Es solo un paseo
Por Fran Sospedra. Publicado en el número 8 (diciembre 2015).
En ocasiones, me duele la libertad de no ejercerla. Vivir en sociedad consiste en parte en respetar la parcela del otro, en inhibirse, en habitar y hacer habitable un espacio común de respeto. Pero considerando esto, no deja de ser alarmante la creciente e histérica reacción hacia el mundo del humor en concreto, y del pensamiento subversivo en general. Un breve comentario en Twitter puede desatar al senador McCarthy que muchos llevan dentro. Decía Hannah Arendt que no existen pensamientos peligrosos, sino que el mismo hecho de pensar es peligroso. Debe serlo. La autocensura es mil veces más eficaz que la censura para eliminar la crítica y el pensamiento crítico, es la victoria total del pensamiento dominante frente a cualquier fuente de protesta. Incluso aquella que, mediante la ironía, lo que hace es pulsar una incomodidad inconfesa, una sospecha, un debate que ha sido reprimido. Un pensamiento culpable.
La ideología, para el filósofo y estrella mediática Zizek, funciona cuando es invisible, y es esa cualidad de ponerse unos límites cada vez más estrechos a uno mismo lo que puede abocarnos a un terreno en el que la risa se convierta en proscrita, en la que no solo proscribamos reírnos de las víctimas sino también de los verdugos. Una sociedad de humor blanco, embotellado, testado, manufacturado, inofensivo y, me temo, carente de cargas de profundidad. En Estados Unidos este es un debate continuo desde hace mucho tiempo, un debate en el que ha habido bajas significativas, persecuciones, pero en el que el humor ha estado vivo y ha producido piezas irreverentes, llenas de negrura y brocha gorda. La existencia misma del debate, de la pregunta sobre los límites del humor, es sana en sí misma.
Hoy en día parece que la única provocación permitida fuera la de las películas herederas de Animal House, de fiestas universitarias, películas de una respetable tradición de exceso y procacidad que en su momento, en sociedades todavía reaccionarias, eran profundamente rompedoras. Sin embargo, hoy se limitan a seguir una línea que ha sido aprobada y sancionada por la sociedad como un tipo de consumo más. No creo que hayan dejado de divertir, pero el hecho de que cada vez sean más hiperbólicas y exageradas se debe a que son menos peligrosas, precisamente menos provocativas. O en ocasiones, en absoluto provocativas. En cualquier caso, la tolerancia de los media hacia sus contenidos sexistas o sus excesos no deja de ser significativa.
Cuando el humor toca una dimensión más política o personal se disparan las alarmas. Personal en el sentido de persona. Cuando el humor habla de la miseria, de la guerra o el genocidio, de las desigualdades sociales o raciales, de la envidia, de las desgracias ajenas, de la ruindad o la avaricia. Del mal, de la fatalidad. Del ser humano. De pronto dejamos de pisar el territorio seguro y apelan a nosotros con la risa, pero para congelarla y dejarla con un poso amargo. No solo hablo de la comedia que sentimos subversiva. Una gran parte del humor se basa en el sadismo o en el reconocimiento de la vergüenza social. Gran parte del humor de Chaplin o Keaton es enormemente cruel o triste, pero funciona. Reímos.
Tenemos el deber de la incorrección. ¿Una incorrección ilimitada, dejando aparte la mentira y la difamación? No sé si tengo respuesta a esa pregunta, pero tenemos un deber no solo para con el estado de cosas actual, la crítica del status quo y el mantenimiento de la libertad de expresión, sino para aquellos que lucharon por expresarse libremente antes que nosotros. Antes que nosotros, un Lenny Bruce o un Richard Pryor sufrieron una persecución laboral continuada, trágica en algunos casos, como demuestra la película de Bob Fosse sobre Bruce. Las actuaciones de Bill Hicks eran un continuo desafío a su público, no solo con el lenguaje, el humor, sino con la selección de temas de enorme peso. Le debemos mantenernos alertas ante el regreso de la censura como autocensura, a la maestría de Berlanga de ser lo suficientemente sutil para burlar a la dictadura. El hecho de que Eddie Murphy, muy alejado de la imagen que da su carrera cinematográfica, hiciera humor stand-up a principios de los 80 con el VIH puede darnos una idea de que, en realidad, las cazas de brujas al respecto se organizarían hoy más alegremente que en una época de contrarrevolución conservadora en la cual había un justificado terror sobre la enfermedad.
