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Eterno Cortázar

Por Carla Faginas Cerezo. Publicado en el número 4 (septiembre 2014).
Me abruma, desde hace ya muchos años, la lúgubre certidumbre de que un día me moriré sin haber terminado todos los libros que siempre he querido leer y cuyo número, en lugar de reducirse, crece con el paso de los años. Ya Julio Cortázar, a quien hoy quiero dedicar este escrito, habló de la “melancolía de una vida demasiado corta para tantas bibliotecas”. Por mi parte, podría decirse que algo similar me ocurre cuando no consigo disfrutar por completo de una obra por causa del rumor constante de aquellas que me observan desde la estantería, susurrando el título que reza su lomo y advirtiéndome de que ojo con dejar este mundo antes de haberlas catado.

Con Cortázar, de cuyo nacimiento se han cumplido cien años recientemente, me sucede una cosa parecida. Poco después de terminar la lectura de Rayuela descubrí que aquel no era el final de una de las novelas más perturbadoras que jamás había pasado por mis manos, sino que existía en ella un modo diferente de leerla, un sendero nuevo y oculto que la recorría. Y así me ocurre siempre con él: basta pensar que no me queda nada suyo por conocer para encontrar una rareza en una librería del barrio de las Letras; o descubrir un día cualquiera que se han puesto a la venta varios cuentos inéditos o la transcripción de unas clases de literatura que impartió en la Universidad de Berkeley hacia el final de su vida. Pareciera como si se resistiese a morirse del todo, o como si quisiese formar parte, desde su ausencia, del carácter lúdico de sus textos, de su eterna informalidad de niño grande.


Pero si existe algo en Cortázar que nos remite a esa colosal figura de genio humilde y entrañable es su naturaleza profundamente humorística, presente en cada uno de sus escritos y caracterizada por lo absurdo, por la nula linealidad y por la omnipresencia de la antinorma, y cuyo fin último es huir de todo formalismo. Como ya sucedió con Italo Calvino, contemporáneo y amigo del argentino, Cortázar se convierte a través de sus obras en un transgresor de las reglas, del mismo modo que Calvino lo fue gracias a sus rompedoras estructuras temporales, espaciales y rítmicas.

Pero cómo hablar de Cortázar sin mencionar sus cuentos, en los que cualquier cosa es posible. En ellos puede ocurrir que un monumental atasco en una autopista dure meses y se convierta en el lugar donde afloran los sentimientos más primitivos del ser humano, o que dos hermanos sufran el asedio de unos misteriosos intrusos que van tomando su casa y expulsándolos de ella de a poco. Lejos de la realidad, pero también de lo que entendemos por narrativa irreal, el autor juega con sus lectores y crea un género nuevo en el que el comienzo de un relato poco tiene que ver con su fin; un género capaz de estrechar los límites mismos de la imaginación y de volcarlos en apenas una decena de párrafos. Qué menos podríamos esperar de un hombre que falleció a los 69 años con la única cara de niño que se le conoció, y que le dio a su más grande novela el nombre de un juego infantil.

“Todavía no hemos conseguido liquidar del todo la noción de que una obra (¡huna hobra, doctor!) tiene que ser 'seria';  (…) Vos dirás que exagero, y por supuesto que exagero, porque para llegar a una esquina siempre conviene mirar un poco más lejos y entonces la esquina te queda ahí no más cerquita. (…) En todo caso ya verás que este libro será agredido por la seriedad y la profundidad y la responsabilidad, (…). Qué querés, eso viene de nuestro pecado original: la falta de humor”, Julio Cortázar sobre su obra Último Round.
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