El valle de la Bekaa
Texto por Telmo Iragorri. Fotografías de Mario López. Publicado en el número 9 (noviembre 2016).
“¿Ves esas montañas? Eso ya es Siria”, me dice Mohammed mientras conduce. De golpe, vienen a mi cabeza todas las imágenes que había visto por televisión desde que en la primavera del 2011 estallara la guerra. Me cuenta cómo unos años atrás hacía el trayecto desde Beirut hasta Damasco para ir a trabajar, pero aquella rutina ya terminó. Ahora conduce la furgoneta de la ONG Acción Contra el Hambre (ACH) que nos lleva al valle de la Bekaa, en Líbano. Es el primer día de Ramadán y la jornada va a ser larga para todos, pero sobre todo para Mohammed, que no va a poder comer ni beber nada hasta que el sol se ponga. Encima, el calor es asfixiante. Vamos pasando controles de militares donde estos nos saludan amablemente. En ningún momento nos paran, aunque Mohammed asegura que a veces se suelen formar colas interminables. “Es mejor que os quitéis las gafas de sol y que no grabéis nada”, nos advierte. Nosotros vamos a rodar un vídeo para ACH cuyos protagonistas son los niños refugiados sirios. Ara Malikian se encarga de poner banda sonora a este viaje y lo hace allí mismo, in situ, en los campamentos. Conoce a la gente, la implica y la siente cerca. “Yo también fui un refugiado cuando tenía tan solo 14 años, pero había una gran diferencia: yo fui legal, en Alemania. Me ayudaron y pude realizar mis estudios y trabajar. Esto cambia todo”, dice Ara.
Líbano es un país de 4,4 millones de habitantes. Desde que empezó la guerra en Siria, cerca de 1,1 millones de sirios y más de medio millón de iraquíes y palestinos, que arrastran otras guerras, se han registrado en el país. Líbano tiene la concentración per cápita de refugiados más alta del mundo. Es como si toda la población de Portugal fuera a España. La mayor parte de los refugiados necesitan la ayuda humanitaria para su supervivencia diaria. Muchas familias se ven obligadas a vivir en asentamientos informales, garajes, parques, antiguas escuelas o edificios a medio construir. Muchos llevan ya más de cinco años viviendo en condiciones precarias y con acceso limitado a los servicios básicos e incluso desconociendo otra realidad que no sea la de vivir en la pobreza más absoluta.
“Ya estamos en el valle de la Bekaa”, dice Mohammed. Empezamos a ver pequeños asentamientos de refugiados a los lados de la carretera distribuidos por todo el valle. Bajamos de la furgoneta y descubrimos que decenas de niños nos esperan. Nos miran desde lejos. “¿Qué hacen estos aquí?”, se preguntarán. Nosotros les sonreímos y ellos nos devuelven la sonrisa. Ara saca su violín, el instrumento con lo que mejor se expresa, con el que se siente cómodo. Los niños se cruzan miradas nerviosas entre ellos. Nuestra cámara está atenta a lo que va a ocurrir. Ara saca su arco con las cedras rotas y comienza el show. Da un paso adelante y empieza a tocar el violín. Primero con las puntas de los dedos. Sigue avanzando. Se escuchan carcajadas, los niños se ríen. Ara continúa unos metros más mientras hace sonar su versión del clásico Ay, pena, penita, pena de Lola Flores. Nuestro conductor, Mohammed, se pone a cantar y a bailar de manera natural. Ambos consiguen romper el hielo. Los más atrevidos agarran el violín y tocan sus cuerdas con la mano. Ara Malikian les deja hacerlo. La barrera inicial impuesta por la timidez y el miedo a lo desconocido se rompe una vez el lenguaje universal de la música resuena.
La magia fluye alrededor del violín de Ara, alrededor de nuestra presencia. Un oasis en medio de una vida arrasada por la guerra. Les llaman la atención nuestras cámaras y sobre todo el material de sonido. Tocan los micrófonos y ven lo grabado. Sobran las palabras. Las miradas y los gestos nos hacen cómplices. Disfrutan de nuestra presencia.
Ara comenta: “Me ha impresionado no haber visto a los niños llorar pese a las duras condiciones de vida en los asentamientos en Becá. Sus miradas eran profundas, cargadas de experiencia, dignas. Mi violín ha supuesto un alivio a la hora de relacionarme con ellos. Llegas y no puedes preguntarles cómo están o cuánto tiempo llevan aquí, pero empiezas a tocar y las barreras caen. Se acercan, se alegran y compartimos. Es el poder de la música”.
Al día siguiente volvemos al valle de la Bekaa. De camino a uno de los campos cruzamos un barrio que nos recuerda a las mansiones de Miami. Una tiene la entrada con la escalera más ostentosa que jamás he visto. Unas fuentes radiantes de agua en los jardines dan la bienvenida a otra de las casas. También vemos multitud de coches de lujo, y todo ello al lado de un campo de refugiados. Me pareció el mayor de los contrastes, la mayor hipocresía. Mohammed me comenta que esas casas son de familias que han estado trabajando durante años en Latinoamérica y que vuelven a su tierra con los bolsillos llenos. “Algunos de los albañiles que construyen las casas son refugiados. Así se ganan un dinero, por poco que sea”, concluye.
La llegada a este campo no es tan improvisada como la del día anterior. La gente ya sabe de nuestra presencia en la zona, y esta vez los niños nos esperan sentados en el suelo, respetando un pasillo por el que Ara va a bailar mientras hace sonar su violín. De nuevo los niños ríen y bailan. Los más mayores nos miran desde lejos sentados a las puertas de las jaimas. Entramos en una de las que han montado los propios refugiados. Al no existir campos de refugiados oficiales en Líbano, las familias se ven obligadas a fabricar sus propios alojamientos y así se van creando los asentamientos. Una mujer nos esperaba dentro. “Antes de llegar a los campos tienes muchas preguntas, pero una vez que estas aquí las palabras sobran”, dice Ara.