Tal vez, más el humor ultrarreferencial de un McFarlane, para un servidor los dos humoristas que exploran más a fondo los límites del humor en este momento son Ricky Gervais y Sarah Silverman. Probablemente en España, la iconoclasta y talentosa Silverman hubiese acabado compareciendo ante la Audiencia Nacional como han hecho humoristas o políticos españoles. Lo que ambos nos muestran es que hay que partir de la diferencia entre autor y personaje, además del contexto. Ambos crean personajes ególatras, egoístas, antipáticos, racistas. Pero esos personajes son precisamente lo que permite que denuncien tan eficazmente la miseria humana, y la estupidez misma de aquello que parecen encarnar. En concreto, Silverman no ha sido reticente a hablar de ello. En un debate en el programa de Bill Maher defendió el uso de cierto lenguaje de contenido racista (nigger, chink) precisamente porque refleja una realidad existente y la subvierte demostrando la ruindad de la misma, pero a la vez retando al espectador a examinarse a sí mismo. Por otra parte, el argumento usado por la contraparte era en realidad de un racismo evidente: Sarah Silverman es judía, y por lo tanto debe limitarse a hacer ese tipo de comentarios sobre “su propia gente”.
El filósofo Bergson afirmó que el humor a menudo requería de una momentánea anestesia del corazón. Gervais también ha trabajado el tema en sus actuaciones. “No hay nada sobre lo que no debas bromear. Depende de cómo sea el chiste”. No creo que Gervais haya censurado nunca una idea, sino que tan solo se ha preguntado cómo presentarla. No podemos hipotecar la elección de un tema o un tono a la posible reacción de un sector del público, porque sentirse ofendido es libre.
¿Cuál es el límite? ¿El límite para la sátira ha de ser diferente que para otras manifestaciones de la libertad de expresión? Habrá que tener en cuenta el contexto, como siempre. No tiene un valor similar un twitter con ánimo humorístico que una obra negacionista con aspiraciones históricas como la de un Irving. Vivimos en una época de cinismos o, en el mejor de los casos, contradicciones en la cual se puede desfilar en la primera fila de la manifestación a favor de Charlie Hebdo y afirmar “je suis Charlie” y celebrar a su vez secuestros de portadas de semanarios satíricos en tu propio país. Resultan cruciales además el momento y el lugar. Mucho del humor del programa Vaya semanita hubiera sido impensable en los primeros 90. Y sin embargo es un medio muy poderoso para subrayar la estupidez, el absurdo y la ineficacia de la lucha armada. “La sátira es tragedia más tiempo”, decía Lenny Bruce.
¿Puede un solo chiste, aparentemente inocente, abrir nuestra mente, cambiar las reglas, mostrar y señalar un tabú, denunciarnos como los retrógrados o los cómplices silenciosos de los mismos ante un problema social? Desde luego. The mouse problem, por ejemplo, el sketch de Monty Python sobre hombres que se comportan como ratones y asisten a clubes es sin duda un valeroso, sutil y maravilloso panfleto satírico contra el tratamiento de los media y la sociedad británica de la época en general de la homosexualidad. Escrito por Graham Chapman, salió en antena en 1969, dos años después de la descriminalización de la homosexualidad en Inglaterra y Gales, y tan solo cuatro años después de las encuestas sobre ese mismo proyecto de ley que mostraban a un 93 % de la población que pensaba que la homosexualidad era una enfermedad y debía ser tratada farmacológicamente.
