carmela, encargada de la casa-museo, había sido fuente de inspiración para Mariña, becaria en prácticas. Eran las supervivientes del equipo encargado de investigar el legado de la escritora, y su perseverancia se tradujo en el descubrimiento del testamento que sentenciaba el deseo de Emilia de ser enterrada en las Torres de Meirás.
Como consecuencia, los lazos entre Mariña y Carmela se estrecharon hasta el punto de creerse familia. Las pupilas de agua verdosa de la joven estaban incrustadas en el recuerdo de aquellos instantes en que ambas intercambiaban impresiones de yodo, terapéuticas para sobrellevar los amaneceres. Pero en su mundo anocheció y ya no había esperanza de ver el sol juntas de nuevo.
La cruzada de Carmela y Mariña no tenía otro propósito que el de trasladar sus huesos a un lugar que Emilia amó. Sin embargo, uno de los últimos bastiones del poder antiguo custodiaba aquel lugar y, cuando aquellos huesos que pertenecieron al alma de la autora por fin llegaron al lugar de su descanso, aquella familia, dueña de las Torres de Meirás, rozando la actitud del okupa en casa ajena, negó su acceso por haber vivido como una mujer libre.
-No sabes lo que te van a hacer si te cogen.
-Saber, sé. Peor es no descansar.
-Pues duerme, mujer.
-¿Cómo seguir adelante sin la conciencia tranquila?
-No es obligación tuya.
-Lo es para mí. Para seguir luchando. ¿Qué nos quedará si no es la esperanza?
-Te cavas la tumba.
-Dame las llaves para cargar el ataúd en la camioneta. Lo enterraré en las Torres con o sin tu ayuda.
-Ya está abierta -lamentó Carmela-.Pero te olvidas de mí, ¿oíste?
Mariña, con mueca de alma rota, subió hasta la casa donde, provisionalmente, descansaba el ataúd que guardaba los huesos de Emilia. Pese al fresco de la noche, su sangre hervía. No quería padecer el devenir de los días pensando en ser prisionera, sin decisión ni derecho. Quería vivirlos libre, con el calor de la paz del que descansa en el hogar, el auténtico hogar, en el útero de la tierra que la sostiene.
En cuanto se encontró frente al ataúd, toda la humedad del universo enmudeció. Mariña tenía tal ímpetu y amor por lo que creía que regó, con su mera presencia, átomos de vida sobre aquel lugar inerte.