Fue una locura
Por Iván Castillo Otero. Publicado en el número 8 (diciembre 2015).
Fui un niño feliz. Cuando mis padres no podían, mi abuela venía a buscarme al colegio y me traía, por ejemplo, un bocadillo de merluza rebozada. Era especialito y no me gustaba el embutido como a mis compañeros de clase. Mi ama y mi aita me llevaron a mil sitios. Cuando tenía nueve años y tras un ahorro titánico de mis progenitores, viajamos a París para pasar unos días en Disneyland y ver el final del Tour en las calles de la capital francesa. A mí lo que más ilusión me hizo fue esto último; ya les he dicho que siempre tuve preferencias curiosas.
Recuerdo que los sábados bajámos de Egia, nuestro barrio, para dar una vuelta por la Parte Vieja y el Boulevard. Si todo iba bien, era posible que nos quedáramos a cenar una hamburguesa y helado o similares. También podía suceder que, mientras los donostiarras y visitantes paseábamos, unos encapuchados aparecieran de la nada para quemar unos cajeros automáticos o cruzar un autobús en el Boulevard para posteriormente darle fuego. Así estaban liberando al pueblo vasco de la opresión del Estado español. Todos estos chavales que practicaban este tipo de bandalismo, llamado kale borroka, eran los cachorros de ETA. La banda terrorista nació durante la dictadura de Franco para hacer frente a un régimen represor y, aunque un servidor no crea en la violencia como arma política, puede tener una explicación (no confundir con justificación). Tras la muerte de este, se puede entender que ya no tenían razón de ser, pero ETA no cesó su actividad. Terminaron por ser única y exclusivamente un grupo de fanáticos y paletos envueltos en una bandera.
Crecí viendo pintadas en las paredes de mi ciudad, Donostia, en las que se podía leer el nombre del juez Baltasar Garzón dentro de un punto de mira. Mi madre, que ejercía el muy opresor oficio de matricular barcos en el Puerto de Pasaia (Gipuzkoa), esquivó un atentado sin supervivientes por estar examinándose del carné de conducir. ETA ametralló el vehículo que llevaba el correo al citado puerto y en el que mi madre se desplazaba a su puesto de trabajo por no poder circular aún en su propio coche. Recientemente recordábamos en casa de mis padres el funeral de Ramón Díaz, cocinero al que asesinaron porque uno de los lugares en los que trabajaba era la Comandancia de Marina de San Sebastián.
Vivíamos en un estado continuo de tensión porque todos éramos sospechosos de traición a Euskal Herria. Cursando mis estudios de bachillerato, dos compañeros de pupitre hicieron circular entre el resto de la clase un disquete en el que habían copiado una conversación de Messenger en la que defendía que mi madre no estaba causando ningún mal al País Vasco por ser funcionaria del Estado matriculando barcos. Episodios como los ataques a la librería Lagun, situada en la capital guipuzcoana, dan cuenta de lo kafkiana que era la situación. Estaba regentada por María Teresa Castells, mujer del socialista José Ramón Recalde, e Iñaki Latierro, miembro del PCE que terminó, tras una escisión, en el PSOE. Recalde sobrevivió a un disparo en la cara y la librería tuvo que cambiar de sede porque en la Parte Vieja llegaron a sufrir más de veinte ataques en un solo año. Uno fue especialmente simbólico: entraron de noche en Lagun, sacaron los libros a la calle y les prendieron fuego, como en la quema de libros que se produjo en Alemania por parte de los nazis durante la noche del 10 de mayo de 1933. Esta época de psicosis nos llevó a ver cómo muchas personas de izquierdas que habían luchado contra el franquismo sufrían la persecución de ETA.
En la actualidad, todo esto es solo una pesadilla del pasado y Sortu, el partido heredero de HB que está integrado en EH Bildu, condena el terrorismo y las atrocidades del pasado de manera pública. Ahora, lo que socialmente está mal visto en Euskal Herria es no condenar las atrocidades de ETA, los GAL, los grupos de ultraderecha o los excesos policiales. Antiguamente, la gente de bien se lamentaba por los muertos en su casa y, por otro lado, el que entraba a formar parte de un comando etarra era el héroe del pueblo. Los vascos le hemos dado la vuelta a esto. Ahora solo falta que los que entraron en la Transición democrática loando a Franco no exijan a la izquierda abertzale que se flagele por su connivencia con el terrorismo, tratando de que lleguen a un nivel de arrepentimiento que ellos jamás alcanzaron. Reparemos el daño, respetemos la memoria y contemos la verdad. Fue una locura.