Los chistes sobre cáncer, violaciones, el holocausto y la homofobia son chistes que muchas veces no queremos escuchar porque no queremos ver que esas realidades existen. Desearíamos que no existieran, pero lo hacen. Y deberíamos preguntarnos si no tememos esa libertad, ejercerla y verla ejercer. Si no es el miedo, o el respeto, lo que dicta los silencios clamorosos, silencios que otorgan. Y sin embargo, como dijo cierto pensador, ¿acaso no deberíamos hacer defensa de la intolerancia, mostrarnos intolerantes con los que a su vez son intolerantes?
¿Es el límite por el que nos estamos preguntando nada más que la línea que separa nuestra sonrisa cómplice de nuestra mueca de desagrado cuando el material inflamable nos quema a nosotros, cuando nos toca de cerca, cuando las salpicaduras del sarcasmo nos duelen, cuando la costura de nuestra tolerancia, de nuestra voluntad de defender el ideal de la expresión libre y la crítica ilimitada salta por los aires, porque de pronto es a nosotros a quienes en la pura llaga nos hurgan? ¿Es acaso la libertad de molestar “a los demás” lo que defendemos? ¿Acaso hasta que no nos sentimos interpelados no nos vemos entregados al instinto de defensa? Tal vez es demasiado corriente pensar que se es más liberal, menos predispuesto a sentirse ofendido, de lo que realmente estamos dispuestos a admitir, ni siquiera ante nosotros mismos.
De nuevo, aquí diría que es el modo, y el contexto, lo que puede salvar que casi cualquier cosa pueda ser dicha. No hay un libro de estilo para el humor, ni puede, ni debe haberlo; ni unas reglas de oro, que constreñirían el género, o ahogarían la subversión, la rebeldía, la iconoclastia, la naturalidad y la frescura. Y sin embargo ahí está lo más valioso de un cómico de talento. Alguien capaz de hacerte reír de la muerte a pesar de ser mortal, de la enfermedad a pesar de haberla visto actuar, de los prejuicios que tal vez sufras, de los miedos que tienes, del sufrimiento colectivo o personal, de las peores condiciones que puedan surgir en la vida, de los odios, de las desgarraduras que no cicatrizan y nos atormentan, del hecho de ser humanos, de estar vivos.
Y en este punto de la historia, en el que nos hemos vuelto tan serios sobre un asunto de risa, me gustaría que nos riéramos un poco de un asunto tan serio. Y de la mano de un maestro, que nos recuerda que no podemos tomarnos la vida tan en serio, que no podemos tomarnos a nosotros mismos tan en serio. Y es que tal vez el humor y la crítica son algo demasiado serio como para tomarlos en serio:
La vida es como un paseo en un parque de atracciones. Y cuando te subes piensas que es real porque así son nuestras mentes de poderosas. El paseo sube y baja y da vueltas y vueltas. Tienes emociones, sustos y hay luces y colores y es muy ruidoso y divertido por un rato. Algunos han estado en el paseo por mucho tiempo y empiezan a preguntarse: “¿Esto es real o es solo un paseo?”. Y otra gente se ha acordado, ha regresado con nosotros y nos ha dicho: “Oye, no te preocupes; no temas, porque esto es solo un paseo…”. Y los hemos matado. ¡Cállenlo! Que tengo mucho invertido en este paseo. ¡Cállenlo! Mira mi ceño de preocupación. Mira mi gran cuenta bancaria y mi familia. Esto tiene que ser real. Es solo un paseo. Pero siempre matamos a esos tipos buenos que tratan de decirnos eso, ¿te das cuenta? Dejamos a los demonios que sigan libres. Pero no importa porque es solo un paseo. Y podemos cambiarlo cuando queramos. Es solo una decisión. Sin esfuerzo, sin trabajo, sin ahorros y dinero. Solo una decisión ahora mismo entre el miedo y el amor. Los ojos del miedo quieren que pongas cerraduras más grandes en tus puertas, que compres armas, que te cierres. Los ojos del amor, en cambio, nos ven a todos como uno. Esto es lo que podemos hacer para cambiar el mundo, ahora mismo, para un mejor viaje. Toma todo ese dinero que gastamos en armas y en defensas todo el año y, en cambio, gástalo en alimentar, vestir y educar a los pobres del mundo, que muchas veces más, ningún ser humano será excluido, y podremos explorar el espacio, juntos, ambos exterior e interior, para siempre, en paz. Muchas gracias, han sido excelentes. Revelations, Bill Hicks, 1990