Nos quedamos paralizados dentro de la jaima sin saber qué decir, sin saber de lo que hablar. Las palabras sobran una vez más. Ellos saben que estás dando visibilidad a su realidad y la música hace el resto; pero la música desaparece cuando nos vamos y las personas se quedan aquí mientras esperan una solución que acabe con su situación precaria. Ha nacido una generación que solo conoce lo que es vivir en un campo de refugiados, que solo conoce lo que existe en el valle de la Bekaa.
Líbano es un país de 4,4 millones de habitantes. Desde que empezó la guerra en Siria, cerca de 1,1 millones de sirios y más de medio millón de iraquíes y palestinos, que arrastran otras guerras, se han registrado en el país. Líbano tiene la concentración per cápita de refugiados más alta del mundo. Es como si toda la población de Portugal fuera a España. La mayor parte de los refugiados necesitan la ayuda humanitaria para su supervivencia diaria. Muchas familias se ven obligadas a vivir en asentamientos informales, garajes, parques, antiguas escuelas o edificios a medio construir. Muchos llevan ya más de cinco años viviendo en condiciones precarias y con acceso limitado a los servicios básicos e incluso desconociendo otra realidad que no sea la de vivir en la pobreza más absoluta.
“Ya estamos en el valle de la Bekaa”, dice Mohammed. Empezamos a ver pequeños asentamientos de refugiados a los lados de la carretera distribuidos por todo el valle. Bajamos de la furgoneta y descubrimos que decenas de niños nos esperan. Nos miran desde lejos. “¿Qué hacen estos aquí?”, se preguntarán. Nosotros les sonreímos y ellos nos devuelven la sonrisa. Ara saca su violín, el instrumento con lo que mejor se expresa, con el que se siente cómodo. Los niños se cruzan miradas nerviosas entre ellos. Nuestra cámara está atenta a lo que va a ocurrir. Ara saca su arco con las cedras rotas y comienza el show. Da un paso adelante y empieza a tocar el violín. Primero con las puntas de los dedos. Sigue avanzando. Se escuchan carcajadas, los niños se ríen. Ara continúa unos metros más mientras hace sonar su versión del clásico Ay, pena, penita, pena de Lola Flores. Nuestro conductor, Mohammed, se pone a cantar y a bailar de manera natural. Ambos consiguen romper el hielo. Los más atrevidos agarran el violín y tocan sus cuerdas con la mano. Ara Malikian les deja hacerlo. La barrera inicial impuesta por la timidez y el miedo a lo desconocido se rompe una vez el lenguaje universal de la música resuena.
La magia fluye alrededor del violín de Ara, alrededor de nuestra presencia. Un oasis en medio de una vida arrasada por la guerra. Les llaman la atención nuestras cámaras y sobre todo el material de sonido. Tocan los micrófonos y ven lo grabado. Sobran las palabras. Las miradas y los gestos nos hacen cómplices. Disfrutan de nuestra presencia.
Ara comenta: “Me ha impresionado no haber visto a los niños llorar pese a las duras condiciones de vida en los asentamientos en Becá. Sus miradas eran profundas, cargadas de experiencia, dignas. Mi violín ha supuesto un alivio a la hora de relacionarme con ellos. Llegas y no puedes preguntarles cómo están o cuánto tiempo llevan aquí, pero empiezas a tocar y las barreras caen. Se acercan, se alegran y compartimos. Es el poder de la música”.
Al día siguiente volvemos al valle de la Bekaa. De camino a uno de los campos cruzamos un barrio que nos recuerda a las mansiones de Miami. Una tiene la entrada con la escalera más ostentosa que jamás he visto. Unas fuentes radiantes de agua en los jardines dan la bienvenida a otra de las casas. También vemos multitud de coches de lujo, y todo ello al lado de un campo de refugiados. Me pareció el mayor de los contrastes, la mayor hipocresía. Mohammed me comenta que esas casas son de familias que han estado trabajando durante años en Latinoamérica y que vuelven a su tierra con los bolsillos llenos. “Algunos de los albañiles que construyen las casas son refugiados. Así se ganan un dinero, por poco que sea”, concluye.
La llegada a este campo no es tan improvisada como la del día anterior. La gente ya sabe de nuestra presencia en la zona, y esta vez los niños nos esperan sentados en el suelo, respetando un pasillo por el que Ara va a bailar mientras hace sonar su violín. De nuevo los niños ríen y bailan. Los más mayores nos miran desde lejos sentados a las puertas de las jaimas. Entramos en una de las que han montado los propios refugiados. Al no existir campos de refugiados oficiales en Líbano, las familias se ven obligadas a fabricar sus propios alojamientos y así se van creando los asentamientos. Una mujer nos esperaba dentro. “Antes de llegar a los campos tienes muchas preguntas, pero una vez que estas aquí las palabras sobran”, dice Ara.
Nos quedamos paralizados dentro de la jaima sin saber qué decir, sin saber de lo que hablar. Las palabras sobran una vez más. Ellos saben que estás dando visibilidad a su realidad y la música hace el resto; pero la música desaparece cuando nos vamos y las personas se quedan aquí mientras esperan una solución que acabe con su situación precaria. Ha nacido una generación que solo conoce lo que es vivir en un campo de refugiados, que solo conoce lo que existe en el valle de la Bekaa.