Recuerdo que los sábados bajámos de Egia, nuestro barrio, para dar una vuelta por la Parte Vieja y el Boulevard. Si todo iba bien, era posible que nos quedáramos a cenar una hamburguesa y helado o similares. También podía suceder que, mientras los donostiarras y visitantes paseábamos, unos encapuchados aparecieran de la nada para quemar unos cajeros automáticos o cruzar un autobús en el Boulevard para posteriormente darle fuego. Así estaban liberando al pueblo vasco de la opresión del Estado español. Todos estos chavales que practicaban este tipo de bandalismo, llamado kale borroka, eran los cachorros de ETA. La banda terrorista nació durante la dictadura de Franco para hacer frente a un régimen represor y, aunque un servidor no crea en la violencia como arma política, puede tener una explicación (no confundir con justificación). Tras la muerte de este, se puede entender que ya no tenían razón de ser, pero ETA no cesó su actividad. Terminaron por ser única y exclusivamente un grupo de fanáticos y paletos envueltos en una bandera.
Crecí viendo pintadas en las paredes de mi ciudad, Donostia, en las que se podía leer el nombre del juez Baltasar Garzón dentro de un punto de mira. Mi madre, que ejercía el muy opresor oficio de matricular barcos en el Puerto de Pasaia (Gipuzkoa), esquivó un atentado sin supervivientes por estar examinándose del carné de conducir. ETA ametralló el vehículo que llevaba el correo al citado puerto y en el que mi madre se desplazaba a su puesto de trabajo por no poder circular aún en su propio coche. Recientemente recordábamos en casa de mis padres el funeral de Ramón Díaz, cocinero al que asesinaron porque uno de los lugares en los que trabajaba era la Comandancia de Marina de San Sebastián.
Vivíamos en un estado continuo de tensión porque todos éramos sospechosos de traición a Euskal Herria. Cursando mis estudios de bachillerato, dos compañeros de pupitre hicieron circular entre el resto de la clase un disquete en el que habían copiado una conversación de Messenger en la que defendía que mi madre no estaba causando ningún mal al País Vasco por ser funcionaria del Estado matriculando barcos. Episodios como los ataques a la librería Lagun, situada en la capital guipuzcoana, dan cuenta de lo kafkiana que era la situación. Estaba regentada por María Teresa Castells, mujer del socialista José Ramón Recalde, e Iñaki Latierro, miembro del PCE que terminó, tras una escisión, en el PSOE. Recalde sobrevivió a un disparo en la cara y la librería tuvo que cambiar de sede porque en la Parte Vieja llegaron a sufrir más de veinte ataques en un solo año. Uno fue especialmente simbólico: entraron de noche en Lagun, sacaron los libros a la calle y les prendieron fuego, como en la quema de libros que se produjo en Alemania por parte de los nazis durante la noche del 10 de mayo de 1933. Esta época de psicosis nos llevó a ver cómo muchas personas de izquierdas que habían luchado contra el franquismo sufrían la persecución de ETA.
En la actualidad, todo esto es solo una pesadilla del pasado y Sortu, el partido heredero de HB que está integrado en EH Bildu, condena el terrorismo y las atrocidades del pasado de manera pública. Ahora, lo que socialmente está mal visto en Euskal Herria es no condenar las atrocidades de ETA, los GAL, los grupos de ultraderecha o los excesos policiales. Antiguamente, la gente de bien se lamentaba por los muertos en su casa y, por otro lado, el que entraba a formar parte de un comando etarra era el héroe del pueblo. Los vascos le hemos dado la vuelta a esto. Ahora solo falta que los que entraron en la Transición democrática loando a Franco no exijan a la izquierda abertzale que se flagele por su connivencia con el terrorismo, tratando de que lleguen a un nivel de arrepentimiento que ellos jamás alcanzaron. Reparemos el daño, respetemos la memoria y contemos la verdad. Fue una locura.