La ideología, para el filósofo y estrella mediática Zizek, funciona cuando es invisible, y es esa cualidad de ponerse unos límites cada vez más estrechos a uno mismo lo que puede abocarnos a un terreno en el que la risa se convierta en proscrita, en la que no solo proscribamos reírnos de las víctimas sino también de los verdugos. Una sociedad de humor blanco, embotellado, testado, manufacturado, inofensivo y, me temo, carente de cargas de profundidad. En Estados Unidos este es un debate continuo desde hace mucho tiempo, un debate en el que ha habido bajas significativas, persecuciones, pero en el que el humor ha estado vivo y ha producido piezas irreverentes, llenas de negrura y brocha gorda. La existencia misma del debate, de la pregunta sobre los límites del humor, es sana en sí misma.
Hoy en día parece que la única provocación permitida fuera la de las películas herederas de Animal House, de fiestas universitarias, películas de una respetable tradición de exceso y procacidad que en su momento, en sociedades todavía reaccionarias, eran profundamente rompedoras. Sin embargo, hoy se limitan a seguir una línea que ha sido aprobada y sancionada por la sociedad como un tipo de consumo más. No creo que hayan dejado de divertir, pero el hecho de que cada vez sean más hiperbólicas y exageradas se debe a que son menos peligrosas, precisamente menos provocativas. O en ocasiones, en absoluto provocativas. En cualquier caso, la tolerancia de los media hacia sus contenidos sexistas o sus excesos no deja de ser significativa.
Cuando el humor toca una dimensión más política o personal se disparan las alarmas. Personal en el sentido de persona. Cuando el humor habla de la miseria, de la guerra o el genocidio, de las desigualdades sociales o raciales, de la envidia, de las desgracias ajenas, de la ruindad o la avaricia. Del mal, de la fatalidad. Del ser humano. De pronto dejamos de pisar el territorio seguro y apelan a nosotros con la risa, pero para congelarla y dejarla con un poso amargo. No solo hablo de la comedia que sentimos subversiva. Una gran parte del humor se basa en el sadismo o en el reconocimiento de la vergüenza social. Gran parte del humor de Chaplin o Keaton es enormemente cruel o triste, pero funciona. Reímos.
Tenemos el deber de la incorrección. ¿Una incorrección ilimitada, dejando aparte la mentira y la difamación? No sé si tengo respuesta a esa pregunta, pero tenemos un deber no solo para con el estado de cosas actual, la crítica del status quo y el mantenimiento de la libertad de expresión, sino para aquellos que lucharon por expresarse libremente antes que nosotros. Antes que nosotros, un Lenny Bruce o un Richard Pryor sufrieron una persecución laboral continuada, trágica en algunos casos, como demuestra la película de Bob Fosse sobre Bruce. Las actuaciones de Bill Hicks eran un continuo desafío a su público, no solo con el lenguaje, el humor, sino con la selección de temas de enorme peso. Le debemos mantenernos alertas ante el regreso de la censura como autocensura, a la maestría de Berlanga de ser lo suficientemente sutil para burlar a la dictadura. El hecho de que Eddie Murphy, muy alejado de la imagen que da su carrera cinematográfica, hiciera humor stand-up a principios de los 80 con el VIH puede darnos una idea de que, en realidad, las cazas de brujas al respecto se organizarían hoy más alegremente que en una época de contrarrevolución conservadora en la cual había un justificado terror sobre la enfermedad.
Tal vez, más el humor ultrarreferencial de un McFarlane, para un servidor los dos humoristas que exploran más a fondo los límites del humor en este momento son Ricky Gervais y Sarah Silverman. Probablemente en España, la iconoclasta y talentosa Silverman hubiese acabado compareciendo ante la Audiencia Nacional como han hecho humoristas o políticos españoles. Lo que ambos nos muestran es que hay que partir de la diferencia entre autor y personaje, además del contexto. Ambos crean personajes ególatras, egoístas, antipáticos, racistas. Pero esos personajes son precisamente lo que permite que denuncien tan eficazmente la miseria humana, y la estupidez misma de aquello que parecen encarnar. En concreto, Silverman no ha sido reticente a hablar de ello. En un debate en el programa de Bill Maher defendió el uso de cierto lenguaje de contenido racista (nigger, chink) precisamente porque refleja una realidad existente y la subvierte demostrando la ruindad de la misma, pero a la vez retando al espectador a examinarse a sí mismo. Por otra parte, el argumento usado por la contraparte era en realidad de un racismo evidente: Sarah Silverman es judía, y por lo tanto debe limitarse a hacer ese tipo de comentarios sobre “su propia gente”.
El filósofo Bergson afirmó que el humor a menudo requería de una momentánea anestesia del corazón. Gervais también ha trabajado el tema en sus actuaciones. “No hay nada sobre lo que no debas bromear. Depende de cómo sea el chiste”. No creo que Gervais haya censurado nunca una idea, sino que tan solo se ha preguntado cómo presentarla. No podemos hipotecar la elección de un tema o un tono a la posible reacción de un sector del público, porque sentirse ofendido es libre.
¿Cuál es el límite? ¿El límite para la sátira ha de ser diferente que para otras manifestaciones de la libertad de expresión? Habrá que tener en cuenta el contexto, como siempre. No tiene un valor similar un twitter con ánimo humorístico que una obra negacionista con aspiraciones históricas como la de un Irving. Vivimos en una época de cinismos o, en el mejor de los casos, contradicciones en la cual se puede desfilar en la primera fila de la manifestación a favor de Charlie Hebdo y afirmar “je suis Charlie” y celebrar a su vez secuestros de portadas de semanarios satíricos en tu propio país. Resultan cruciales además el momento y el lugar. Mucho del humor del programa Vaya semanita hubiera sido impensable en los primeros 90. Y sin embargo es un medio muy poderoso para subrayar la estupidez, el absurdo y la ineficacia de la lucha armada. “La sátira es tragedia más tiempo”, decía Lenny Bruce.
¿Puede un solo chiste, aparentemente inocente, abrir nuestra mente, cambiar las reglas, mostrar y señalar un tabú, denunciarnos como los retrógrados o los cómplices silenciosos de los mismos ante un problema social? Desde luego. The mouse problem, por ejemplo, el sketch de Monty Python sobre hombres que se comportan como ratones y asisten a clubes es sin duda un valeroso, sutil y maravilloso panfleto satírico contra el tratamiento de los media y la sociedad británica de la época en general de la homosexualidad. Escrito por Graham Chapman, salió en antena en 1969, dos años después de la descriminalización de la homosexualidad en Inglaterra y Gales, y tan solo cuatro años después de las encuestas sobre ese mismo proyecto de ley que mostraban a un 93 % de la población que pensaba que la homosexualidad era una enfermedad y debía ser tratada farmacológicamente.
Los chistes sobre cáncer, violaciones, el holocausto y la homofobia son chistes que muchas veces no queremos escuchar porque no queremos ver que esas realidades existen. Desearíamos que no existieran, pero lo hacen. Y deberíamos preguntarnos si no tememos esa libertad, ejercerla y verla ejercer. Si no es el miedo, o el respeto, lo que dicta los silencios clamorosos, silencios que otorgan. Y sin embargo, como dijo cierto pensador, ¿acaso no deberíamos hacer defensa de la intolerancia, mostrarnos intolerantes con los que a su vez son intolerantes?
¿Es el límite por el que nos estamos preguntando nada más que la línea que separa nuestra sonrisa cómplice de nuestra mueca de desagrado cuando el material inflamable nos quema a nosotros, cuando nos toca de cerca, cuando las salpicaduras del sarcasmo nos duelen, cuando la costura de nuestra tolerancia, de nuestra voluntad de defender el ideal de la expresión libre y la crítica ilimitada salta por los aires, porque de pronto es a nosotros a quienes en la pura llaga nos hurgan? ¿Es acaso la libertad de molestar “a los demás” lo que defendemos? ¿Acaso hasta que no nos sentimos interpelados no nos vemos entregados al instinto de defensa? Tal vez es demasiado corriente pensar que se es más liberal, menos predispuesto a sentirse ofendido, de lo que realmente estamos dispuestos a admitir, ni siquiera ante nosotros mismos.
De nuevo, aquí diría que es el modo, y el contexto, lo que puede salvar que casi cualquier cosa pueda ser dicha. No hay un libro de estilo para el humor, ni puede, ni debe haberlo; ni unas reglas de oro, que constreñirían el género, o ahogarían la subversión, la rebeldía, la iconoclastia, la naturalidad y la frescura. Y sin embargo ahí está lo más valioso de un cómico de talento. Alguien capaz de hacerte reír de la muerte a pesar de ser mortal, de la enfermedad a pesar de haberla visto actuar, de los prejuicios que tal vez sufras, de los miedos que tienes, del sufrimiento colectivo o personal, de las peores condiciones que puedan surgir en la vida, de los odios, de las desgarraduras que no cicatrizan y nos atormentan, del hecho de ser humanos, de estar vivos.
Y en este punto de la historia, en el que nos hemos vuelto tan serios sobre un asunto de risa, me gustaría que nos riéramos un poco de un asunto tan serio. Y de la mano de un maestro, que nos recuerda que no podemos tomarnos la vida tan en serio, que no podemos tomarnos a nosotros mismos tan en serio. Y es que tal vez el humor y la crítica son algo demasiado serio como para tomarlos en serio:
La vida es como un paseo en un parque de atracciones. Y cuando te subes piensas que es real porque así son nuestras mentes de poderosas. El paseo sube y baja y da vueltas y vueltas. Tienes emociones, sustos y hay luces y colores y es muy ruidoso y divertido por un rato. Algunos han estado en el paseo por mucho tiempo y empiezan a preguntarse: “¿Esto es real o es solo un paseo?”. Y otra gente se ha acordado, ha regresado con nosotros y nos ha dicho: “Oye, no te preocupes; no temas, porque esto es solo un paseo…”. Y los hemos matado. ¡Cállenlo! Que tengo mucho invertido en este paseo. ¡Cállenlo! Mira mi ceño de preocupación. Mira mi gran cuenta bancaria y mi familia. Esto tiene que ser real. Es solo un paseo. Pero siempre matamos a esos tipos buenos que tratan de decirnos eso, ¿te das cuenta? Dejamos a los demonios que sigan libres. Pero no importa porque es solo un paseo. Y podemos cambiarlo cuando queramos. Es solo una decisión. Sin esfuerzo, sin trabajo, sin ahorros y dinero. Solo una decisión ahora mismo entre el miedo y el amor. Los ojos del miedo quieren que pongas cerraduras más grandes en tus puertas, que compres armas, que te cierres. Los ojos del amor, en cambio, nos ven a todos como uno. Esto es lo que podemos hacer para cambiar el mundo, ahora mismo, para un mejor viaje. Toma todo ese dinero que gastamos en armas y en defensas todo el año y, en cambio, gástalo en alimentar, vestir y educar a los pobres del mundo, que muchas veces más, ningún ser humano será excluido, y podremos explorar el espacio, juntos, ambos exterior e interior, para siempre, en paz. Muchas gracias, han sido excelentes. Revelations, Bill Hicks, 1990